miércoles, 8 de noviembre de 2017

Lo sabían

Sin duda una de las imágenes que más me ha repugnado siempre es esa en que la multitud, cual manada de hienas, hace leña –o directamente astillas- del árbol caído. La del condenado, derrotado ya, que avanza penosamente hasta ese cadalso entre las más grotescas, desmedidas y cobardes acometidas de ese género de miserables sólo osados y embravecidos ante el indefenso, ante el desahuciado, ante el desesperado que no puede defenderse.

Apartando de la escena la pena capital, la escena nos acompaña en ocasiones en nuestros días y probablemente nos acompañará, triste Humanidad, hasta el fin de los tiempos. Siempre habrá dignidad, siempre habrá coraje y valentía, como siempre habrá mezquindad, cobardía y desvergüenza.

Por eso hoy hace seis días recibí con agrado la escena en la Plaza de la Villa de París, en que la gran mayoría de los congregados para recibir a los ex Consellers imputados en su entrada a la Audiencia Nacional eran independentistas afincados o trasladados ex profeso a la capital. No es que me agradara contemplar el escaparate de autocomplacencia de los expedidores de carnets de democracia sin ley –oxímoron donde las haya-, ni a la mitad de un ex Gobierno autonómico citado a vérselas con la Justicia, pero más me hubiera desagradado el espectáculo de la turba revanchista esperando para escupir en la cara a los equivocados, a los derrotados, pero que han tenido la suficiente dignidad de acudir ante la balanza y la espada sin refugiarse en tierras extranjeras o tras la falda de asesores de terroristas fugitivos.

Hubo algún grito, sí, también algún escaso congregado dispuesto a recibir a los autores del segundo golpe de Estado a nuestra Constitución y sistema democrático, como también hubo dos solitarios personajes que torearon ya de noche los furgones de la Guardia Civil que trasladaban a la prisión de Estremera a parte del antiguo Govern; y sin embargo, no hubo atisbo alguno de esa turba repugnante y desmedida, de la zanahoria y el tomate, que algunos hubieran deseado para aderezar el eterno victimismo. Y, por qué no decirlo, me alegro profundamente. Los que creemos profundamente en la Justicia del Estado de Derecho renunciamos sin dudarlo a la adrenalina y la pasión de los juicios salomónicos a cambio del proceso reglado y aburrido, generalmente largo y pausado, pero no obstante justo, garantista y respetuoso.

No me verán brindar con champán la prisión provisional de los ex consejeros, ni correrme una juerga de celebración revanchista, pero tampoco, ténganlo por seguro, me verán llorar lágrimas de cocodrilo; fundamentalmente porque creo firmemente en el Estado de Derecho y el principio de legalidad, al que se deben todos, absolutamente todos, los poderes públicos. Pero también por un motivo algo menos filosófico, más sencillo: lo sabían. Por supuesto que lo sabían.



Sabían que era ilegal, que el Tribunal Constitucional había apercibido expresamente de la posible comisión de delitos ante el intento de quiebra unilateral del marco constitucional, que no contaban con una mayoría de catalanes, pero decidieron seguir adelante y aprobar la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana –¡aprobada antes del propio referéndum!-.

Sabían que no cabía aprobar en lectura única ambas leyes –tramite que permitiría aprobar las mismas sin los garantistas y necesariamente prolongados trámites parlamentarios-, que el Consejo de Garantías Estatutarias había declarado ilegal tal posibilidad, así que reformaron el Reglamento de la Cámara pese a las advertencias de su infracción del Estatuto y la Constitución.

Sabían la señora Forcadell, Presidenta del Parlament -y antes de la ANC-, y el resto de los miembros de la Mesa que el Tribunal Constitucional les había apercibido expresamente de su deber de no tramitar proposiciones de ley claramente inconstitucionales. Lo sabían, porque el Consejo de Garantías Estatutarias les había advertido de la ilegalidad en que iban a incurrir, porque los Letrados del Parlament se negaban a publicar las dos normas en el Boletín Oficial, así que la Presidenta Forcadell decidió hacer lo propio por ella misma.

Sabían que el referéndum no se podría celebrar, pero decidieron seguir adelante, nombrando a un nuevo Major de los Mossos con menos escrúpulos que el anterior e intentando convertir –con bastante éxito- al cuerpo en una policía política al servicio de su partido. Fomentaron su pasividad, y orquestaron el asedio (destrucción de coches incluida) a la Guardia Civil y la Secretaria Judicial que cumplían con la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Mantuvieron más de 19 horas a la Comisión Judicial encerrada por la turba convocada por la ANC y Omnium, dirigida y arengada por los presidentes de ambas organizaciones, que chantajearon a la Secretaria Judicial para forzarla a abandonar la investigación y hoy duermen en Soto del Real, autodenominándose “presos políticos”.

Sabían que el referéndum no se celebraría con garantías, que la gente votaba sin identificar y en ocasiones hasta cuatro veces, que no había sobres, ni censo ni autoridades neutrales, pero habían decidido de antemano –así consta en los papeles que requisó la Policía días antes del 1 de octubre-  que necesitaban 2.200.000 votos y que el dispositivo policial serviría de coartada a otros 800.000 que se habrían quedado en casa por el caos de la jornada.

Sabían que bloqueando la entrada a los colegios a la Policía y la Guardia Civil -que actuaban en ejecución de la orden del TSJ de Cataluña ante la espantada de los Mossos al mando de JXSí- y provocándola en su actuación tendrían posibilidades de obtener –como lo hicieron- la imagen esperada, la de la “pacífica” gente intentando votar frente a la policía opresora. Sabían que, aunque la mayor parte de las intervenciones fueran ejemplares, alguna saldría mal, alguna permitiría captar a los cientos de miles de teléfonos la imagen adecuada que retransmitir en su grito de auxilio a la comunidad internacional. Sabían que ancianos y niños no pintaban nada en medio de aquello, que podían ponerles en peligro, pero les animaron y sacaron de casa para poder alimentar el relato y el victimismo.

Sabían que el referéndum había sido un desastre, un teatro de triste guión y ninguna legitimidad democrática –como así lo reconocieron los propios observadores internacionales que se prestaron a acudir- pero proclamaron ellos mismos, con toda la pompa e incumpliendo su propia Ley del Referéndum (la sindicatura electoral que debía hacerlo se disolvió como un azucarillo ante la amenaza de multa por el TC) los “resultados” del referéndum que curiosamente coincidían con la cifra encontrada en los papeles de la consejería de economía semanas antes: 2.200.000 de votos favorables, un 90% de los votantes –de un censo de 5.800.000, eso sí-.

Sabían que no tenían la legitimidad democrática que esgrimían, y que el Presidente del Gobierno no podía negociar –no está entre sus potestades, y menos aún sin una previa reforma constitucional- la independencia de Cataluña, pero escenificaron una mano tendida que nadie se tragó.

Sabían que en un Estado democrático de Derecho caben, y así lo reconoció expresamente el Tribunal Constitucional, todas las reivindicaciones políticas, pero que estas deben hacerse y en su caso lograrse mediante las mayorías necesarias, mediante los cauces habilitados por el Derecho y que -para prevenirnos de la tiranía de la mayoría- no siempre coinciden con la mitad más uno (que ni siquiera alcanzan) de una comunidad autónoma. 

Sabían que el cauce legal y legítimo –si bien difícil-  era promover la reforma constitucional a instancia de la Generalitat, convencernos al resto españoles de la necesidad de trocear la soberanía nacional y, votado el referéndum que habilitase dicha reforma, y una vez concluida la misma proceder a elaborar en su caso las normas dirigidas al referéndum pactado de secesión. Sabían que, en otro caso, y del mismo modo que si el candidato que más ganas tenga de gobernar España no puede hacerlo –mal que le pese- sin el apoyo de una mayoría suficiente, no había otra opción que argumentar, perseverar, esperar. Así es la vida, y la democracia.

Sabía Puigdemont (hasta Urkullu se lo dijo) que la separación de poderes hacía imposible que Mariano Rajoy levantase el teléfono para ordenar a la Magistrada Lamela excarcelar a los “Jordis”, que el indulto sólo puede concederse tras la condena firme, pero decidió traicionar la palabra dada a Iceta, Urkullu y Vila de convocar elecciones y en su lugar consumar el golpe.

Sabían que el atajo que prometían era una quimera, y que declarar unilateralmente la independencia era un delito grave –en el menor de los casos de sedición-, que suponía un golpe a la Constitución penado por el Código Penal con largas penas de cárcel, pero decidieron seguir adelante y votar con medio Parlament vacío –ese en el cual la mayoría representa a menos catalanes que la oposición-, pompa y Segadors mediante, la declaración de independencia de la República Catalana.

Sabían que, después de cesados en virtud del artículo 155, continuar escenificando que constituían el Govern, como hicieron y publicaron en las redes, suponía un delito de usurpación de funciones, que unido a la huida a Bélgica de Puigdemont –dejando en la estacada a medio ex Govern- sólo aumentaba el riesgo de que el magistrado encargado de las medidas cautelares advirtiera el riesgo de fuga y reiteración delictiva y acordase en consonancia la prisión provisional.

Después, claro, vinieron las lágrimas de cocodrilo y la condena de la “deriva represora” del Estado de Derecho, así como las vergonzosas acusaciones de “presos políticos”, como si alguno de los ex Consellers se encontrara en la cárcel por sus ideas políticas (compartidas al menos por un millón y pico de catalanes independentistas que hoy duermen en sus casas) y no por su actos libres, conscientes, reiterados y largamente deliberados. Y con la decisión de un juez independiente, inamovible y responsable de por medio, claro está.

Hoy saben que la decisión sobre la prisión provisional no corresponde al Gobierno ni a un Parlamento autonómico, pero la exigen a gritos en Bruselas -donde nadie les recibe- y la llevan en su programa electoral.

No, no me verán derramar lágrimas por la prisión provisional de los ex Consellers, como tampoco, cuando Bélgica tramite la euroorden, de Carles Puigdemont. Ya saben por qué. 


Lo sabían -completo-.

Sin duda una de las imágenes que más me ha repugnado siempre es esa en que la multitud, cual manada de hienas, hace leña –o directamente astillas- del árbol caído. La del condenado, derrotado ya, que avanza penosamente hasta ese cadalso entre las más grotescas, desmedidas y cobardes acometidas de ese género de miserables sólo osados y embravecidos ante el indefenso, ante el desahuciado, ante el desesperado que no puede defenderse.

Apartando de la escena la pena capital, la escena nos acompaña en ocasiones en nuestros días y probablemente nos acompañará, triste Humanidad, hasta el fin de los tiempos. Siempre habrá dignidad, siempre habrá coraje y valentía, como siempre habrá mezquindad, cobardía y desvergüenza.

Por eso hoy hace seis días recibí con agrado la escena en la Plaza de la Villa de París, en que la gran mayoría de los congregados para recibir a los ex Consellers imputados en su entrada a la Audiencia Nacional eran independentistas afincados o trasladados ex profeso a la capital. No es que me agradara contemplar el escaparate de autocomplacencia de los expedidores de carnets de democracia sin ley –oxímoron donde las haya-, ni a la mitad de un ex Gobierno autonómico citado a vérselas con la Justicia, pero más me hubiera desagradado el espectáculo de la turba revanchista esperando para escupir en la cara a los equivocados, a los derrotados, pero que han tenido la suficiente dignidad de acudir ante la balanza y la espada sin refugiarse en tierras extranjeras o tras la falda de asesores de terroristas fugitivos.

Hubo algún grito, sí, también algún escaso congregado dispuesto a recibir a los autores del segundo golpe de Estado a nuestra Constitución y sistema democrático, como también hubo dos solitarios personajes que torearon ya de noche los furgones de la Guardia Civil que trasladaban a la prisión de Estremera a parte del antiguo Govern; y sin embargo, no hubo atisbo alguno de esa turba repugnante y desmedida, de la zanahoria y el tomate, que algunos hubieran deseado para aderezar el eterno victimismo. Y, por qué no decirlo, me alegro profundamente. Los que creemos profundamente en la Justicia del Estado de Derecho renunciamos sin dudarlo a la adrenalina y la pasión de los juicios salomónicos a cambio del proceso reglado y aburrido, generalmente largo y pausado, pero no obstante justo, garantista y respetuoso.

No me verán brindar con champán la prisión provisional de los ex consejeros, ni correrme una juerga de celebración revanchista, pero tampoco, ténganlo por seguro, me verán llorar lágrimas de cocodrilo; fundamentalmente porque creo firmemente en el Estado de Derecho y el principio de legalidad, al que se deben todos, absolutamente todos, los poderes públicos. Pero también por un motivo algo menos filosófico, más sencillo: lo sabían. Por supuesto que lo sabían.



Sabían ya en su día que Rodríguez Zapatero necesitaba al PSC para ganar las primarias, y que el mismo necesitaría al nacionalismo catalán para gobernar ante el vuelco electoral del PP que siguió a los atentados de Atocha. Nadie hablaba de un mayor autogobierno en Cataluña, una de las regiones más descentralizadas –con diferencia- de Europa, pero para el nacionalismo era imperiosamente necesario un nuevo Estatuto de autonomía.

Sabían perfectamente que el proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía chocaba frontalmente en muchos de sus preceptos con la Constitución Española, pero lo aprobaron a través del Parlament y lo sometieron a referéndum porque era mejor alimentar el victimismo con un choque frontal entre Cataluña y la Constitución, creando una ficticia brecha entre el treinta y cinco por ciento de catalanes –del censo- que votaron a favor de la reforma del Estatuto y aquel ordenamiento constitucional que esos mismos catalanes aprobaron con un sesenta y seis por ciento. Mucho mejor, claro, que respetar la Constitución o promover una reforma que pudiera dar cabida a sus aspiraciones.

Sabían que el Estatuto de Cataluña tan sólo fue, tras los retoques y correspondiente aprobación en las Cortes, anulado en catorce artículos, inequívocamente inconstitucionales –huelga decir-, por el Tribunal Constitucional (interpretando otros tantos) pero lo vendieron como una derogación total, una afrenta a la ciudadanía catalana y una quiebra del autogobierno.

Sabían que las embajadas en medio mundo, la asunción y dúplica de todas las competencias, los salarios estratosféricos –el President cobra más del doble que el Presidente del Gobierno-, el coste del leviatán mediático de TV3 y sus repetidores en Valencia y Baleares, las subvenciones millonarias a medios de comunicación, el innecesario quinto nivel administrativo –las comarcas-, la corrupción sistemática de Convergencia, el agujero de Spanair y el sinfín de empresas y organismos públicos hacían difícil la viabilidad económica de la Comunidad Autónoma, pero cuando la crisis azotó y tocó meter la tijera a los servicios públicos la culpa fue del resto de españoles. Sí, del resto de españoles que acudimos a su rescate mediante un Fondo de Liquidez Autonómica que sigue nutriendo con miles de millones anuales las deficitarias balanzas de la Generalitat: España, no tengan la menor duda, ens roba.

Sabían en Convergencia que el escándalo del tres –¿cuatro, cinco? - por ciento de mordidas en las obras públicas de la Comunidad, durante décadas, les estallaría a todos en la cara, que mientras Jordi Pujol arengaba a las masas con un supuesto maltrato fiscal a Cataluña se llevaba maletines a Andorra. Sabían que el secreto bancario se hallaba cercano a su fin el país pirenaico, y que caerían todos como fichas de dominó: así que se entregaron a los brazos del independentismo para cubrir con una gran estelada su corrupción, su desastre económico, su vergüenza.

Sabían que la “indivisibilidad de la nación española” proclamada en la Constitución y la competencia estatal en la materia -Ley del Referéndum- hacían ilegal un referéndum de secesión, que el Derecho internacional no avalaba un supuesto derecho de autodeterminación de regiones autónomas ricas en países democráticos, así que llamaron a la primera “consulta” y al segundo “derecho a decidir”, y tiraron para adelante.

Sabían que el Tribunal Constitucional había anulado la declaración de soberanía del Parlament, dado que la Constitución Española, como cualquier otra, sólo reconoce a un Soberano: el Pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado –incluida la Generalitat y su autogobierno-. Sabían que el referéndum del 9 de noviembre de 2015 era ilegal, pero lo convocaron y celebraron pese a ello. Comenzaba el desafío a la Constitución.

Lo sabía el ex President Mas cuando declaró en una rueda de prensa, desafiante, que si buscaban un responsable por el 9N “sólo había uno, él”, para luego defender ante Tribunal Supremo, donde declaró bien asesorado por sus abogados, que él no dirigió nada, que lo habían hecho “los voluntarios”; voluntarios a los que luego pediría que sufragaran de su bolsillo los seis millones de euros de fianza que el Tribunal de Cuentas le requirió y a que ascendió el dinero público malversado para la organización de la consulta ilegal con dinero de todos los españoles.

Sabían que una Cataluña independiente saldría de la Unión Europea –así lo llevan advirtiendo durante años todos los líderes de la Unión-, pero prometieron que permanecerían; como también sabían que se daría la fuga de empresas de estos últimos meses –más de 2.000, incluídos todos los bancos y empresas catalanas del IBEX, salvo una- pero tildaron de locos, agoreros y traidores a aquellos que lo denunciaron.

Sabían que las elecciones que siguieron no eran plebiscitarias, sino autonómicas, pero juraron que una victoria en votos supondría el título habilitante para la independencia. No sabían, eso sí, que las perderían en votos frente a los opuestos a la independencia.

Sabían que habían perdido su presunto plebiscito, así que dejaron caer de su boca la “mayoría en votos” para hablar de la “mayoría parlamentaria” (efecto perverso de una injusta Ley Electoral nacional que siempre ha penalizado el voto urbano y premiado el de los reductos rurales del independentismo). Para los curiosos, Cataluña es la única Comunidad sin ley electoral propia, que se abraza a la ley general supletoria por su poderoso e histórico efecto favorable al nacionalismo.

Sabían entonces, contrariamente a lo que decían, que no podían declarar la independencia en 18 meses, y que el apoyo al independentismo se desplomaba mes a mes ante el engaño de la presunta mayoría que nunca lo fue… así que volvieron de nuevo al referéndum unilateral, esta vez no a escondidas, sino a pecho descubierto, y lo convocaron con más de un año de antelación para el 1 de octubre de 2017.

Sabían que era ilegal, que el Tribunal Constitucional había apercibido expresamente de la posible comisión de delitos ante el intento de quiebra unilateral del marco constitucional, que no contaban con una mayoría de catalanes, pero decidieron seguir adelante y aprobar la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana –¡aprobada antes del propio referéndum!-.

Sabían que no cabía aprobar en lectura única ambas leyes –tramite que permitiría aprobar las mismas sin los garantistas y necesariamente prolongados trámites parlamentarios-, que el Consejo de Garantías Estatutarias había declarado ilegal tal posibilidad, así que reformaron el Reglamento de la Cámara pese a las advertencias de su infracción del Estatuto y la Constitución.

Sabían la señora Forcadell, Presidenta del Parlament -y antes de la ANC-, y el resto de los miembros de la Mesa que el Tribunal Constitucional les había apercibido expresamente de su deber de no tramitar proposiciones de ley claramente inconstitucionales. Lo sabían, porque el Consejo de Garantías Estatutarias les había advertido de la ilegalidad en que iban a incurrir, porque los Letrados del Parlament se negaban a publicar las dos normas en el Boletín Oficial, así que la Presidenta Forcadell decidió hacer lo propio por ella misma.

Sabían que el referéndum no se podría celebrar, pero decidieron seguir adelante, nombrando a un nuevo Major de los Mossos con menos escrúpulos que el anterior e intentando convertir –con bastante éxito- al cuerpo en una policía política al servicio de su partido. Fomentaron su pasividad, y orquestaron el asedio (destrucción de coches incluida) a la Guardia Civil y la Secretaria Judicial que cumplían con la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Mantuvieron más de 19 horas a la Comisión Judicial encerrada por la turba convocada por la ANC y Omnium, dirigida y arengada por los presidentes de ambas organizaciones, que chantajearon a la Secretaria Judicial para forzarla a abandonar la investigación y hoy duermen en Soto del Real, autodenominándose “presos políticos”.

Sabían que el referéndum no se celebraría con garantías, que la gente votaba sin identificar y en ocasiones hasta cuatro veces, que no había sobres, ni censo ni autoridades neutrales, pero habían decidido de antemano –así consta en los papeles que requisó la Policía días antes del 1 de octubre-  que necesitaban 2.200.000 votos y que el dispositivo policial serviría de coartada a otros 800.000 que se habrían quedado en casa por el caos de la jornada.

Sabían que bloqueando la entrada a los colegios a la Policía y la Guardia Civil -que actuaban en ejecución de la orden del TSJ de Cataluña ante la espantada de los Mossos al mando de JXSí- y provocándola en su actuación tendrían posibilidades de obtener –como lo hicieron- la imagen esperada, la de la “pacífica” gente intentando votar frente a la policía opresora. Sabían que, aunque la mayor parte de las intervenciones fueran ejemplares, alguna saldría mal, alguna permitiría captar a los cientos de miles de teléfonos la imagen adecuada que retransmitir en su grito de auxilio a la comunidad internacional. Sabían que ancianos y niños no pintaban nada en medio de aquello, que podían ponerles en peligro, pero les animaron y sacaron de casa para poder alimentar el relato y el victimismo.

Sabían que el referéndum había sido un desastre, un teatro de triste guión y ninguna legitimidad democrática –como así lo reconocieron los propios observadores internacionales que se prestaron a acudir- pero proclamaron ellos mismos, con toda la pompa e incumpliendo su propia Ley del Referéndum (la sindicatura electoral que debía hacerlo se disolvió como un azucarillo ante la amenaza de multa por el TC) los “resultados” del referéndum que curiosamente coincidían con la cifra encontrada en los papeles de la consejería de economía semanas antes: 2.200.000 de votos favorables, un 90% de los votantes –de un censo de 5.800.000, eso sí-.

Sabían que no tenían la legitimidad democrática que esgrimían, y que el Presidente del Gobierno no podía negociar –no está entre sus potestades, y menos aún sin una previa reforma constitucional- la independencia de Cataluña, pero escenificaron una mano tendida que nadie se tragó.

Sabían que en un Estado democrático de Derecho caben, y así lo reconoció expresamente el Tribunal Constitucional, todas las reivindicaciones políticas, pero que estas deben hacerse y en su caso lograrse mediante las mayorías necesarias, mediante los cauces habilitados por el Derecho y que -para prevenirnos de la tiranía de la mayoría- no siempre coinciden con la mitad más uno (que ni siquiera alcanzan) de una comunidad autónoma. 

Sabían que el cauce legal y legítimo –si bien difícil-  era promover la reforma constitucional a instancia de la Generalitat, convencernos al resto españoles de la necesidad de trocear la soberanía nacional y, votado el referéndum que habilitase dicha reforma, y una vez concluida la misma proceder a elaborar en su caso las normas dirigidas al referéndum pactado de secesión. Sabían que, en otro caso, y del mismo modo que si el candidato que más ganas tenga de gobernar España no puede hacerlo –mal que le pese- sin el apoyo de una mayoría suficiente, no había otra opción que argumentar, perseverar, esperar. Así es la vida, y la democracia.

Sabía Puigdemont (hasta Urkullu se lo dijo) que la separación de poderes hacía imposible que Mariano Rajoy levantase el teléfono para ordenar a la Magistrada Lamela excarcelar a los “Jordis”, que el indulto sólo puede concederse tras la condena firme, pero decidió traicionar la palabra dada a Iceta, Urkullu y Vila de convocar elecciones y en su lugar consumar el golpe.

Sabían que el atajo que prometían era una quimera, y que declarar unilateralmente la independencia era un delito grave –en el menor de los casos de sedición-, que suponía un golpe a la Constitución penado por el Código Penal con largas penas de cárcel, pero decidieron seguir adelante y votar con medio Parlament vacío –ese en el cual la mayoría representa a menos catalanes que la oposición-, pompa y Segadors mediante, la declaración de independencia de la República Catalana.

Sabían que, después de cesados en virtud del artículo 155, continuar escenificando que constituían el Govern, como hicieron y publicaron en las redes, suponía un delito de usurpación de funciones, que unido a la huida a Bélgica de Puigdemont –dejando en la estacada a medio ex Govern- sólo aumentaba el riesgo de que el magistrado encargado de las medidas cautelares advirtiera el riesgo de fuga y reiteración delictiva y acordase en consonancia la prisión provisional.

Después, claro, vinieron las lágrimas de cocodrilo y la condena de la “deriva represora” del Estado de Derecho, así como las vergonzosas acusaciones de “presos políticos”, como si alguno de los ex Consellers se encontrara en la cárcel por sus ideas políticas (compartidas al menos por un millón y pico de catalanes independentistas que hoy duermen en sus casas) y no por su actos libres, conscientes, reiterados y largamente deliberados. Y con la decisión de un juez independiente, inamovible y responsable de por medio, claro está.

Hoy saben que la decisión sobre la prisión provisional no corresponde al Gobierno ni a un Parlamento autonómico, pero la exigen a gritos en Bruselas -donde nadie les recibe- y la llevan en su programa electoral.

No, no me verán derramar lágrimas por la prisión provisional de los ex Consellers, como tampoco, cuando Bélgica tramite la euroorden, de Carles Puigdemont. Ya saben por qué. 


viernes, 6 de octubre de 2017

El lunes puede ser muy tarde


Y llegó el 1 de octubre con el peor de los escenarios. Un espectáculo ensayado, pre-orquestado perfectamente, coordinado entre unos Mossos cuyo mando les ordenó ignorar la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de precintar centros electorales –que hubiera evitado la mayor parte de los incidentes- y unas masas que acorralaron y provocaron a una Policía Nacional y Guardia Civil que sí acató la orden judicial durante toda la jornada, en el marco del operativo solicitado por la Fiscalía y coordinado por el Ministerio del Interior. El resultado, la antiestética imagen del policía retirando urnas entre unas masas embravecidas y de “votantes” heridos en su intento de votar. A favor o en contra de la Constitución, a pocos españoles no revolvió el estómago la vergüenza ante el desastre democrático que la jornada supuso, principalmente, por el espectáculo embarazoso que transmite al mundo no ya la intervención policial y sus cuatro imágenes más impactantes, sino el que se haya podido llegar hasta aquí en un país civilizado de Europa, en pleno siglo XXI, en una región rica y próspera con un grado de autogobierno que deja a la sombra a la práctica totalidad de las regiones de Europa.



Varios días después del desastre, en España comienzan a conocerse las vicisitudes de la jornada. De los 890 “heridos” (cifra a la ligera dada por válida y que, no debe olvidarse, se publicó por institución tan poco sospechosa de imparcialidad como el propio Govern catalán  que convocó el referéndum a sabiendas de su ilegalidad, embarcando a la mitad de Cataluña en  una coartada colectiva de difícil salida), trasciende que sólo 4 fueron hospitalizados, dos leves y dos graves, uno de ellos de un infarto mientras se producía un altercado.[1] Nadie niega lo evidente: hubo excesos que deben reprocharse y  nos entristecen. Notorios son y no revelo a nadie nada enumerándolos. Pero también hubo muchas otras cosas, que muchos diarios internacionales obvian y que, si tenemos algún apego a la verdad, es preciso difundir: innumerables imágenes falsas (como la del niño sangrando que correspondía a una intervención de los Mossos en 2012),[2]  declaraciones falsas y dirigidas como las de una mujer que afirmaba que un Policía Nacional “le había roto uno a uno varios dedos” y “le había agredido sexualmente” (ambos incidentes difundidos a la prensa internacional por Gerard Piqué y Ada Colau respectivamente) para luego admitir que lo primero en realidad era una capsulitis en un dedo y lo segundo “se lo había inventado por el calor del momento”,[3]  acoso, empujones, pedradas y provocaciones permanentes a los agentes buscando la foto,[4] niños que tenían que estar en su casa utilizados como escudos humanos,[5] intervención de los mismos hackers rusos que colaboraron con la victoria de Trump,[6] policías y guardias civiles hostigados con nocturnidad en sus habitaciones o camarotes,[7] cuando no directamente expulsados de sus propios hoteles o de poblaciones por turbas violentas y enloquecidas.[8]

Todo ello por no hablar del bochornoso adoctrinamiento de menores por parte de los servidores de la enseñanza pública catalana que, no contentos con explicar desde hace años Historia falsa en las aulas[9] o desterrar el castellano en la formación de los niños,[10] han demostrado una absoluta falta de escrúpulos esta semana al bombardear a los menores con propaganda de condena de “la policía asesina de ocupación española” (Guardia Civil y Policía Nacional comparten desde la creación del cuerpo de policía catalana o Mossos d’Esquadra las funciones policiales con dicho cuerpo, como en el País Vasco o Navarra). A nadie sorprende ya tampoco, en esta línea, que la manipulación sistemática de TV3 (cadena pública que, debiendo por ley ser plural y de todos, lleva ya años ofreciendo el tiempo detallado del sur de Francia y Andorra pero no del resto de la península),[11] haya emitido en su canal infantil un virulento alegato frente a esos policías invasores y violentos que oprimen al indefenso pueblo catalán.[12]

Lo siguiente, la declaración unilateral de independencia el próximo lunes, con única coartada en el teatro de referéndum que vimos el domingo: sin censo, sin órganos neutrales, sin autoridad electoral, sin sobres, sin identificación y cruce de datos para impedir el voto múltiple, mesas constituidas en casas particulares (como la de Anna Gabriel), sin quórum o participación mínima, incumpliendo hasta lo dispuesto por la propia norma ilegal que pretendía darle cobertura, sin campaña o participación alguna de los defensores del “SÍ” a la convivencia. ¿El resultado? Si en un achaque de ingenuidad tomáramos por válidos los datos recabados con estas carencias (lo que no sólo ofende a la inteligencia sino que ha sido desestimado expresamente por los propios “observadores” internacionales convocados por la Generalitat), el 30% de los catalanes (el 89.3% de 2.262.424 de votos, en una comunidad con 5.311.000 votantes en su censo), estaría independizando al 70% restante.

Frente a esto, podríamos hacer de nuevo un profuso y denso estudio de cómo la dejación de funciones del Gobierno en Cataluña durante décadas ha permitido que una minoría intolerante acapare la hegemonía política de la región, acorralando metro a metro a esa otrora aplastante mayoría de catalanes (ahora se sitúa, encuesta arriba, encuesta abajo, en la mitad) que aprobaron con mayor ímpetu que la media nacional –nada menos que un 91%- el proyecto democrático común en 1978. También podríamos proponer otro análisis, que haría correr ríos de tinta, sobre el porqué di dicha dejación (sin ir más lejos, lo traté en un reciente artículo este verano titulado “Franco no ha muerto”).[13]

Asimismo, podríamos abrir un debate sobre qué ha fallado en la gestión de la crisis por un Gobierno que ha permanecido impasible mientras se trasladaba la revuelta frente a la Constitución de los despachos a la calle. Que ha preferido enterrar la cabeza (muy característico de Mariano Rajoy, especialista en ignorar los problemas hasta que se pudren) mientras un President en rebeldía contra el orden democrático se convertía progresivamente en medio Parlament rebelde, en más de 700 alcaldes rebeldes, en 10.000 voluntarios del referéndum rebeldes, en más de un millón largo de ciudadanos participando en un atentado contra el principio de legalidad, el Estatuto de Autonomía de Cataluña, la Constitución Española y los fundamentos de cualquier democracia constitucional.

Posteriormente nos llevaríamos todos las manos a la cabeza ante las reacciones iniciales de la prensa internacional por la gestión de la crisis, acompañadas de un llamamiento al “diálogo” que, por definición, consideraba “interlocutor válido” a un Carles Puigdemont que ha acumulado ya al delito de desobediencia cometido aquel fatídico 6 de septiembre los de malversación de caudales y sedición, y que va camino del más grave tipo de rebelión si consuma el golpe mediante la declaración unilateral de independencia. En el marco de la Constitución, “dialoguen con el delincuente”, nos recomendaban desde la Comisión Europea, ante la estupefacción e indignación de buena parte de la ciudadanía española. ¿Y es que a nadie se le ha ocurrido que si cualquier demócrata de un Estado de Derecho en condiciones ve a dos políticos lanzarse bravuconadas, cada uno desde su respectiva sala de prensa, es incapaz de concebir que uno de ellos lleve un mes cometiendo delitos y anunciando otros a pecho descubierto, debiendo por tanto estar ya inhabilitado o en la cárcel? ¿Dónde está, entonces, el Estado de Derecho? Cualquier hijo de vecino a miles de kilómetros de distancia, en una Democracia que se precie,  no puede sino imaginar que ambos discrepan, dentro de la legalidad, en torno a una cuestión meramente política y los dos, por tanto, gozan si no de su buena parte de razón, desde luego de legitimidad para hablar desde su tribuna; ambos deberán, en consecuencia, dialogar para hallar una solución, como es deber de los políticos; ambos son “interlocutores válidos”. ¿Cómo hemos podido permitir este escenario?

Sin embargo, de nada sirve lamerse las heridas a menos de una semana de la declaración unilateral de independencia. Es preciso tomar las decisiones y habilitar los mecanismos que la Constitución española prevé para abortar este salto al abismo, antes de que sea demasiado tarde –quizá no para la recuperación del Estado de Derecho, pero ciertamente sí para que nos hagamos heridas que tomarán décadas en cerrar-. Actuar en defensa de la Constitución española, del Estatuto de Cataluña, del Estado de Derecho sin el cual no hay libertad posible.

En cuanto a Europa, sin perjuicio de la rectificación progresiva que las instituciones comunitarias y la prensa internacional han venido acometiendo según fluía la información hacia Bruselas y el resto del mundo, es preciso que tome nota de algo: “dentro de la Constitución” implica el respeto del principio de legalidad del artículo 9.3 (esto es, el sometimiento de ciudadanos y autoridades al ordenamiento jurídico del que surge su legitimidad –dentro del mismo, por supuesto, al Código Penal-), al principio de igualdad de todos los españoles del artículo 14 (esto es, que si yo cometo un delito asumiré mi responsabilidad penal y si Carles Puigdemont ha cometido tres ha de asumir la suya) y al artículo 155, calcado de la Constitución alemana, que establece claramente que si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, el Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones.

En este sentido, proteger legítimamente, con la Constitución en la mano, a los millones de catalanes que quieren seguir siendo españoles, que no quieren un billete sin retorno fuera de la Unión Europea y del Estado de Derecho -ni mucho menos para entregarse a una República Catalana fracturada, marginada internacionalmente, quebrada económicamente y en manos de las CUP- no es una opción, sino un deber inaplazable del Gobierno. Un deber que el propio Rey tuvo que recordarle ante su inacción el pasado martes. Ya hemos llegado tarde a la primera vía, permitiendo que el conflicto se extendiera a la sociedad. No lleguemos tarde también al artículo 155. Cada día que pasa puede hacer insuficiente el mismo y necesario el estado de excepción.

Me sumo a la demanda de tantos españoles de toda clase y condición: si Mariano Rajoy no se atreve a cumplir su juramento, a defender la Constitución y el marco de convivencia que ha garantizado los mejores 40 años de nuestra historia, que deje paso.



viernes, 22 de septiembre de 2017

El voto antidemocrático

https://oglobo.globo.com/mundo/artigo-catalunha-voto-antidemocratico-21855814



Publicado en O Globo, Río de Janeiro, 22 de septiembre de 2017.

Versión en español:

Todos los ciudadanos apreciamos la Democracia, la defendemos, pero… ¿sabríamos definirla? Una definición apresurada aludiría a su elemento más reconocible: Democracia es votar. Y, sin embargo, ¿siempre lo es? ¿Es democrática una nación en que una mayoría (racial, religiosa, ideológica o social), a través de una votación, discrimina, vulnera los derechos fundamentales o esclaviza a una minoría? No; no hay Democracia en la “tiranía de la mayoría” (Madison), pero tampoco sin separación de poderes. Por supuesto, tampoco puede haberla sin respeto a la ley democrática; puede haber leyes sin Democracia, pero no existe Democracia sin ley.

En la tierra de mi abuela, Cataluña, el “referéndum” del 1 de octubre se ha convocado vulnerando no sólo la Constitución española, que garantiza desde hace hace décadas los derechos fundamentales y la convivencia democrática en España (no olvidemos, una de las naciones más antiguas de Europa y del mundo), sino la propia legalidad catalana y su norma fundamental: el Estatuto de Autonomía de Cataluña, que, precisando de una mayoría de 2/3 para su reforma, ha sido dilapidado el pasado 6 de septiembre por una mayoría parlamentaria que ni alcanza dicha cifra ni tan siquiera supera en votos a los partidos de la oposición. Todo ello incumpliendo los trámites parlamentarios, vulnerando los derechos fundamentales de la oposición y desoyendo al Tribunal Constitucional y el Consejo de Garantías, esgrimiendo un derecho de autodeterminación que la ONU sólo reconoce a las naciones colonizadas u oprimidas, y que tan sólo Sudán, Etiopía y Uzbekistán reconocen a sus regiones. 

Todas las naciones modernas y prósperas reconocen el principio de soberanía nacional: la incapacidad de los territorios de separarse unilateralmente, al no poder disponer una “parte” sobre el “todo”; el Tribunal Supremo estadounidense lo advirtió hace 100 años a Texas, y el Tribunal Constitucional alemán este año hizo lo propio con Baviera. Votar es democrático, pero hacerlo vulnerando los derechos de la minoría parlamentaria, desobedeciendo a los tribunales y vulnerando el Estado de Derecho no puede, jamás podrá, ser democrático. Es otra cosa.

martes, 8 de agosto de 2017

Franco no ha muerto

Curioso resulta el efecto que un ya lejano Franquismo –este año se cumplen 40 de las primeras elecciones de la Transición- sigue desplegando, cual negras alas, sobre una parte relevante de la sociedad española. Un efecto perverso, absurdo y no desprovisto de un considerable grado de paranoia, consistente en que las posiciones políticas o históricas se calculan en virtud de su distancia con el difunto “Generalísimo”. Franco ha muerto, sí, pero sigue condicionando la actualidad y el posicionamiento político cual vértice geodésico (mudo e invisible, pero siempre presente) desde el cual se calibran las propias ideas, las convicciones políticas e incluso históricas, en la España del siglo XXI.



Sólo así pueden explicarse –y mucho me costó entenderlo, desde la claridad de la distancia con que una ciudad de West Yorkshire me obsequió hace unos años- fenómenos paranormales endémicos de España y que desde el exterior causan en el mejor de los casos curiosidad, en el común de ellos sencilla incomprensión y, en los extremos más graves, abierta incredulidad. Hablo, por supuesto, de fantasmas como aquél que planea sobre una bandera con más de doscientos años de historia (cuya invención, sorprendentemente, se atribuye por algunos -aún hoy- a una dictadura que comenzó su andadura hace 78 años), o sobre el descubrimiento y colonización española de Latinoamérica, hecho histórico sin el cual es sencillamente incomprensible el mundo actual y tantas veces reducido (por iluminados que, en absoluta falta de perspectiva histórica -por no decir lisa y llana ignorancia- pretenden juzgar el pasado con los ojos del presente) a un despiadado, brutal y sistematizado genocidio de indígenas americanos. La operación mental es sencilla: Franco exaltó la gloria del pasado Imperio, ergo, en lógico y matemático silogismo hipotético, un imperio fundado 400 años antes del nacimiento del Dictador era en realidad una gran operación franquista. 

No obstante, las más graves y patentes manifestaciones de este vértice político invisible –Franco- y sus efectos en la actualidad política española se aprecian en todo lo relacionado con nacionalismos y regionalismos. La diferencia con nuestros socios europeos no se refiere a la existencia de dichos movimientos –y ahí están flamencos, alsacianos, bretones, bávaros, silesios, frisos, escoceses, galeses, norirlandeses, mirandeses y “padanos” como pruebas vivientes- sino en cuanto a la actitud de los partidos de gobierno ante los mismos. Franco configuró un Estado centralista, motivo por el cual el centralismo, en aplicación del mismo silogismo anterior, es también abiertamente fascista y franquista y, en la misma lógica, cuanto menos se aprecia el centralismo más progresista y demócrata se es (por supuesto, desde esta perspectiva, la República Francesa es un perfecto ejemplo de fascismo en la Unión Europea). 

Es por este motivo que en España, curiosa patología, una parte relevante de la sociedad (y, en particular, de la izquierda política) acepta sin sonrojarse -cuando no defiende con ahínco- una vergonzosa desigualdad de derechos y obligaciones entre ciudadanos del mismo país (véase los privilegios fiscales de País Vasco y Navarra), pero consideraría intolerable y retrógrada la devolución de competencias que garantizan la igualdad de oportunidades -como Sanidad o Educación- a la Administración General del Estado. Sólo en España sería posible concebir que, en una conferencia en la que el primer ponente fuera un flamante y convencido nacionalista que reclamara el otorgamiento de privilegios y prebendas a su región por encima del resto de ciudadanos del país, y el segundo ponente otra persona que abogara por la recuperación por el Estado de determinadas competencias en garantía de la igualdad de los ciudadanos o la eficacia de la actuación pública, el segundo de ellos corriera con mayor riesgo de ser reprobado por fascista o reaccionario que el primero. Esto es, en España es más políticamente correcto exigir el privilegio y la discriminación para una parte que defender la igualdad de derechos para el todo. 


En similares términos, habiendo sido ya advertidos internacionalmente -por tan reconocidos nacionalistas españoles como los historiadores británicos- de que la Generalitat de Cataluña adoctrina en Historia falsa en sus libros de texto (describiendo, por ejemplo, la guerra de sucesión de 1714 como una “conquista” por “España” de Cataluña), no se reacciona en defensa de la verdad histórica. ¿El motivo? Una intervención de la Alta Inspección del Estado que combatiera la propagación a los más débiles de abiertas y burdas mentiras sería a buen seguro abiertamente tildada de “fascista”. En cambio, como efecto de la descrita patología sociológica, la manipulación  de la Historia por el nacionalismo catalán -al más puro estilo de “1984”- será, por supuesto, considerada mucho más compatible con la Democracia que la recuperación a nivel nacional de unas competencias arbitrariamente ejercidas. 

En la misma línea, con la Generalitat de Cataluña en abierta rebeldía desde hace más de dos años -salvo en lo que se refiere a poner la mano al FLA por miles de millones de euros financiados por el resto de españoles-, resulta evidente que una hipotética aplicación del artículo 155 de la Constitución, en salvaguarda de una legalidad constitucional que costó casi 200 años de guerras civiles conseguir, será considerada por gran parte del pueblo español como “reaccionaria” o “fascista” frente al desafío al Estado de Derecho por una institución constitucional –El Govern- cuyo poder nace precisamente del Estatut y la Constitución que ahora se pretenden dilapidar. La defensa de una democracia con base en los propios mecanismos constitucionales de la misma es, exclusivamente en España, más democráticamente reprochable que el propio desafío a la misma. ¿El mundo al revés? No, sencillamente el efecto de ese vértice invisible que todo lo condiciona, todo lo distorsiona, en la política española. 

Se equivocaba Arias Navarro: Franco sigue vivo en cada trinchera ideológica, en cada una de las posiciones políticas asumidas por la ciudadanía sin sentido crítico, sin criterio propio y racional. Sigue vivo en cada una de las verdades políticamente incorrectas que no pueden defenderse por acción del efecto descrito, y en cada uno de los mitos y mantras que asumimos las sucesivas generaciones sin contrastar, sin siquiera cuestionar, en un relato de buenos y malos siempre utilizado a conveniencia por los líderes de turno.

No, Franco no ha muerto. No lo hará mientras no nos atrevamos a sacudirnos su larga sombra de la espalda y comencemos a caminar, a pensar, en libertad, por nosotros mismos. ¿Seremos capaces?

lunes, 22 de mayo de 2017

Los lejanos Pirineos


Resuena todavía el eco de las miles de voces, entre las que se encuentra la mía propia, que celebraron la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas. Dicha victoria lo es, en último término, de la Francia que conocemos y, muy especialmente, de una unión entre europeos que el pasado verano sufriera su más profunda e ineseperada herida: el final y fatal abandono del barco por los británicos.

Soplan, pues, vientos esperanzadores al norte de los Pirineos. El triunfo de la reforma frente a la revancha, de la cooperación sobre el enfrentamiento, supone un espaldarazo para todos aquellos convencidos de que el Estado de Derecho, la Democracia y los valores liberales de nuestra sociedad tan  sólo pueden defenderse eficazmente, ante los retos del siglo XXI, en el contexto de una Unión Europea fuerte, eficaz y, sobretodo, existente. En este último campo en particular, no puede ni debe desdeñarse el insustituible rol de la República Francesa; a nadie escapa que Francia y el pueblo francés suponen la argamasa indiscutible de los pueblos del viejo continente, el término medio –en muchos sentidos- entre los países mediterráneos de tradición católica –herederos del antiguo imperio romano y su lengua latina- y los pueblos anglosajones, bálticos y germanos, de tradición fundamentalmente luterana, donde la presencia romana fue circunstancial o limitada a la protección de los limes –fronteras- del Imperio. Sin la perspectiva que otorga una distancia que puede ser mucha (Europa es, en realidad, un minúsculo rincón geográfico en la superficie habitada del planeta) resulta verdaderamente inconcebible unión alguna entre pueblos occidentales pero sin duda muy distintos como el griego y  el holandés, el finés y el croata, el portugués y el polaco, el irlandés y el español. Francia es, sin duda, el corazón de Europa occidental, y así como aún puede concebirse una Unión Europea “continental” tras la reciente y dolorosa amputación del Reino Unido, resulta del todo imposible imaginar proyecto colectivo europeo alguno sin la pertenencia y liderazgo de la patria de Víctor Hugo.
Resulta envidiable el espíritu de renovación que se respira estos días en el país vecino, que ha ofrecido su mejor cara ante los oscuros nubarrones de su peor amenaza, un Frente Nacional capaz de aglutinar un 33,9 % de los votos, apostando por un proyecto integrador, europeísta y realista, frente a las seductores promesas del más detestable populismo. Un proyecto que respaldaron expresa y públicamente los líderes conservador y socialista, tras descolgarse de una segunda vuelta, en un ejercicio de envidiable realismo, sensatez, generosidad y patriotismo.

Es ese gesto, y el significado que esconde, el que despierta estos días mi más sincera y sana envidia como ciudadano. Al otro lado de los Pirineos, resulta en estos tiempos inimaginable imagen similar. Un Partido Socialista todavía descolocado ante la irrupción de su bestia negra –o más bien morada-, acosado aún por los rubores que todavía le produce una abstención en la investidura de Mariano Rajoy a la que no existía alternativa plausible, ha resultado en estas últimas semanas del todo inútil a los españoles que sufragan sus cargos públicos, encadenándose de nuevo a una negativa incondicionada y ab initio a negociar los presupuestos. De perfil ante el debate presupuestario, acobardado por el qué dirán desde una extrema izquierda incapaz de salir de la trinchera guerracivilista, el Partido Socialista ha preferido ver desfilar victoriosas, nuevamente, las banderas del privilegio y la desigualdad entre españoles a actuar con sentido de estado y negociar “mejoras” sociales en beneficio de la ciudadanía española.
Para los españoles que no queremos ciudadanos –ni comunidades autónomas- de primera y segunda clase, que no aspiramos a ser más que el resto de españoles pero exigimos no serlo menos, estamos sin duda ante una nueva derrota. La igualdad y solidaridad entre ciudadanos de un mismo país –y la Constitución con ellas- se ven de nuevo defenestradas en el altar del chantaje político nacionalista, entre las cínicas sonrisas de unos representantes del egoísmo territorial que, puntuales siempre a la cita, acuden a la casa de todos para interesarse exclusivamente por el  “qué hay de lo mío”. Ocultando su responsabilidad directa en la situación, los portavoces del Partido Socialista capearon estas semanas el elefante en la sala ironizando sobre qué diría el Partido Popular ante un pacto similar entre PSOE y nacionalistas, como si ni fuera con ellos.
Poca esperanza a este respecto ofrecen los resultados de las primarias socialistas del pasado domingo, que han reinstaurado en su trono al candidato del “no es no”, del “ellos o nosotros”, del conmigo o contra mí. La década se agota y corren malos tiempos para el debate constructivo, el diálogo productivo, el consenso mínimo, el acuerdo necesario.

¡Qué lejos quedan los Pirineos en ocasiones!