miércoles, 16 de diciembre de 2015

¿Vencerán los locos?

Hay momentos coyunturales en la historia de los países. Momentos que definen la trayectoria de las naciones en la Historia. La revolución en la vieja Francia del antiguo régimen, las marchas de Garibaldi hacia la final reunificación italiana, la aprobación por los constitucionalistas americanos de su texto fundamental, la caída del muro entre las dos Alemanias…

No son sólo estos, sin embargo, los hitos que llevan a una nación hacia el éxito y el progreso. También está, importante en igual y a veces en mayor medida, esa lucha silenciosa, constante, ingrata, de personas cuyos esfuerzos y méritos no aparecerán en los libros de Historia, ni probablemente en ningún periódico de gran cobertura, pero que conducen a una comunidad hacia la mejora común. Una lucha desinteresada y siempre impagada, sin objetivos finales salvo la defensa de los propios principios; y, sin embargo, fundamental para la sociedad en la que surge. La gran desconocida. La madre que lucha por reemplazar al mediocre director de un colegio desbordado por el fracaso escolar, el médico que dedica horas añadidas a ayudar a un paciente al que podría despachar con un alta, el científico que se deja la piel para mantener viva una investigación de la que no va a obtener beneficio alguno, salvo quizá una palmada en la espalda de algún director general que se atribuirá sus méritos, el ciudadano que defiende sin tregua el patrimonio histórico o natural que otro pelotazo urbanístico pretende destruir para siempre…

Son esas pequeñas luchas, esas batallas individuales, las que en ocasiones marcan el progreso –no necesariamente económico- de las sociedades. Cada uno la suya, muchas veces solos, muchas veces en vano, pero otras muchas condicionantes del futuro de otros muchos. Un país dirigido por los mejores políticos, pero desprovisto de ese impulso individual, de esa lucha desconocida e ingrata, puede tardar poco en irse al garete.

Lo cierto es que en España venimos siendo testigos del efecto contrario. Un país cuya sociedad civil se ha movilizado para ayudar a los más débiles de una crisis brutal –todavía viva-, que ha desvastado la clase media y nos ha llevado a la cola de la OCDE en términos de igualdad. Un lugar en que las familias ayudan a sus miembros lejanos, soportando entre todos el peso de una aterradora cifra de desempleo que haría tambalear los pilares de estados más prósperos pero menos solidarios.  Una comunidad que ha sabido hacer frente y derrotar a un terrorismo afincado durante décadas. Un país líder en el mundo en donaciones de órganos. Un país que, azotado brutalmente por la crisis, es admirado en toda Europa por ser precisamente aquél en que los extremismos todavía son incapaces de cuajar ¿Tenemos, de verdad, los gobernantes que merecemos? ¿Estamos satisfechos? Y más aún, ¿Podemos permitirnos seguir en este rumbo?

La deuda soberana ha crecido del 60% al 100% de nuestro PIB desde comienzos de la crisis, y todavía seguiremos varios años más en déficit. El fondo de reserva de la seguridad social se ha reducido a la mitad en la última legislatura, de casi 70.000 millones al inicio a poco más de 30.000 millones de euros en la actualidad. Tenemos la mayor tasa de desempleo del primer mundo, tras Grecia, y una deuda privada acumulada de que ronda los 1.600.000 millones descontando al sector financiero. Crecemos ahora (aunque todas las previsiones apuntan a que dejaremos de hacerlo en dos años) ayudados por el desplome del precio del petróleo –al que nuestro país muestra una grave exposición-, la precarización de la mitad de unos empleados que ahora son pobres trabajando -y que viajan entre contratos basura en su mayoría en fraude de ley- y un Banco Central Europeo que lleva cuatro años inyectando dinero al 0.25% (ahora al 0.15%) intentando reanimar la economía europea con el inherente riesgo de que caigamos en deflación... ¿Qué ocurrirá cuando los tipos vuelvan al 3%? ¿Y cuando el petróleo vuelva a batir récords? ¿Es que alguien ha pensado en cambiar el modelo productivo de este país? Los que han gobernado, evidentemente no.

Pero no todo está en la economía. Nuestro poder judicial está absolutamente politizado en su cúspide, a la que acceden cuando son procesados, en puente de oro, los políticos a quien Sus Señorías deben el puesto. Los Fiscales Generales del Estado se nombran a dedo por el Gobierno, y dimiten por presiones de los mismos. Nuestros casos de corrupción han asombrado hasta la estupefacción a nuestros socios europeos. En Francia, Inglaterra o Alemania alucinan al ver a Mariano Rajoy todavía en el puesto tras aparecer su nombre en los papeles de Bárcenas, implicación por la cual no ha dado todavía explicaciones el todavía presidente en funciones, y que señala directamente a la reforma de la sede del partido del Gobierno. Los indultos a condenados por corrupción política se han sucedido sin explicación ni rendición de cuentas… El Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, son meras ventanillas del Gobierno de turno, sin atisbo de la imparcialidad necesaria para desarrollar sus funciones de control del mercado, lastrando la economía y la libre competencia en igualdad de condiciones para favorecer a aquellos empresarios que más arrimen su sardina al cálido ascua de las sedes de Génova y Ferraz. ¿Y el Tribunal de Cuentas? El máximo fiscalizador de las cuentas públicas está infestado de políticos que han de investigar las cuentas de los partidos que los nombraron. Sin medios, claro. Las televisiones públicas –pagadas por todos- se doblegan sin asomo de vergüenza ante los gobiernos autonómicos, y lo mismo sucedía con unas cajas de ahorros que con cientos de años de historia, como consecuencia de Ley de Cajas que permitió su control por los partidos, han sido saqueadas hasta perderse para siempre.

Tenemos un país sin discurso y sin cohesión territorial como consecuencia del politiqueo de medio pelo entre presidentes de Comunidades Autónomas, sólo preocupados por el qué hay de lo mío y el rédito electoral, y el pasteleo entre los viejos partidos y unos nacionalistas que viven muy acomodados en España, acumulando prebendas y ventajas a cambio de votos puntuales. Fiscales siendo ordenados no investigar a Pujol, mientras Pujol investía a presidentes del Gobierno… ¿Nos hemos vuelto locos?

Pero, aunque el bipartido haya estado muy de acuerdo en mantener los tribunales y las televisiones politizados, y de meterse en los bolsillos las cajas de ahorros, los  acuerdos en los grandes temas de Estado (pensiones, educación, financiación autonómica) brillan y brillarán siempre por su ausencia. Los viejos partidos prefieren usarlos de arma arrojadiza en los debates de campaña, en lugar de ponerse manos a la obra, para poder seguir pretendiendo que tienen grandes diferencias y sostener el eterno turnismo que nos ha llevado al desastre.

He aquí la España que tenemos. La que nos han (¿o les hemos?) dejado.

Una de las conclusiones a las que llegué, tras largos meses de reflexión durante mi año en Inglaterra, fue que no existen motivos reales e insalvables por los que al Reino Unido deba irle mejor que a España en el mundo. Ni siquiera la excepcional situación de la que gozan en relación con la Commonwealth, de la que la posición  de España respecto de los países iberoamericanos no tiene nada que envidiar.

No existe motivo alguno, en realidad. Salvo uno. Son la democracia parlamentaria más antigua de Europa, y se nota. No sólo existe el derecho al voto, existe a su vez una responsabilidad al ejercerlo. Casi 500 años de parlamentarismo dejan huella, y los británicos son conscientes de que llevan 130 de ellos escribiendo su propia historia con sus votos. Al final, no pude evitar descubrir durante mi estancia que los ingleses, pragmáticos como son, entienden mayoritariamente que la democracia es como todo lo demás en la vida: una decisión más que tomar. La única diferencia con un cambio de trabajo o de casa es el carácter colectivo de la ruta a tomar. No existe el infantil “me enfado y ya no juego” tan típico de nuestro país. Como hacemos los españoles con todo lo demás en la vida, cuando no hay opciones buenas se toma la menos mala, pero se elige. Del mismo modo en que cuando no decidimos podemos perder las riendas de nuestra vida, los británicos parecen comprender mejor que otros pueblos que no participar en democracia es perder las riendas del destino del país. No importa que no se esté de acuerdo en todo, sino en lo esencial. No existen, por supuesto, partidos a medida, pues habría tantos como ciudadanos.

Al final, todo se reduce a una verdad esencial: en democracia, como en la vida, no hay opciones perfectas. Sólo hay opciones mejores y peores.


Una vez dijo Albert Einstein que sólo un loco pretende obtener, como consecuencia de comportamientos iguales, resultados distintos. ¿Vencerán los locos el próximo 20 de diciembre?