miércoles, 8 de noviembre de 2017

Lo sabían

Sin duda una de las imágenes que más me ha repugnado siempre es esa en que la multitud, cual manada de hienas, hace leña –o directamente astillas- del árbol caído. La del condenado, derrotado ya, que avanza penosamente hasta ese cadalso entre las más grotescas, desmedidas y cobardes acometidas de ese género de miserables sólo osados y embravecidos ante el indefenso, ante el desahuciado, ante el desesperado que no puede defenderse.

Apartando de la escena la pena capital, la escena nos acompaña en ocasiones en nuestros días y probablemente nos acompañará, triste Humanidad, hasta el fin de los tiempos. Siempre habrá dignidad, siempre habrá coraje y valentía, como siempre habrá mezquindad, cobardía y desvergüenza.

Por eso hoy hace seis días recibí con agrado la escena en la Plaza de la Villa de París, en que la gran mayoría de los congregados para recibir a los ex Consellers imputados en su entrada a la Audiencia Nacional eran independentistas afincados o trasladados ex profeso a la capital. No es que me agradara contemplar el escaparate de autocomplacencia de los expedidores de carnets de democracia sin ley –oxímoron donde las haya-, ni a la mitad de un ex Gobierno autonómico citado a vérselas con la Justicia, pero más me hubiera desagradado el espectáculo de la turba revanchista esperando para escupir en la cara a los equivocados, a los derrotados, pero que han tenido la suficiente dignidad de acudir ante la balanza y la espada sin refugiarse en tierras extranjeras o tras la falda de asesores de terroristas fugitivos.

Hubo algún grito, sí, también algún escaso congregado dispuesto a recibir a los autores del segundo golpe de Estado a nuestra Constitución y sistema democrático, como también hubo dos solitarios personajes que torearon ya de noche los furgones de la Guardia Civil que trasladaban a la prisión de Estremera a parte del antiguo Govern; y sin embargo, no hubo atisbo alguno de esa turba repugnante y desmedida, de la zanahoria y el tomate, que algunos hubieran deseado para aderezar el eterno victimismo. Y, por qué no decirlo, me alegro profundamente. Los que creemos profundamente en la Justicia del Estado de Derecho renunciamos sin dudarlo a la adrenalina y la pasión de los juicios salomónicos a cambio del proceso reglado y aburrido, generalmente largo y pausado, pero no obstante justo, garantista y respetuoso.

No me verán brindar con champán la prisión provisional de los ex consejeros, ni correrme una juerga de celebración revanchista, pero tampoco, ténganlo por seguro, me verán llorar lágrimas de cocodrilo; fundamentalmente porque creo firmemente en el Estado de Derecho y el principio de legalidad, al que se deben todos, absolutamente todos, los poderes públicos. Pero también por un motivo algo menos filosófico, más sencillo: lo sabían. Por supuesto que lo sabían.



Sabían que era ilegal, que el Tribunal Constitucional había apercibido expresamente de la posible comisión de delitos ante el intento de quiebra unilateral del marco constitucional, que no contaban con una mayoría de catalanes, pero decidieron seguir adelante y aprobar la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana –¡aprobada antes del propio referéndum!-.

Sabían que no cabía aprobar en lectura única ambas leyes –tramite que permitiría aprobar las mismas sin los garantistas y necesariamente prolongados trámites parlamentarios-, que el Consejo de Garantías Estatutarias había declarado ilegal tal posibilidad, así que reformaron el Reglamento de la Cámara pese a las advertencias de su infracción del Estatuto y la Constitución.

Sabían la señora Forcadell, Presidenta del Parlament -y antes de la ANC-, y el resto de los miembros de la Mesa que el Tribunal Constitucional les había apercibido expresamente de su deber de no tramitar proposiciones de ley claramente inconstitucionales. Lo sabían, porque el Consejo de Garantías Estatutarias les había advertido de la ilegalidad en que iban a incurrir, porque los Letrados del Parlament se negaban a publicar las dos normas en el Boletín Oficial, así que la Presidenta Forcadell decidió hacer lo propio por ella misma.

Sabían que el referéndum no se podría celebrar, pero decidieron seguir adelante, nombrando a un nuevo Major de los Mossos con menos escrúpulos que el anterior e intentando convertir –con bastante éxito- al cuerpo en una policía política al servicio de su partido. Fomentaron su pasividad, y orquestaron el asedio (destrucción de coches incluida) a la Guardia Civil y la Secretaria Judicial que cumplían con la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Mantuvieron más de 19 horas a la Comisión Judicial encerrada por la turba convocada por la ANC y Omnium, dirigida y arengada por los presidentes de ambas organizaciones, que chantajearon a la Secretaria Judicial para forzarla a abandonar la investigación y hoy duermen en Soto del Real, autodenominándose “presos políticos”.

Sabían que el referéndum no se celebraría con garantías, que la gente votaba sin identificar y en ocasiones hasta cuatro veces, que no había sobres, ni censo ni autoridades neutrales, pero habían decidido de antemano –así consta en los papeles que requisó la Policía días antes del 1 de octubre-  que necesitaban 2.200.000 votos y que el dispositivo policial serviría de coartada a otros 800.000 que se habrían quedado en casa por el caos de la jornada.

Sabían que bloqueando la entrada a los colegios a la Policía y la Guardia Civil -que actuaban en ejecución de la orden del TSJ de Cataluña ante la espantada de los Mossos al mando de JXSí- y provocándola en su actuación tendrían posibilidades de obtener –como lo hicieron- la imagen esperada, la de la “pacífica” gente intentando votar frente a la policía opresora. Sabían que, aunque la mayor parte de las intervenciones fueran ejemplares, alguna saldría mal, alguna permitiría captar a los cientos de miles de teléfonos la imagen adecuada que retransmitir en su grito de auxilio a la comunidad internacional. Sabían que ancianos y niños no pintaban nada en medio de aquello, que podían ponerles en peligro, pero les animaron y sacaron de casa para poder alimentar el relato y el victimismo.

Sabían que el referéndum había sido un desastre, un teatro de triste guión y ninguna legitimidad democrática –como así lo reconocieron los propios observadores internacionales que se prestaron a acudir- pero proclamaron ellos mismos, con toda la pompa e incumpliendo su propia Ley del Referéndum (la sindicatura electoral que debía hacerlo se disolvió como un azucarillo ante la amenaza de multa por el TC) los “resultados” del referéndum que curiosamente coincidían con la cifra encontrada en los papeles de la consejería de economía semanas antes: 2.200.000 de votos favorables, un 90% de los votantes –de un censo de 5.800.000, eso sí-.

Sabían que no tenían la legitimidad democrática que esgrimían, y que el Presidente del Gobierno no podía negociar –no está entre sus potestades, y menos aún sin una previa reforma constitucional- la independencia de Cataluña, pero escenificaron una mano tendida que nadie se tragó.

Sabían que en un Estado democrático de Derecho caben, y así lo reconoció expresamente el Tribunal Constitucional, todas las reivindicaciones políticas, pero que estas deben hacerse y en su caso lograrse mediante las mayorías necesarias, mediante los cauces habilitados por el Derecho y que -para prevenirnos de la tiranía de la mayoría- no siempre coinciden con la mitad más uno (que ni siquiera alcanzan) de una comunidad autónoma. 

Sabían que el cauce legal y legítimo –si bien difícil-  era promover la reforma constitucional a instancia de la Generalitat, convencernos al resto españoles de la necesidad de trocear la soberanía nacional y, votado el referéndum que habilitase dicha reforma, y una vez concluida la misma proceder a elaborar en su caso las normas dirigidas al referéndum pactado de secesión. Sabían que, en otro caso, y del mismo modo que si el candidato que más ganas tenga de gobernar España no puede hacerlo –mal que le pese- sin el apoyo de una mayoría suficiente, no había otra opción que argumentar, perseverar, esperar. Así es la vida, y la democracia.

Sabía Puigdemont (hasta Urkullu se lo dijo) que la separación de poderes hacía imposible que Mariano Rajoy levantase el teléfono para ordenar a la Magistrada Lamela excarcelar a los “Jordis”, que el indulto sólo puede concederse tras la condena firme, pero decidió traicionar la palabra dada a Iceta, Urkullu y Vila de convocar elecciones y en su lugar consumar el golpe.

Sabían que el atajo que prometían era una quimera, y que declarar unilateralmente la independencia era un delito grave –en el menor de los casos de sedición-, que suponía un golpe a la Constitución penado por el Código Penal con largas penas de cárcel, pero decidieron seguir adelante y votar con medio Parlament vacío –ese en el cual la mayoría representa a menos catalanes que la oposición-, pompa y Segadors mediante, la declaración de independencia de la República Catalana.

Sabían que, después de cesados en virtud del artículo 155, continuar escenificando que constituían el Govern, como hicieron y publicaron en las redes, suponía un delito de usurpación de funciones, que unido a la huida a Bélgica de Puigdemont –dejando en la estacada a medio ex Govern- sólo aumentaba el riesgo de que el magistrado encargado de las medidas cautelares advirtiera el riesgo de fuga y reiteración delictiva y acordase en consonancia la prisión provisional.

Después, claro, vinieron las lágrimas de cocodrilo y la condena de la “deriva represora” del Estado de Derecho, así como las vergonzosas acusaciones de “presos políticos”, como si alguno de los ex Consellers se encontrara en la cárcel por sus ideas políticas (compartidas al menos por un millón y pico de catalanes independentistas que hoy duermen en sus casas) y no por su actos libres, conscientes, reiterados y largamente deliberados. Y con la decisión de un juez independiente, inamovible y responsable de por medio, claro está.

Hoy saben que la decisión sobre la prisión provisional no corresponde al Gobierno ni a un Parlamento autonómico, pero la exigen a gritos en Bruselas -donde nadie les recibe- y la llevan en su programa electoral.

No, no me verán derramar lágrimas por la prisión provisional de los ex Consellers, como tampoco, cuando Bélgica tramite la euroorden, de Carles Puigdemont. Ya saben por qué. 


Lo sabían -completo-.

Sin duda una de las imágenes que más me ha repugnado siempre es esa en que la multitud, cual manada de hienas, hace leña –o directamente astillas- del árbol caído. La del condenado, derrotado ya, que avanza penosamente hasta ese cadalso entre las más grotescas, desmedidas y cobardes acometidas de ese género de miserables sólo osados y embravecidos ante el indefenso, ante el desahuciado, ante el desesperado que no puede defenderse.

Apartando de la escena la pena capital, la escena nos acompaña en ocasiones en nuestros días y probablemente nos acompañará, triste Humanidad, hasta el fin de los tiempos. Siempre habrá dignidad, siempre habrá coraje y valentía, como siempre habrá mezquindad, cobardía y desvergüenza.

Por eso hoy hace seis días recibí con agrado la escena en la Plaza de la Villa de París, en que la gran mayoría de los congregados para recibir a los ex Consellers imputados en su entrada a la Audiencia Nacional eran independentistas afincados o trasladados ex profeso a la capital. No es que me agradara contemplar el escaparate de autocomplacencia de los expedidores de carnets de democracia sin ley –oxímoron donde las haya-, ni a la mitad de un ex Gobierno autonómico citado a vérselas con la Justicia, pero más me hubiera desagradado el espectáculo de la turba revanchista esperando para escupir en la cara a los equivocados, a los derrotados, pero que han tenido la suficiente dignidad de acudir ante la balanza y la espada sin refugiarse en tierras extranjeras o tras la falda de asesores de terroristas fugitivos.

Hubo algún grito, sí, también algún escaso congregado dispuesto a recibir a los autores del segundo golpe de Estado a nuestra Constitución y sistema democrático, como también hubo dos solitarios personajes que torearon ya de noche los furgones de la Guardia Civil que trasladaban a la prisión de Estremera a parte del antiguo Govern; y sin embargo, no hubo atisbo alguno de esa turba repugnante y desmedida, de la zanahoria y el tomate, que algunos hubieran deseado para aderezar el eterno victimismo. Y, por qué no decirlo, me alegro profundamente. Los que creemos profundamente en la Justicia del Estado de Derecho renunciamos sin dudarlo a la adrenalina y la pasión de los juicios salomónicos a cambio del proceso reglado y aburrido, generalmente largo y pausado, pero no obstante justo, garantista y respetuoso.

No me verán brindar con champán la prisión provisional de los ex consejeros, ni correrme una juerga de celebración revanchista, pero tampoco, ténganlo por seguro, me verán llorar lágrimas de cocodrilo; fundamentalmente porque creo firmemente en el Estado de Derecho y el principio de legalidad, al que se deben todos, absolutamente todos, los poderes públicos. Pero también por un motivo algo menos filosófico, más sencillo: lo sabían. Por supuesto que lo sabían.



Sabían ya en su día que Rodríguez Zapatero necesitaba al PSC para ganar las primarias, y que el mismo necesitaría al nacionalismo catalán para gobernar ante el vuelco electoral del PP que siguió a los atentados de Atocha. Nadie hablaba de un mayor autogobierno en Cataluña, una de las regiones más descentralizadas –con diferencia- de Europa, pero para el nacionalismo era imperiosamente necesario un nuevo Estatuto de autonomía.

Sabían perfectamente que el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía chocaba frontalmente en muchos de sus preceptos con la Constitución Española, pero lo aprobaron a través del Parlament y lo sometieron a referéndum porque era mejor alimentar el victimismo con un choque frontal entre Cataluña y la Constitución, creando una ficticia brecha entre el treinta y cinco por ciento de catalanes –del censo- que votaron a favor de la reforma del Estatuto y aquel ordenamiento constitucional que esos mismos catalanes aprobaron con un sesenta y seis por ciento. Mucho mejor, claro, que respetar la Constitución o promover una reforma que pudiera dar cabida a sus aspiraciones.

Sabían que el Estatuto de Cataluña tan sólo fue, tras los retoques y correspondiente aprobación en las Cortes, anulado en catorce artículos, inequívocamente inconstitucionales –huelga decir-, por el Tribunal Constitucional (interpretando otros tantos) pero lo vendieron como una derogación total, una afrenta a la ciudadanía catalana y una quiebra del autogobierno.

Sabían que las embajadas en medio mundo, la asunción y dúplica de todas las competencias, los salarios estratosféricos –el President cobra más del doble que el Presidente del Gobierno-, el coste del leviatán mediático de TV3 y sus repetidores en Valencia y Baleares, las subvenciones millonarias a medios de comunicación, el innecesario quinto nivel administrativo –las comarcas-, la corrupción sistemática de Convergencia, el agujero de Spanair y el sinfín de empresas y organismos públicos hacían difícil la viabilidad económica de la Comunidad Autónoma, pero cuando la crisis azotó y tocó meter la tijera a los servicios públicos la culpa fue del resto de españoles. Sí, del resto de españoles que acudimos a su rescate mediante un Fondo de Liquidez Autonómica que sigue nutriendo con miles de millones anuales las deficitarias balanzas de la Generalitat: España, no tengan la menor duda, ens roba.

Sabían en Convergencia que el escándalo del tres –¿cuatro, cinco? - por ciento de mordidas en las obras públicas de la Comunidad, durante décadas, les estallaría a todos en la cara, que mientras Jordi Pujol arengaba a las masas con un supuesto maltrato fiscal a Cataluña se llevaba maletines a Andorra. Sabían que el secreto bancario se hallaba cercano a su fin el país pirenaico, y que caerían todos como fichas de dominó: así que se entregaron a los brazos del independentismo para cubrir con una gran estelada su corrupción, su desastre económico, su vergüenza.

Sabían que la “indivisibilidad de la nación española” proclamada en la Constitución y la competencia estatal en la materia -Ley del Referéndum- hacían ilegal un referéndum de secesión, que el Derecho internacional no avalaba un supuesto derecho de autodeterminación de regiones autónomas ricas en países democráticos, así que llamaron a la primera “consulta” y al segundo “derecho a decidir”, y tiraron para adelante.

Sabían que el Tribunal Constitucional había anulado la declaración de soberanía del Parlament, dado que la Constitución Española, como cualquier otra, sólo reconoce a un Soberano: el Pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado –incluida la Generalitat y su autogobierno-. Sabían que el referéndum del 9 de noviembre de 2015 era ilegal, pero lo convocaron y celebraron pese a ello. Comenzaba el desafío a la Constitución.

Lo sabía el ex President Mas cuando declaró en una rueda de prensa, desafiante, que si buscaban un responsable por el 9N “sólo había uno, él”, para luego defender ante Tribunal Supremo, donde declaró bien asesorado por sus abogados, que él no dirigió nada, que lo habían hecho “los voluntarios”; voluntarios a los que luego pediría que sufragaran de su bolsillo los seis millones de euros de fianza que el Tribunal de Cuentas le requirió y a que ascendió el dinero público malversado para la organización de la consulta ilegal con dinero de todos los españoles.

Sabían que una Cataluña independiente saldría de la Unión Europea –así lo llevan advirtiendo durante años todos los líderes de la Unión-, pero prometieron que permanecerían; como también sabían que se daría la fuga de empresas de estos últimos meses –más de 2.000, incluídos todos los bancos y empresas catalanas del IBEX, salvo una- pero tildaron de locos, agoreros y traidores a aquellos que lo denunciaron.

Sabían que las elecciones que siguieron no eran plebiscitarias, sino autonómicas, pero juraron que una victoria en votos supondría el título habilitante para la independencia. No sabían, eso sí, que las perderían en votos frente a los opuestos a la independencia.

Sabían que habían perdido su presunto plebiscito, así que dejaron caer de su boca la “mayoría en votos” para hablar de la “mayoría parlamentaria” (efecto perverso de una injusta Ley Electoral nacional que siempre ha penalizado el voto urbano y premiado el de los reductos rurales del independentismo). Para los curiosos, Cataluña es la única Comunidad sin ley electoral propia, que se abraza a la ley general supletoria por su poderoso e histórico efecto favorable al nacionalismo.

Sabían entonces, contrariamente a lo que decían, que no podían declarar la independencia en 18 meses, y que el apoyo al independentismo se desplomaba mes a mes ante el engaño de la presunta mayoría que nunca lo fue… así que volvieron de nuevo al referéndum unilateral, esta vez no a escondidas, sino a pecho descubierto, y lo convocaron con más de un año de antelación para el 1 de octubre de 2017.

Sabían que era ilegal, que el Tribunal Constitucional había apercibido expresamente de la posible comisión de delitos ante el intento de quiebra unilateral del marco constitucional, que no contaban con una mayoría de catalanes, pero decidieron seguir adelante y aprobar la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana –¡aprobada antes del propio referéndum!-.

Sabían que no cabía aprobar en lectura única ambas leyes –tramite que permitiría aprobar las mismas sin los garantistas y necesariamente prolongados trámites parlamentarios-, que el Consejo de Garantías Estatutarias había declarado ilegal tal posibilidad, así que reformaron el Reglamento de la Cámara pese a las advertencias de su infracción del Estatuto y la Constitución.

Sabían la señora Forcadell, Presidenta del Parlament -y antes de la ANC-, y el resto de los miembros de la Mesa que el Tribunal Constitucional les había apercibido expresamente de su deber de no tramitar proposiciones de ley claramente inconstitucionales. Lo sabían, porque el Consejo de Garantías Estatutarias les había advertido de la ilegalidad en que iban a incurrir, porque los Letrados del Parlament se negaban a publicar las dos normas en el Boletín Oficial, así que la Presidenta Forcadell decidió hacer lo propio por ella misma.

Sabían que el referéndum no se podría celebrar, pero decidieron seguir adelante, nombrando a un nuevo Major de los Mossos con menos escrúpulos que el anterior e intentando convertir –con bastante éxito- al cuerpo en una policía política al servicio de su partido. Fomentaron su pasividad, y orquestaron el asedio (destrucción de coches incluida) a la Guardia Civil y la Secretaria Judicial que cumplían con la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Mantuvieron más de 19 horas a la Comisión Judicial encerrada por la turba convocada por la ANC y Omnium, dirigida y arengada por los presidentes de ambas organizaciones, que chantajearon a la Secretaria Judicial para forzarla a abandonar la investigación y hoy duermen en Soto del Real, autodenominándose “presos políticos”.

Sabían que el referéndum no se celebraría con garantías, que la gente votaba sin identificar y en ocasiones hasta cuatro veces, que no había sobres, ni censo ni autoridades neutrales, pero habían decidido de antemano –así consta en los papeles que requisó la Policía días antes del 1 de octubre-  que necesitaban 2.200.000 votos y que el dispositivo policial serviría de coartada a otros 800.000 que se habrían quedado en casa por el caos de la jornada.

Sabían que bloqueando la entrada a los colegios a la Policía y la Guardia Civil -que actuaban en ejecución de la orden del TSJ de Cataluña ante la espantada de los Mossos al mando de JXSí- y provocándola en su actuación tendrían posibilidades de obtener –como lo hicieron- la imagen esperada, la de la “pacífica” gente intentando votar frente a la policía opresora. Sabían que, aunque la mayor parte de las intervenciones fueran ejemplares, alguna saldría mal, alguna permitiría captar a los cientos de miles de teléfonos la imagen adecuada que retransmitir en su grito de auxilio a la comunidad internacional. Sabían que ancianos y niños no pintaban nada en medio de aquello, que podían ponerles en peligro, pero les animaron y sacaron de casa para poder alimentar el relato y el victimismo.

Sabían que el referéndum había sido un desastre, un teatro de triste guión y ninguna legitimidad democrática –como así lo reconocieron los propios observadores internacionales que se prestaron a acudir- pero proclamaron ellos mismos, con toda la pompa e incumpliendo su propia Ley del Referéndum (la sindicatura electoral que debía hacerlo se disolvió como un azucarillo ante la amenaza de multa por el TC) los “resultados” del referéndum que curiosamente coincidían con la cifra encontrada en los papeles de la consejería de economía semanas antes: 2.200.000 de votos favorables, un 90% de los votantes –de un censo de 5.800.000, eso sí-.

Sabían que no tenían la legitimidad democrática que esgrimían, y que el Presidente del Gobierno no podía negociar –no está entre sus potestades, y menos aún sin una previa reforma constitucional- la independencia de Cataluña, pero escenificaron una mano tendida que nadie se tragó.

Sabían que en un Estado democrático de Derecho caben, y así lo reconoció expresamente el Tribunal Constitucional, todas las reivindicaciones políticas, pero que estas deben hacerse y en su caso lograrse mediante las mayorías necesarias, mediante los cauces habilitados por el Derecho y que -para prevenirnos de la tiranía de la mayoría- no siempre coinciden con la mitad más uno (que ni siquiera alcanzan) de una comunidad autónoma. 

Sabían que el cauce legal y legítimo –si bien difícil-  era promover la reforma constitucional a instancia de la Generalitat, convencernos al resto españoles de la necesidad de trocear la soberanía nacional y, votado el referéndum que habilitase dicha reforma, y una vez concluida la misma proceder a elaborar en su caso las normas dirigidas al referéndum pactado de secesión. Sabían que, en otro caso, y del mismo modo que si el candidato que más ganas tenga de gobernar España no puede hacerlo –mal que le pese- sin el apoyo de una mayoría suficiente, no había otra opción que argumentar, perseverar, esperar. Así es la vida, y la democracia.

Sabía Puigdemont (hasta Urkullu se lo dijo) que la separación de poderes hacía imposible que Mariano Rajoy levantase el teléfono para ordenar a la Magistrada Lamela excarcelar a los “Jordis”, que el indulto sólo puede concederse tras la condena firme, pero decidió traicionar la palabra dada a Iceta, Urkullu y Vila de convocar elecciones y en su lugar consumar el golpe.

Sabían que el atajo que prometían era una quimera, y que declarar unilateralmente la independencia era un delito grave –en el menor de los casos de sedición-, que suponía un golpe a la Constitución penado por el Código Penal con largas penas de cárcel, pero decidieron seguir adelante y votar con medio Parlament vacío –ese en el cual la mayoría representa a menos catalanes que la oposición-, pompa y Segadors mediante, la declaración de independencia de la República Catalana.

Sabían que, después de cesados en virtud del artículo 155, continuar escenificando que constituían el Govern, como hicieron y publicaron en las redes, suponía un delito de usurpación de funciones, que unido a la huida a Bélgica de Puigdemont –dejando en la estacada a medio ex Govern- sólo aumentaba el riesgo de que el magistrado encargado de las medidas cautelares advirtiera el riesgo de fuga y reiteración delictiva y acordase en consonancia la prisión provisional.

Después, claro, vinieron las lágrimas de cocodrilo y la condena de la “deriva represora” del Estado de Derecho, así como las vergonzosas acusaciones de “presos políticos”, como si alguno de los ex Consellers se encontrara en la cárcel por sus ideas políticas (compartidas al menos por un millón y pico de catalanes independentistas que hoy duermen en sus casas) y no por su actos libres, conscientes, reiterados y largamente deliberados. Y con la decisión de un juez independiente, inamovible y responsable de por medio, claro está.

Hoy saben que la decisión sobre la prisión provisional no corresponde al Gobierno ni a un Parlamento autonómico, pero la exigen a gritos en Bruselas -donde nadie les recibe- y la llevan en su programa electoral.

No, no me verán derramar lágrimas por la prisión provisional de los ex Consellers, como tampoco, cuando Bélgica tramite la euroorden, de Carles Puigdemont. Ya saben por qué.