viernes, 6 de octubre de 2017

El lunes puede ser muy tarde


Y llegó el 1 de octubre con el peor de los escenarios. Un espectáculo ensayado, pre-orquestado perfectamente, coordinado entre unos Mossos cuyo mando les ordenó ignorar la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de precintar centros electorales –que hubiera evitado la mayor parte de los incidentes- y unas masas que acorralaron y provocaron a una Policía Nacional y Guardia Civil que sí acató la orden judicial durante toda la jornada, en el marco del operativo solicitado por la Fiscalía y coordinado por el Ministerio del Interior. El resultado, la antiestética imagen del policía retirando urnas entre unas masas embravecidas y de “votantes” heridos en su intento de votar. A favor o en contra de la Constitución, a pocos españoles no revolvió el estómago la vergüenza ante el desastre democrático que la jornada supuso, principalmente, por el espectáculo embarazoso que transmite al mundo no ya la intervención policial y sus cuatro imágenes más impactantes, sino el que se haya podido llegar hasta aquí en un país civilizado de Europa, en pleno siglo XXI, en una región rica y próspera con un grado de autogobierno que deja a la sombra a la práctica totalidad de las regiones de Europa.



Varios días después del desastre, en España comienzan a conocerse las vicisitudes de la jornada. De los 890 “heridos” (cifra a la ligera dada por válida y que, no debe olvidarse, se publicó por institución tan poco sospechosa de imparcialidad como el propio Govern catalán  que convocó el referéndum a sabiendas de su ilegalidad, embarcando a la mitad de Cataluña en  una coartada colectiva de difícil salida), trasciende que sólo 4 fueron hospitalizados, dos leves y dos graves, uno de ellos de un infarto mientras se producía un altercado.[1] Nadie niega lo evidente: hubo excesos que deben reprocharse y  nos entristecen. Notorios son y no revelo a nadie nada enumerándolos. Pero también hubo muchas otras cosas, que muchos diarios internacionales obvian y que, si tenemos algún apego a la verdad, es preciso difundir: innumerables imágenes falsas (como la del niño sangrando que correspondía a una intervención de los Mossos en 2012),[2]  declaraciones falsas y dirigidas como las de una mujer que afirmaba que un Policía Nacional “le había roto uno a uno varios dedos” y “le había agredido sexualmente” (ambos incidentes difundidos a la prensa internacional por Gerard Piqué y Ada Colau respectivamente) para luego admitir que lo primero en realidad era una capsulitis en un dedo y lo segundo “se lo había inventado por el calor del momento”,[3]  acoso, empujones, pedradas y provocaciones permanentes a los agentes buscando la foto,[4] niños que tenían que estar en su casa utilizados como escudos humanos,[5] intervención de los mismos hackers rusos que colaboraron con la victoria de Trump,[6] policías y guardias civiles hostigados con nocturnidad en sus habitaciones o camarotes,[7] cuando no directamente expulsados de sus propios hoteles o de poblaciones por turbas violentas y enloquecidas.[8]

Todo ello por no hablar del bochornoso adoctrinamiento de menores por parte de los servidores de la enseñanza pública catalana que, no contentos con explicar desde hace años Historia falsa en las aulas[9] o desterrar el castellano en la formación de los niños,[10] han demostrado una absoluta falta de escrúpulos esta semana al bombardear a los menores con propaganda de condena de “la policía asesina de ocupación española” (Guardia Civil y Policía Nacional comparten desde la creación del cuerpo de policía catalana o Mossos d’Esquadra las funciones policiales con dicho cuerpo, como en el País Vasco o Navarra). A nadie sorprende ya tampoco, en esta línea, que la manipulación sistemática de TV3 (cadena pública que, debiendo por ley ser plural y de todos, lleva ya años ofreciendo el tiempo detallado del sur de Francia y Andorra pero no del resto de la península),[11] haya emitido en su canal infantil un virulento alegato frente a esos policías invasores y violentos que oprimen al indefenso pueblo catalán.[12]

Lo siguiente, la declaración unilateral de independencia el próximo lunes, con única coartada en el teatro de referéndum que vimos el domingo: sin censo, sin órganos neutrales, sin autoridad electoral, sin sobres, sin identificación y cruce de datos para impedir el voto múltiple, mesas constituidas en casas particulares (como la de Anna Gabriel), sin quórum o participación mínima, incumpliendo hasta lo dispuesto por la propia norma ilegal que pretendía darle cobertura, sin campaña o participación alguna de los defensores del “SÍ” a la convivencia. ¿El resultado? Si en un achaque de ingenuidad tomáramos por válidos los datos recabados con estas carencias (lo que no sólo ofende a la inteligencia sino que ha sido desestimado expresamente por los propios “observadores” internacionales convocados por la Generalitat), el 30% de los catalanes (el 89.3% de 2.262.424 de votos, en una comunidad con 5.311.000 votantes en su censo), estaría independizando al 70% restante.

Frente a esto, podríamos hacer de nuevo un profuso y denso estudio de cómo la dejación de funciones del Gobierno en Cataluña durante décadas ha permitido que una minoría intolerante acapare la hegemonía política de la región, acorralando metro a metro a esa otrora aplastante mayoría de catalanes (ahora se sitúa, encuesta arriba, encuesta abajo, en la mitad) que aprobaron con mayor ímpetu que la media nacional –nada menos que un 91%- el proyecto democrático común en 1978. También podríamos proponer otro análisis, que haría correr ríos de tinta, sobre el porqué di dicha dejación (sin ir más lejos, lo traté en un reciente artículo este verano titulado “Franco no ha muerto”).[13]

Asimismo, podríamos abrir un debate sobre qué ha fallado en la gestión de la crisis por un Gobierno que ha permanecido impasible mientras se trasladaba la revuelta frente a la Constitución de los despachos a la calle. Que ha preferido enterrar la cabeza (muy característico de Mariano Rajoy, especialista en ignorar los problemas hasta que se pudren) mientras un President en rebeldía contra el orden democrático se convertía progresivamente en medio Parlament rebelde, en más de 700 alcaldes rebeldes, en 10.000 voluntarios del referéndum rebeldes, en más de un millón largo de ciudadanos participando en un atentado contra el principio de legalidad, el Estatuto de Autonomía de Cataluña, la Constitución Española y los fundamentos de cualquier democracia constitucional.

Posteriormente nos llevaríamos todos las manos a la cabeza ante las reacciones iniciales de la prensa internacional por la gestión de la crisis, acompañadas de un llamamiento al “diálogo” que, por definición, consideraba “interlocutor válido” a un Carles Puigdemont que ha acumulado ya al delito de desobediencia cometido aquel fatídico 6 de septiembre los de malversación de caudales y sedición, y que va camino del más grave tipo de rebelión si consuma el golpe mediante la declaración unilateral de independencia. En el marco de la Constitución, “dialoguen con el delincuente”, nos recomendaban desde la Comisión Europea, ante la estupefacción e indignación de buena parte de la ciudadanía española. ¿Y es que a nadie se le ha ocurrido que si cualquier demócrata de un Estado de Derecho en condiciones ve a dos políticos lanzarse bravuconadas, cada uno desde su respectiva sala de prensa, es incapaz de concebir que uno de ellos lleve un mes cometiendo delitos y anunciando otros a pecho descubierto, debiendo por tanto estar ya inhabilitado o en la cárcel? ¿Dónde está, entonces, el Estado de Derecho? Cualquier hijo de vecino a miles de kilómetros de distancia, en una Democracia que se precie,  no puede sino imaginar que ambos discrepan, dentro de la legalidad, en torno a una cuestión meramente política y los dos, por tanto, gozan si no de su buena parte de razón, desde luego de legitimidad para hablar desde su tribuna; ambos deberán, en consecuencia, dialogar para hallar una solución, como es deber de los políticos; ambos son “interlocutores válidos”. ¿Cómo hemos podido permitir este escenario?

Sin embargo, de nada sirve lamerse las heridas a menos de una semana de la declaración unilateral de independencia. Es preciso tomar las decisiones y habilitar los mecanismos que la Constitución española prevé para abortar este salto al abismo, antes de que sea demasiado tarde –quizá no para la recuperación del Estado de Derecho, pero ciertamente sí para que nos hagamos heridas que tomarán décadas en cerrar-. Actuar en defensa de la Constitución española, del Estatuto de Cataluña, del Estado de Derecho sin el cual no hay libertad posible.

En cuanto a Europa, sin perjuicio de la rectificación progresiva que las instituciones comunitarias y la prensa internacional han venido acometiendo según fluía la información hacia Bruselas y el resto del mundo, es preciso que tome nota de algo: “dentro de la Constitución” implica el respeto del principio de legalidad del artículo 9.3 (esto es, el sometimiento de ciudadanos y autoridades al ordenamiento jurídico del que surge su legitimidad –dentro del mismo, por supuesto, al Código Penal-), al principio de igualdad de todos los españoles del artículo 14 (esto es, que si yo cometo un delito asumiré mi responsabilidad penal y si Carles Puigdemont ha cometido tres ha de asumir la suya) y al artículo 155, calcado de la Constitución alemana, que establece claramente que si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, el Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones.

En este sentido, proteger legítimamente, con la Constitución en la mano, a los millones de catalanes que quieren seguir siendo españoles, que no quieren un billete sin retorno fuera de la Unión Europea y del Estado de Derecho -ni mucho menos para entregarse a una República Catalana fracturada, marginada internacionalmente, quebrada económicamente y en manos de las CUP- no es una opción, sino un deber inaplazable del Gobierno. Un deber que el propio Rey tuvo que recordarle ante su inacción el pasado martes. Ya hemos llegado tarde a la primera vía, permitiendo que el conflicto se extendiera a la sociedad. No lleguemos tarde también al artículo 155. Cada día que pasa puede hacer insuficiente el mismo y necesario el estado de excepción.

Me sumo a la demanda de tantos españoles de toda clase y condición: si Mariano Rajoy no se atreve a cumplir su juramento, a defender la Constitución y el marco de convivencia que ha garantizado los mejores 40 años de nuestra historia, que deje paso.