Hoy en día es común escuchar, en boca de algunos políticos, opinadores o incluso artistas o famosos, una idea radical y rotundamente falsa: la culpa del procés es imputable, a medias, al Tribunal Constitucional que “anuló” el Estatut de Autonomía de Cataluña y al Partido Popular que “interpuso” el recurso que la hizo posible.
Es común a los profesos de tan extendida opinión no sólo no haber leído la extensísima resolución -de casi 500 páginas-, sino, en la mayor parte de los casos, no haber leído siquiera sobre la misma o su contexto. De otro modo, como paso a abordar, no se explica esta postura. Convencido de que todo debate político honesto debe partir de la verdad -o cuando menos intentarlo-, recién cumplidos diez años desde aquella Sentencia de 28 de junio de 2010, me propongo recordar algunos puntos esenciales de la misma y su contexto. Puntos comúnmente pasados por alto y que revelan la manipulación que respecto de la Sentencia y su contexto se ha venido ejerciendo desde hace una década por determinados sectores, bien como argumento “legitimista” de la deriva hacia el procés (el independentismo catalán) bien como arma arrojadiza frente al rival político (determinados sectores de la izquierda española).
El Origen.
Bien sabido es que el nacionalismo, como todo movimiento basado en el sentimiento, se alimenta de estímulos sociales colectivos que inciden en la parte emocional, frente a la racional, del ser humano. Con mayor frecuencia se vinculan estos estímulos a agravios que a éxitos, pues, además de ser más abundantes los primeros que los segundos, el agravio tiene dos ventajas comparativas indiscutibles: junto a su convenientemente fácil fabricación, se genera el odio o rencor al adversario o “enemigo” que es tan útil para el político mediocre, populista o sencillamente oportunista.[1]
En pleno año 2005, recién incorporados al grupo de partida del euro y con la economía española en boga en la octava posición global (¿se acuerdan de la “Champions League de la economía”?) el nacionalismo catalán perdía fuelle y relato. La creación de un conflicto donde no lo había se antojaba un cauce esencial para revigorizar el movimiento, y el instrumento perfecto para Esquerra fue un PSC catalanizado estratégicamente para competir por el espectro electoral convergente, hermanado y en sintonía con el PSOE en Moncloa (no en vano Rodríguez-Zapatero prevaleció en las primarias de 2001 por el apoyo del PSC a su candidatura). ¿Cómo generar un conflicto donde no lo había, un agravio en Cataluña frente a una España en auge? Muy sencillo: redactando, aprobando y votando un Estatuto de Autonomía deliberadamente inconstitucional en no pocos artículos, a sabiendas de que el Tribunal Constitucional no podía hacer otra cosa que lo finalmente hizo: declarar tal inconstitucionalidad en defensa de la supremacía de la Constitución, que siempre ha de prevalecer en tanto que marco social básico (o mínimo común múltiplo, si se quiere) de nuestra convivencia en democracia. Una Carta Magna que, conviene recordar, siempre puede reformarse -pudiendo participar las CCAA de la iniciativa de reforma- pero que, como en todo Estado democrático, mientras no se reforme ha de cumplirse.
Así pues, el “conflicto” de legitimidades entre electorado catalán y Constitución española no se originó en un Tribunal Constitucional catalanófobo o centralista,[2] sino que nació como pecado original del propio Estatuto, cuyos artífices, pese a gozar de un enorme margen de maniobra,[3] decidieron conscientemente someter a votación un texto plagado de inconstitucionalidades como medio para fabricar el conflicto entre electorado catalán y Constitución española. Como ejemplo, la pretensión de crear una Justicia propia catalana, ejerciendo el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de última instancia ordinaria, cuando la Constitución española proclama inequívocamente que “el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes” (art. 123.1 CE) o la prevalencia del catalán frente al castellano como lengua oficial, contraria a la cooficialidad de lenguas consagrada en el artículo 3 de la Constitución.
No queda duda, por tanto, de la intención estatutaria de desbordar la Constitución como vía para generar un conflicto político.
La fórmula, que podría pensarse original, tuvo a mi parecer un claro precedente inspirador en lo ocurrido en Córcega algo más de una década antes, en que la región francesa incorporó a su Estatuto la mención legitimaria del “pueblo corso”, declarada inconstitucional por el Consejo Constitucional francés al reconocer la Constitución francesa un único pueblo a efectos jurídicos (el pueblo francés) decisión que provocó un profundo malestar en la isla mediterránea. Salvadas las distancias -pues ni la pretensión corsa era tan atrevida como la catalana, ni el Tribunal Constitucional tan rígido en su interpretación como su homólogo francés[4]-, la operación fue similar en su cauce y resultado.
¿”Erró” el Tribunal Constitucional en su Sentencia?
Difícilmente puede defenderse que el Tribunal Constitucional “errara” en su Sentencia cuando existe unanimidad entre los Magistrados respecto de la inconstitucionalidad de al menos 14 artículos del Estatuto y, sometidos a interpretación, otros 27. En otros términos, sencillamente es muy difícil, sino imposible, defender que el Estatut no fuera parcialmente inconstitucional cuando la integridad de los miembros del Tribunal Constitucional -que no sólo son juristas sino, dicho sea de paso, juristas de reconocido prestigio en el mundo del Derecho- así lo consideraron de forma unánime. Esto es, claro está, salvo que en lugar de su labor constitucional como guardián de la Constitución frente a los eventuales abusos de los poderes públicos (art. 161 CE) pretenda rebajarse al Tribunal Constitucional a la condición de fiel sabueso del poder político, permitiendo por tanto a los poderes públicos convertir en papel mojado la Constitución a su antojo.
A efectos prácticos, el Tribunal Constitucional se limitó a hacer lo mismo que hubiera debido hacer, por imperativo constitucional, si la Comunidad de Madrid hubiera reformado su Estatuto declarando el fin de la solidaridad interterritorial de la capital con otras regiones (incluso mediante referéndum consultivo): es decir, declarar la inconstitucionalidad del Estatuto madrileño por contravenir el artículo 2 de la Constitución, que reconoce el principio de solidaridad entre comunidades autónomas. O lo mismo que si Aragón derogara en su Estatuto de Autonomía, referéndum mediante, el derecho de los ciudadanos a la libertad de prensa (art. 20.1.d CE), pues, como reza el artículo 9 de la Carta Magna, en todo Estado de Derecho que se precie, “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.
En definitiva, tan indiscutible fue la inconstitucionalidad del texto aprobado que, pese al intenso debate periodístico sobre los bloques progresista o conservador en el Tribunal Constitucional y su eventual influencia en la Sentencia, fueron precisamente los votos progresistas los que declararon la inconstitucionalidad el 28 de junio de 2010,[5] basándose la discrepancia de los votos conservadores contrarios a la sentencia[6] en la convicción de que, además de los declarados inconstitucionales, existían aún más artículos del Estatuto que debían ser anulados. En otras palabras, todos y cada uno de los magistrados del Tribunal Constitucional -progresistas y conservadores- coincidieron en la inconstitucionalidad de los 14 artículos anulados del Estatuto, existiendo discrepancia exclusivamente sobre la inconstitucionalidad de otros artículos.
Así las cosas, tan sólo existen dos posibilidades: la primera es coincidir con aquellos que, sin mayor análisis jurídico que se precie, afirman con tanta vehemencia como ignorancia -ya decía Aristóteles que cuando el necio afirma el sabio duda- que el Tribunal Constitucional “se equivocó” radicalmente en su sentencia, y por tanto asumir que los 10 magistrados en cuestión[7] sufrieron un episodio de enajenación centralista aguda que les llevó a declarar inconstitucional lo que no era. La segunda posibilidad es concluir que quienes se erigen con arrogancia en intérpretes autorizados de la Carta Magna y del Estatut, calificando de incomprensible “error” la decisión de la unanimidad de los miembros del Tribunal Constitucional, se equivocan profundamente; bien sea porque desconocen la extensísima sentencia -o, cabe decir, incluso la Constitución misma- o, también es posible, porque opinan partiendo de criterios de oportunismo político que jamás deben guiar la acción del “supremo intérprete de la Constitución”, cuya labor es controlar la adecuación a la Norma Fundamental de los actos de los poderes públicos. Me decanto, no me cabe duda, por la segunda opción.
¿Se “anuló” verdaderamente el Estatut?
Una de las indiscutibles victorias de la campaña del nacionalismo catalán frente al Tribunal Constitucional tras la Sentencia del Estatut es, sin duda, la de extender la convicción generalizada de que el Tribunal Constitucional anuló, barrió, eliminó o pulverizó la integridad el texto estatutario. Es a través del lenguaje que, repitiéndose una y otra vez la falaz afirmación de que el Tribunal Constitucional “anuló” el Estatuto, se ha creado el mito de que, en efecto, fue así. Pues bien, frente a ello, conviene recordar que la Sentencia del Tribunal Constitucional anula 14 artículos (sometiendo a interpretación otros 27) de un total de 223 artículos y 23 disposiciones complementarias que integraban el texto en cuestión. Si se quiere hacer la sencilla regla de tres, se concluye que resultó anulado un 5,6% del texto estatutario, sometiéndose a interpretación otro 10,97%,[8] de lo que resulta que, frente a la extendida falacia de la “anulación” estatutaria, casi un 95% de texto mantuvo su tenor y, por su parte, hasta un 85% quedó confirmado por el Tribunal. Esto no quiere decir, naturalmente, que debamos medir nuestra opinión sobre el acierto -o no- del Tribunal Constitucional desde un punto de vista cuantitativo. Lo que sí evidencia, sin embargo, es la radical y rotunda falsedad de quienes denuncian la “anulación” por el Tribunal Constitucional del Estatuto de Autonomía catalán.
¿Quién recurrió el Estatut?
¿Quién recurrió el Estatut?
Entre quienes con reproche condenan el “error” del Tribunal Constitucional, con frecuencia se denuncia asimismo el papel del Partido Popular como un agitador crispado y cómplice último sine qua non en la “anulación” del Estatuto.
Pues bien, en cuanto a lo primero, difícilmente puede tildarse de agitador a quien manifestó una sospecha de inconstitucionalidad después confirmada por la unanimidad del Tribunal Constitucional -por cierto, mediante los votos de los magistrados considerados más cercanos al polo ideológico opuesto-; y ello, en honor a la verdad, independientemente de que otros muchos artículos recurridos por la fuerza política en cuestión fueran en cambio confirmados por la mayoría no reforzada del Tribunal que apoyó la sentencia.
Sin embargo, es quizá aún más injusta, por radicalmente falsa, la segunda denuncia aludida, consistente en elevar al partido de centro derecha a la posición de cómplice sine qua non de la sentencia por haber interpuesto, legítimamente por cierto, el recurso de inconstitucionalidad frente al Estatut ante el Tribunal Constitucional (recuérdese que, en nuestro Derecho, el Tribunal Constitucional no puede pronunciarse directamente o “de oficio”, sino sólo cuando un sujeto legitimado para ello pone en marcha el recurso). En definitiva, en el argumentario que aquí pongo en duda, el Partido Popular desempeñó el papel de cómplice indispensable en el asunto, sin cuya “rabieta” centralista la Sentencia del Estatut jamás hubiera tomado lugar.
Nada más lejos de la realidad, pues, incluso si los populares se hubieran abstenido de interponer el recurso, lo hicieron igualmente cinco Comunidades Autónomas (entre ellas la de Aragón, gobernada por una coalición de PSOE y Partido Aragonesista) y hasta el propio Defensor del Pueblo designado al efecto por el Parlamento de mayoría socialista (Don Enrique Múgica Herzog, miembro del partido socialista, ha sido diputado del grupo socialista inmediatamente antes y en su día Ministro socialista).
¿Cuántos catalanes refrendaron el Estatut con su voto?
Finalmente, no podemos dejar de examinar el porcentaje de catalanes que refrendaron el Estatut con su voto. Y ello por cuanto los habituales detractores de la Sentencia del Tribunal Constitucional con frecuencia afirman que dicho órgano carecía de legitimidad para alterar lo decidido por "Cataluña y los catalanes" en el referéndum de aprobación del Estatut. Sin perjuicio de que quienes defienden esta tesis se encuentran más cerca de los modelos de dictadura electiva que de una democracia moderna y pluralista, donde la regla de la mayoría simple pocas veces es suficiente para determinar el futuro colectivo de la sociedad y todos los que componen la misma, el referido argumento se topa, nuevamente, con la realidad de la baja participación del referéndum de aprobación del Estatut.
Así, si en la aprobación del referido Estatuto no se superó el 48,85% de participación, de los cuales el 73,90% de los votos fueron favorables (lo que determina que un escaso 36,10% de los catalanes aprobaron afirmativamente el mismo), la Constitución española, que configura el poder y el deber del Tribunal Constitucional de garantizar el respeto a la Constitución -al menos hasta su reforma-, fue refrendada por un 67% de los catalanes, de los cuales un 90,50% -por cierto, superior a la media nacional- votó a favor de la aprobación de la Carta Magna, de lo que deriva que al menos un 61,44 % de los catalanes aprobaron afirmativamente la Constitución española con su voto.
Por lo tanto, si es jurídicamente injustificable que pretenda sobrepasarse la Constitución -es decir, el pacto social básico de nuestra convivencia democrática- mediante una votación sin antes reformar la misma, menos aún lo es, por sencilla lógica matemática, que un 36% pretenda convertir en papel mojado lo que un 61% ha aprobado como Norma Fundamental. En otras palabras, ni siquiera si despojáramos a la democracia de todos sus principios elementales salvo el de la mayoría electoral (lo que difícilmente se compatibiliza con una democracia pluralista) podría justificarse la derogación, por una minoría, de lo que la mayoría ha sentado como nuestras normas elementales de convivencia.
Nada más lejos de la realidad, pues, incluso si los populares se hubieran abstenido de interponer el recurso, lo hicieron igualmente cinco Comunidades Autónomas (entre ellas la de Aragón, gobernada por una coalición de PSOE y Partido Aragonesista) y hasta el propio Defensor del Pueblo designado al efecto por el Parlamento de mayoría socialista (Don Enrique Múgica Herzog, miembro del partido socialista, ha sido diputado del grupo socialista inmediatamente antes y en su día Ministro socialista).
¿Cuántos catalanes refrendaron el Estatut con su voto?
Finalmente, no podemos dejar de examinar el porcentaje de catalanes que refrendaron el Estatut con su voto. Y ello por cuanto los habituales detractores de la Sentencia del Tribunal Constitucional con frecuencia afirman que dicho órgano carecía de legitimidad para alterar lo decidido por "Cataluña y los catalanes" en el referéndum de aprobación del Estatut. Sin perjuicio de que quienes defienden esta tesis se encuentran más cerca de los modelos de dictadura electiva que de una democracia moderna y pluralista, donde la regla de la mayoría simple pocas veces es suficiente para determinar el futuro colectivo de la sociedad y todos los que componen la misma, el referido argumento se topa, nuevamente, con la realidad de la baja participación del referéndum de aprobación del Estatut.
Así, si en la aprobación del referido Estatuto no se superó el 48,85% de participación, de los cuales el 73,90% de los votos fueron favorables (lo que determina que un escaso 36,10% de los catalanes aprobaron afirmativamente el mismo), la Constitución española, que configura el poder y el deber del Tribunal Constitucional de garantizar el respeto a la Constitución -al menos hasta su reforma-, fue refrendada por un 67% de los catalanes, de los cuales un 90,50% -por cierto, superior a la media nacional- votó a favor de la aprobación de la Carta Magna, de lo que deriva que al menos un 61,44 % de los catalanes aprobaron afirmativamente la Constitución española con su voto.
Por lo tanto, si es jurídicamente injustificable que pretenda sobrepasarse la Constitución -es decir, el pacto social básico de nuestra convivencia democrática- mediante una votación sin antes reformar la misma, menos aún lo es, por sencilla lógica matemática, que un 36% pretenda convertir en papel mojado lo que un 61% ha aprobado como Norma Fundamental. En otras palabras, ni siquiera si despojáramos a la democracia de todos sus principios elementales salvo el de la mayoría electoral (lo que difícilmente se compatibiliza con una democracia pluralista) podría justificarse la derogación, por una minoría, de lo que la mayoría ha sentado como nuestras normas elementales de convivencia.
El Mito.
Como se revela de lo expuesto, una década más tarde, alrededor de la Sentencia del Estatut de Cataluña orbitan todo género de mentiras y medias verdades, tejidas con tanto esmero y maestría como deshonestidad hasta adquirir la forma de una realidad paralela que, pese a nunca haber acontecido, se le hace visible y palpable a un nada desdeñable número de opinadores y personalidades públicas. Una realidad paralela cuyo principal objetivo es “legitimar” la injustificable deriva de los autores del procés, desviando la atención de otros orígenes menos respetables y públicos, hasta convencernos a todos de que el independentismo catalán es culpa del conjunto de los españoles, pero no de quienes, pudiendo haber propuesto la reforma constitucional, deliberadamente aprobaron un Estatuto parcialmente inconstitucional para provocar la ruptura con la Constitución y resetear el proyecto nacionalista con un nuevo y autogenerado “agravio”.
Decía Ortega que la Historia es “el tesoro de los errores” para cualquier sociedad, pero para ello es preciso hacer honor a la misma, desenmascarando los intentos de tergiversarla y retorcerla como el que aquí denuncio respecto de la Sentencia del Tribunal Constitucional de hace una década; sentencia que frente a lo que algunos afirman con la boca grande, como hemos visto, ni “erró” al declarar unánimemente la inconstitucionalidad de lo que se redactó con intención de serlo, ni “anuló” la integridad del Estatuto (más bien un escaso 5%), ni se aprobó por una abrumadora mayoría de catalanes ni, por lo demás, se debe exclusivamente a un recurso del Partido Popular, pues al mismo acompañaban los de 5 comunidades autónomas y el defensor del pueblo de distinto signo político. Poco más se puede añadir.
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[1] En este sentido escribí en mi artículo ¿Destituimos al capitán del frentismo?: http://carlosspazos.blogspot.com/2020/05/destituimos-al-capitan-del-frentismo.html.
[2] Ante cualquier atisbo de sospecha a este respecto, recuérdese la Sentencia 76/1983, de 5 de agosto, relativa a la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA).
[3] Pues el régimen territorial español consagrado en el Título VIII de la Constitución es de carácter abierto y, por tanto, por definición, escasamente acotado.
[4] Recuérdese que se admite en la Sentencia incluso la mención a la “nación catalana” como expresión de índole social e histórica, con la única salvedad de no reconocérsele virtualidad jurídica por contravenirse en tal caso el artículo 1.2 de la Constitución española.
[5] Esto es, los 5 votos, incluyendo el de la Presidenta Doña María Emilia Casas Baamonde.
[6] Es decir, los integrados en el voto particular principal.
[7] Recuérdese que, debido a la recusación del Magistrado Pérez Tremps y el fallecimiento del Magistrado García Calvo, el Tribunal decidió en el caso con dos integrantes menos.
[8] Esto es, sin anular el texto, se desbrozaron los límites a la interpretación del mismo compatibles con la Carta Magna.