A Eduardo Fungairiño Bringas, Santander 1946 - Madrid 2019
Conservo mi primer recuerdo de Eduardo Fungairiño envuelto entre la dulce bruma que acompaña a toda memoria de la infancia. Evento familiar -boda, si mal no recuerdo-, mis hermanos y yo vestidos de infante formal, probablemente todos a juego. Mi padre, viendo llegar a Eduardo junto a su escolta (por entonces era Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional) nos dijo orgulloso a todos: vamos a darle un beso a vuestro tío Eduardo. Es un señor muy importante, un valiente; un héroe.
Recuerdo saludar admirado a Eduardo: un héroe en silla de ruedas; para un niño, “el héroe de la silla de ruedas”. Difícilmente podía concebir entonces la grandeza y valentía de un hombre dispuesto a ser, en años de plomo, punta de lanza del Estado de Derecho en su lucha contra el sanguinario terrorismo etarra y, precisamente por ello, uno de sus objetivos primordiales. Tampoco sabía entonces, como sí supe después, que en ese momento ETA ya había intentado acabar con su vida en 1990, a través de un paquete bomba que afortunadamente fue desactivado a tiempo. Tampoco que el fin del “santuario francés” del terrorismo etarra, que supuso un punto de inflexión en la lucha contra la banda, llegó entre otros motivos por sus infatigables esfuerzos y gestiones con sus homólogos franceses. Las fotografías de las atrocidades de la banda en una mesa del otro lado del pirineo confirmaron, una vez más, lo acertado del conocido dicho que predica que “una imagen vale más que mil palabras”. Siempre al servicio de España, pero también -lo que no es baladí- del Estado de Derecho, de la Constitución, y de la democracia española. Un condicionamiento este último que le llevaría, en su firme defensa de sus principios y convicciones, a resultar molesto para quienes, considerándose por encima -o al margen- del imperio de la ley, pretendieron poner sus propias normas en la lucha -o “cese” de la misma- contra la banda terrorista.
En definitiva, no podía entonces saber, como más tarde lo hice, que si los españoles ya no desayunamos todos los días con asesinatos y delitos de sangre de la banda terrorista es, entre otros muchos motivos, por la incansable y determinada labor de valientes, de héroes como Eduardo Fungairiño Bringas. Quizá el más reconocido de una lista inabarcable de servicios a España, al Estado Democrático de Derecho y, en definitiva, a los derechos y libertades de todos y cada uno de nosotros.
Más tarde tuve la fortuna de poder conocerle mejor, de conversar con él de los más variados temas. Siempre curioso, vivo, inteligente y con ese extraordinario sentido del humor. Y, por encima de todo, con la cualidad que siempre pude admirar en él: una sincera y honesta humildad. Esa humildad sin la cual cualquier grandeza -intelectual, física, de espíritu- se transforma también en soberbia y vanidad, y de algún modo es mucho menos grande.
En estos últimos años tuve la fortuna de intercambiar regularmente correspondencia con él, pero también artículos, devorando con placer sus extraordinarios textos sobre la Segunda Guerra Mundial (una de sus muchas pasiones y, por supuesto, como las demás, espléndidamente ejecutada). Leía también los míos -ya hablé de su humildad- y hasta los archivaba, lo que me llenará siempre de orgullo.
Ayer y hoy la prensa ha homenajeado unánimemente a Eduardo Fungairiño. Un antiguo profesor me sugería hoy que este lunes debió ser, en justicia, luto nacional. No hace falta proclamarlo con oficialidad, pues quienes conocemos su historia y trayectoria oficial y personal sabemos, sin necesidad de declaración, que lo es. Qué menos le debemos a un valiente defensor de nuestros derechos y libertades frente a las amenazas de los violentos, a un espléndido jurista hecho a sí mismo frente a la tragedia y la adversidad, a un ser humano excepcional que nos demostró que nada es imposible con esfuerzo y determinación; a un héroe.