lunes, 31 de diciembre de 2012

Verdaderas Reformas


Toca pensar diferente. Cada crisis es distinta; generada por motivos distintos, provoca distintas consecuencias. Y sin embargo todas tienen algo en común. Delatan que algo está mal. Que algo no funciona.

Al filo del año 2013, España lleva ya cuatro años de crisis económica. Las razones las conocemos. Las consecuencias también. Los medios de comunicación, cada día más sensacionalistas, prefieren  hablar de las segundas. Les gustan más. Cada día, telediario, periódicos y radio nos bombardean con decenas de nuevos conflictos, actos de violencia y protestas, surgidas de lo que Bruselas llama “medidas de austeridad”, el ciudadano de a pie “recortes” o el Gobierno, utilizando su eufemismo favorito, “reformas”.

El ejecutivo de Mariano Rajoy suele adornar el término, frecuentemente, con la coletilla de “que España necesita”: es decir, las “reformas que España necesita”. Y me pregunto, como todos: ¿Son esas las reformas, si es que pueden llamarse así, que nuestro país necesita?

Como decía todas las crisis tienen, junto al vicio conformado por la maraña de inconvenientes, desgracias y tragedias que generan –y especialmente en ciertos colectivos-, una concreta virtud: suelen fomentar el pensamiento crítico de la sociedad. En 2007, antes de que todo empezara, nadie o casi nadie ponía en tela de juicio la calidad de la democracia, separación de poderes o modelo político-territorial de nuestro país.

No es una virtud, por triste que sea en el contexto en el que surge, que podamos despreciar. De ella depende nada menos que la forma de salir de la situación en que nos encontramos.

Hace pocos días, Mariano Rajoy ha vaticinado una “estabilización” de la caída de la economía española en 2013 y un tímido crecimiento en 2014, todo ello como preludio de la soñada recuperación económica que, afirma, vendrá en los años siguientes. No soy, por mi experiencia reciente, propenso a aceptar las previsiones de “brotes verdes” provenientes de Moncloa, pero supongamos que nuestro Presidente del Gobierno no se equivoca. Supongamos por un momento que, en cierto modo, lo peor de la crisis está cerca de terminar... Con todo lo que hemos vivido estos últimos años, ¿son las “reformas” del Gobierno, después de todo, las verdaderas y únicas reformas que queremos ver en nuestro país? Hemos pagado un precio muy alto por una crisis generada al otro lado del Atlántico, ¿de verdad queremos salir de ella –y salir no significa salir bien- sin al menos cambiar aquello que no funciona?

El pensamiento crítico que ha despertado en nuestro país ha acabado destapando decenas de reformas verdaderamente necesarias. Reformas, aclaro, que ni son ni nunca han sido sinónimo de reducciones presupuestarias.

Nuestros partidos políticos tradicionales, como consecuencia del sistema electoral de listas cerradas y de una mala praxis generalizada, se gestionan antidemocráticamente. Están formados por diversos grupos de poder que, lejos de premiar el mérito y el esfuerzo, aplauden la obediencia ciega a la agenda de la cúpula dirigente y castigan la divergencia de opinión de sus miembros -aun razonada y razonable-, sobreponiendo siempre el interés personal y partidario al interés general del país, de los ciudadanos. Las consecuencias son, además, especialmente graves si tenemos en cuenta la excesiva infiltración de éstos en las principales instituciones de nuestra democracia.

Nuestro poder judicial se halla vinculado, en su cumbre, a ese mismo interés partidario. La cúpula del poder judicial, formada por el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo, es nombrada por los partidos políticos mayoritarios. El Fiscal General del Estado, por su parte, es nombrado directamente por el Gobierno, lo que debido a la estructura piramidal de la fiscalía española otorga casi de facto el control de ésta al ejecutivo de turno.

Asimismo, la deficiente regulación y la inexistencia de un sistema de control de los indultos gubernamentales ha dado lugar, potenciado por esa jerarquía de intereses de la que hablábamos –primero yo, luego el partido, después el país-, a un uso absolutamente arbitrario de éste. Indultos injustificados e injustificables, producidos al antojo del gobierno de turno y, por supuesto, sin conexión alguna con los presupuestos lógicos de esta institución.

A todo ello debemos sumar la progresiva infiltración de la figura del Secretario judicial en nuestra jurisdicción. A este funcionario –directamente dependiente del Ministerio de Justicia, y por tanto del Gobierno- se le han ido otorgando, sistemáticamente, más competencias dentro de los procesos jurisdiccionales, reduciendo la tradicional competencia del Juez –únicamente sujeto a la Ley-.

El Tribunal Constitucional, garante máximo del respeto a las reglas de juego de nuestra democracia por parte de los poderes públicos, ve nombrados sus miembros por los partidos políticos mayoritarios. Esto lleva no sólo a una peligrosa vinculación con los dos principales partidos, sino también, en ocasiones, a la publicación de las mismas en el momento más conveniente para éstos. Lo último ha dado lugar con frecuencia a situaciones absolutamente bochornosas en que sentencias importantes tardan seis o siete años en declararse –como ha sucedido con la reforma del Estatut catalán o la aprobación de los matrimonios homosexuales-.

Esa tardanza se ve agravada por la inexistencia de un control previo de constitucionalidad. En España, una ley puede entrar en vigor y producir efectos aún siendo inconstitucional. Sólo a posteriori puede revisarse la adecuación de la ley a la Constitución, permitiéndose así que que leyes radicalmente inconstitucionales –como la de tasas judiciales que acaba de publicarse- se mantengan en vigor durante los prolongados periodos de tiempo a los que los jueces del Tribunal Constitucional nos tienen acostumbrados a esperar.

Nuestra administración es ineficiente, derrochadora y está duplicada en muchísimos puntos. Gran parte de sus organismos y empresas públicas son, además de costosos, absolutamente inútiles, y sirven exclusivamente para colocar personas cercanas a los miembros de los grupos políticos mayoritarios.

No existe en nuestro país un verdadero sistema de depuración de responsabilidades por la mala gestión política de administraciones, organismos y empresas públicas. Esto ha dado lugar a un uso irresponsable y arbitrario de muchos cargos por políticos que, no teniendo nada que perder, han utilizado conforme a sus intereses los recursos de estos organismos –pagados por todos los españoles-, endeudándolos de manera desorbitada cuando no llevándolos directamente a la quiebra. A financiar dicho festín de endeudamiento ha contribuido especialmente, como es de sobra conocido por todos, la indiscriminada infiltración de políticos en los consejos de administración de las cajas de ahorro.

El Tribunal de Cuentas, que como máximo órgano fiscalizador de las cuentas públicas debería tender a evitar los desbarajustes presupuestarios de las administraciones, carece de competencias directas.  Tan sólo puede emitir dictámenes que no vinculan a nadie. Así, aún en los casos más evidentes y graves, tan sólo puede “sugerir” o “recomendar” la línea de actuación. Sus miembros, por supuesto, son nombrados por los partidos políticos mayoritarios.

El Sistema Electoral español, además de limitar sustantivamente las posibilidades de cambio en la política española, es verdaderamente injusto. A la Ley de Hond’t, que de por sí no es el más justo de los sistemas de reparto de escaños, se le suma el problema de la circunscripción provincial. Dicho modelo genera una exagerada sobrerepresentación del medio rural español, haciendo que el voto de un ciudadano madrileño o barcelonés valga bastante menos que el de uno soriano o cacereño. No es necesario hablar también, por supuesto, de las múltiples barreras a la entrada en el Parlamento de partidos nacionales minoritarios.

El problema se agrava con el sistema de financiación pública de partidos, que otorga el dinero en función de los resultados en las anteriores elecciones. Esto dificulta sumamente la aparición de nuevas opciones en el espectro político español -algo crucial para la reforma del panorama político actual-. A ello hay que sumarle el peligro generado por la inexigencia de transparencia en la financiación privada de los partidos, cuyos colaboradores financieros son en gran parte de los casos desconocidos por la opinión pública.
* * *
Y así, existen en nuestro país cientos de ejemplos parecidos, circunstancias que es urgente corregir   –número de ayuntamientos, politización de cajas de ahorros y bancos nacionalizados, modelo energético,  Ley Hipotecaria, funcionamiento de la Comisión Nacional de la Competencia, Senado, modelo educativo, privilegios fiscales regionales, “tasas judiciales” y un larguísimo etcétera-. Todas ellas forman parte de las verdaderas “reformas que España necesita”, algo completamente distinto e independiente de las políticas de estabilización presupuestaria.

Todas las crisis fomentan el pensamiento crítico de la sociedad, y nuestro país no es una excepción. Es la virtud que emerge en el océano de vicios de una crisis. Una virtud que, sin embargo, por sí sola sirve de poco. La mera percepción del problema tiene que ir acompañada de un impulso reformista, de un verdadero y efectivo cambio. De lo contrario, saldremos de esta crisis habiendo perdido mucho, pero ganado nada.

El Partido Popular, principal abanderado de un cambio de política durante los últimos ocho años, ha perdido ya la confianza de sus votantes. La política se convierte por primera vez, según el CIS, en el tercero de los problemas de los españoles –y no hay precisamente pocos entre los que elegir-. Desvanecida ya la ilusión del nuevo gobierno -el que hace un año te pedía que te “sumaras al cambio” y un año después todavía no se ha sumado- es necesario cambiar de criterio. Es necesario propiciar un cambio. El desasosiego y el desencanto de la ciudadanía es natural, pero no debe convertirse en el principal obstáculo, cuando las urnas vuelvan a llamarnos, para el verdadero cambio al que tenemos que sumarnos todos los españoles. Un cambio que todavía sigue, a pesar de todo, en nuestras manos.