Sin duda una de las
imágenes que más me ha repugnado siempre es esa en que la multitud, cual manada
de hienas, hace leña –o directamente astillas- del árbol caído. La del
condenado, derrotado ya, que avanza penosamente hasta ese cadalso entre las más
grotescas, desmedidas y cobardes acometidas de ese género de miserables sólo
osados y embravecidos ante el indefenso, ante el desahuciado, ante el
desesperado que no puede defenderse.
Apartando de la escena la
pena capital, la escena nos acompaña en ocasiones en nuestros días y
probablemente nos acompañará, triste Humanidad, hasta el fin de los tiempos.
Siempre habrá dignidad, siempre habrá coraje y valentía, como siempre habrá
mezquindad, cobardía y desvergüenza.
Por eso hoy hace seis días
recibí con agrado la escena en la Plaza de la Villa de París, en que la gran
mayoría de los congregados para recibir a los ex Consellers imputados en su
entrada a la Audiencia Nacional eran independentistas afincados o trasladados ex profeso a la capital. No es que me
agradara contemplar el escaparate de autocomplacencia de los expedidores de
carnets de democracia sin ley –oxímoron donde las haya-, ni a la mitad de un ex
Gobierno autonómico citado a vérselas con la Justicia, pero más me hubiera
desagradado el espectáculo de la turba revanchista esperando para escupir en la
cara a los equivocados, a los derrotados, pero que han tenido la suficiente
dignidad de acudir ante la balanza y la espada sin refugiarse en tierras
extranjeras o tras la falda de asesores de terroristas fugitivos.
Hubo algún grito, sí,
también algún escaso congregado dispuesto a recibir a los autores del segundo
golpe de Estado a nuestra Constitución y sistema democrático, como también hubo
dos solitarios personajes que torearon ya de noche los furgones de la Guardia
Civil que trasladaban a la prisión de Estremera a parte del antiguo Govern; y
sin embargo, no hubo atisbo alguno de esa turba repugnante y desmedida, de la
zanahoria y el tomate, que algunos hubieran deseado para aderezar el eterno victimismo.
Y, por qué no decirlo, me alegro profundamente. Los que creemos profundamente
en la Justicia del Estado de Derecho renunciamos sin dudarlo a la adrenalina y
la pasión de los juicios salomónicos a cambio del proceso reglado y aburrido,
generalmente largo y pausado, pero no obstante justo, garantista y respetuoso.
No me verán brindar con
champán la prisión provisional de los ex consejeros, ni correrme una juerga de celebración
revanchista, pero tampoco, ténganlo por seguro, me verán llorar lágrimas de
cocodrilo; fundamentalmente porque creo firmemente en el Estado de Derecho y el
principio de legalidad, al que se deben todos, absolutamente todos, los poderes
públicos. Pero también por un motivo algo menos filosófico, más sencillo: lo
sabían. Por supuesto que lo sabían.
Sabían ya en su día que Rodríguez
Zapatero necesitaba al PSC para ganar las primarias, y que el mismo necesitaría
al nacionalismo catalán para gobernar ante el vuelco electoral del PP que
siguió a los atentados de Atocha. Nadie hablaba de un mayor autogobierno en
Cataluña, una de las regiones más descentralizadas –con diferencia- de Europa,
pero para el nacionalismo era imperiosamente necesario un nuevo Estatuto de
autonomía.
Sabían perfectamente que el
proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía chocaba frontalmente en muchos de
sus preceptos con la Constitución Española, pero lo aprobaron a través del
Parlament y lo sometieron a referéndum porque era mejor alimentar el victimismo
con un choque frontal entre Cataluña y la Constitución, creando una ficticia
brecha entre el treinta y cinco por ciento de catalanes –del censo- que votaron
a favor de la reforma del Estatuto y aquel ordenamiento constitucional que esos
mismos catalanes aprobaron con un sesenta y seis por ciento. Mucho mejor,
claro, que respetar la Constitución o promover una reforma que pudiera dar
cabida a sus aspiraciones.
Sabían que el Estatuto de
Cataluña tan sólo fue, tras los retoques y correspondiente aprobación en las
Cortes, anulado en catorce artículos, inequívocamente inconstitucionales
–huelga decir-, por el Tribunal Constitucional (interpretando otros tantos)
pero lo vendieron como una derogación total, una afrenta a la ciudadanía
catalana y una quiebra del autogobierno.
Sabían que las embajadas en
medio mundo, la asunción y dúplica de todas las competencias, los salarios
estratosféricos –el President cobra más del doble que el Presidente del
Gobierno-, el coste del leviatán mediático de TV3 y sus repetidores en Valencia
y Baleares, las subvenciones millonarias a medios de comunicación, el innecesario
quinto nivel administrativo –las comarcas-, la corrupción sistemática de
Convergencia, el agujero de Spanair y el sinfín de empresas y organismos
públicos hacían difícil la viabilidad económica de la Comunidad Autónoma, pero
cuando la crisis azotó y tocó meter la tijera a los servicios públicos la culpa
fue del resto de españoles. Sí, del resto de españoles que acudimos a su
rescate mediante un Fondo de Liquidez Autonómica que sigue nutriendo con miles
de millones anuales las deficitarias balanzas de la Generalitat: España, no tengan
la menor duda, ens roba.
Sabían en Convergencia que
el escándalo del tres –¿cuatro, cinco? - por ciento de mordidas en las obras
públicas de la Comunidad, durante décadas, les estallaría a todos en la cara,
que mientras Jordi Pujol arengaba a las masas con un supuesto maltrato fiscal a
Cataluña se llevaba maletines a Andorra. Sabían que el secreto bancario se
hallaba cercano a su fin el país pirenaico, y que caerían todos como fichas de
dominó: así que se entregaron a los brazos del independentismo para cubrir con
una gran estelada su corrupción, su desastre económico, su vergüenza.
Sabían que la “indivisibilidad
de la nación española” proclamada en la Constitución y la competencia estatal
en la materia -Ley del Referéndum- hacían ilegal un referéndum de secesión, que
el Derecho internacional no avalaba un supuesto derecho de autodeterminación de
regiones autónomas ricas en países democráticos, así que llamaron a la primera
“consulta” y al segundo “derecho a decidir”, y tiraron para adelante.
Sabían que el Tribunal
Constitucional había anulado la declaración de soberanía del Parlament, dado
que la Constitución Española, como cualquier otra, sólo reconoce a un Soberano:
el Pueblo español, del que emanan todos los poderes del Estado –incluida la
Generalitat y su autogobierno-. Sabían que el referéndum del 9 de noviembre de 2015
era ilegal, pero lo convocaron y celebraron pese a ello. Comenzaba el desafío a
la Constitución.
Lo sabía el ex President
Mas cuando declaró en una rueda de prensa, desafiante, que si buscaban un responsable
por el 9N “sólo había uno, él”, para luego defender ante Tribunal Supremo,
donde declaró bien asesorado por sus abogados, que él no dirigió nada, que lo
habían hecho “los voluntarios”; voluntarios a los que luego pediría que
sufragaran de su bolsillo los seis millones de euros de fianza que el Tribunal
de Cuentas le requirió y a que ascendió el dinero público malversado para la
organización de la consulta ilegal con dinero de todos los españoles.
Sabían que una Cataluña
independiente saldría de la Unión Europea –así lo llevan advirtiendo durante
años todos los líderes de la Unión-, pero prometieron que permanecerían; como
también sabían que se daría la fuga de empresas de estos últimos meses –más de 2.000,
incluídos todos los bancos y empresas catalanas del IBEX, salvo una- pero
tildaron de locos, agoreros y traidores a aquellos que lo denunciaron.
Sabían que las elecciones
que siguieron no eran plebiscitarias, sino autonómicas, pero juraron que una
victoria en votos supondría el título habilitante para la independencia. No
sabían, eso sí, que las perderían en votos frente a los opuestos a la
independencia.
Sabían que habían perdido
su presunto plebiscito, así que dejaron caer de su boca la “mayoría en votos”
para hablar de la “mayoría parlamentaria” (efecto perverso de una injusta Ley
Electoral nacional que siempre ha penalizado el voto urbano y premiado el de
los reductos rurales del independentismo). Para los curiosos, Cataluña es la
única Comunidad sin ley electoral propia, que se abraza a la ley general supletoria
por su poderoso e histórico efecto favorable al nacionalismo.
Sabían entonces,
contrariamente a lo que decían, que no podían declarar la independencia en 18
meses, y que el apoyo al independentismo se desplomaba mes a mes ante el engaño
de la presunta mayoría que nunca lo fue… así que volvieron de nuevo al
referéndum unilateral, esta vez no a escondidas, sino a pecho descubierto, y lo
convocaron con más de un año de antelación para el 1 de octubre de 2017.
Sabían que era ilegal, que
el Tribunal Constitucional había apercibido expresamente de la posible comisión
de delitos ante el intento de quiebra unilateral del marco constitucional, que
no contaban con una mayoría de catalanes, pero decidieron seguir adelante y
aprobar la Ley del Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional
de la República Catalana –¡aprobada antes del propio referéndum!-.
Sabían que no cabía aprobar
en lectura única ambas leyes –tramite que permitiría aprobar las mismas sin los
garantistas y necesariamente prolongados trámites parlamentarios-, que el
Consejo de Garantías Estatutarias había declarado ilegal tal posibilidad, así
que reformaron el Reglamento de la Cámara pese a las advertencias de su
infracción del Estatuto y la Constitución.
Sabían la señora Forcadell,
Presidenta del Parlament -y antes de la ANC-, y el resto de los miembros de la
Mesa que el Tribunal Constitucional les había apercibido expresamente de su
deber de no tramitar proposiciones de ley claramente inconstitucionales. Lo sabían, porque
el Consejo de Garantías Estatutarias les había advertido de la ilegalidad en
que iban a incurrir, porque los Letrados del Parlament se negaban a publicar
las dos normas en el Boletín Oficial, así que la Presidenta Forcadell decidió
hacer lo propio por ella misma.
Sabían que el referéndum no
se podría celebrar, pero decidieron seguir adelante, nombrando a un nuevo Major
de los Mossos con menos escrúpulos que el anterior e intentando convertir –con
bastante éxito- al cuerpo en una policía política al servicio de su partido.
Fomentaron su pasividad, y orquestaron el asedio (destrucción de coches
incluida) a la Guardia Civil y la Secretaria Judicial que cumplían con la orden
del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Mantuvieron más de 19 horas a la
Comisión Judicial encerrada por la turba convocada por la ANC y Omnium,
dirigida y arengada por los presidentes de ambas organizaciones, que
chantajearon a la Secretaria Judicial para forzarla a abandonar la investigación
y hoy duermen en Soto del Real, autodenominándose “presos políticos”.
Sabían que el referéndum no
se celebraría con garantías, que la gente votaba sin identificar y en ocasiones
hasta cuatro veces, que no había sobres, ni censo ni autoridades neutrales,
pero habían decidido de antemano –así consta en los papeles que requisó la
Policía días antes del 1 de octubre- que
necesitaban 2.200.000 votos y que el dispositivo policial serviría de coartada
a otros 800.000 que se habrían quedado en casa por el caos de la jornada.
Sabían que bloqueando la
entrada a los colegios a la Policía y la Guardia Civil -que actuaban en
ejecución de la orden del TSJ de Cataluña ante la espantada de los Mossos al
mando de JXSí- y provocándola en su actuación tendrían posibilidades de obtener
–como lo hicieron- la imagen esperada, la de la “pacífica” gente intentando
votar frente a la policía opresora. Sabían que, aunque la mayor parte de las
intervenciones fueran ejemplares, alguna saldría mal, alguna permitiría captar
a los cientos de miles de teléfonos la imagen adecuada que retransmitir en su
grito de auxilio a la comunidad internacional. Sabían que ancianos y niños no
pintaban nada en medio de aquello, que podían ponerles en peligro, pero les
animaron y sacaron de casa para poder alimentar el relato y el victimismo.
Sabían que el referéndum
había sido un desastre, un teatro de triste guión y ninguna legitimidad
democrática –como así lo reconocieron los propios observadores internacionales
que se prestaron a acudir- pero proclamaron ellos mismos, con toda la pompa e
incumpliendo su propia Ley del Referéndum (la sindicatura electoral que
debía hacerlo se disolvió como un azucarillo ante la amenaza de multa por el
TC) los “resultados” del referéndum que curiosamente coincidían con la cifra
encontrada en los papeles de la consejería de economía semanas antes: 2.200.000
de votos favorables, un 90% de los votantes –de un censo de 5.800.000, eso sí-.
Sabían que no tenían la
legitimidad democrática que esgrimían, y que el Presidente del Gobierno no
podía negociar –no está entre sus potestades, y menos aún sin una previa
reforma constitucional- la independencia de Cataluña, pero escenificaron una
mano tendida que nadie se tragó.
Sabían que en un Estado
democrático de Derecho caben, y así lo reconoció expresamente el Tribunal
Constitucional, todas las reivindicaciones políticas, pero que estas deben
hacerse y en su caso lograrse mediante las mayorías necesarias, mediante los
cauces habilitados por el Derecho y que -para prevenirnos de la tiranía de la
mayoría- no siempre coinciden con la mitad más uno (que ni siquiera alcanzan) de
una comunidad autónoma.
Sabían que el cauce legal y legítimo –si bien
difícil- era promover la reforma
constitucional a instancia de la Generalitat, convencernos al resto españoles
de la necesidad de trocear la soberanía nacional y, votado el referéndum que
habilitase dicha reforma, y una vez concluida la misma proceder a elaborar en
su caso las normas dirigidas al referéndum pactado de secesión. Sabían que, en
otro caso, y del mismo modo que si el candidato que más ganas tenga de gobernar
España no puede hacerlo –mal que le pese- sin el apoyo de una mayoría
suficiente, no había otra opción que argumentar, perseverar, esperar. Así es la
vida, y la democracia.
Sabía Puigdemont (hasta
Urkullu se lo dijo) que la separación de poderes hacía imposible que Mariano
Rajoy levantase el teléfono para ordenar a la Magistrada Lamela excarcelar a los “Jordis”,
que el indulto sólo puede concederse tras la condena firme, pero decidió
traicionar la palabra dada a Iceta, Urkullu y Vila de convocar elecciones y en
su lugar consumar el golpe.
Sabían que el atajo que
prometían era una quimera, y que declarar unilateralmente la independencia era
un delito grave –en el menor de los casos de sedición-, que suponía un golpe a
la Constitución penado por el Código Penal con largas penas de cárcel, pero
decidieron seguir adelante y votar con medio Parlament vacío –ese en el cual la
mayoría representa a menos catalanes que la oposición-, pompa y Segadors
mediante, la declaración de independencia de la República Catalana.
Sabían que, después de
cesados en virtud del artículo 155, continuar escenificando que constituían el
Govern, como hicieron y publicaron en las redes, suponía un delito de usurpación
de funciones, que unido a la huida a Bélgica de Puigdemont –dejando en la
estacada a medio ex Govern- sólo aumentaba el riesgo de que el magistrado
encargado de las medidas cautelares advirtiera el riesgo de fuga y reiteración
delictiva y acordase en consonancia la prisión provisional.
Después, claro, vinieron
las lágrimas de cocodrilo y la condena de la “deriva represora” del Estado de
Derecho, así como las vergonzosas acusaciones de “presos políticos”, como si
alguno de los ex Consellers se encontrara en la cárcel por sus ideas políticas
(compartidas al menos por un millón y pico de catalanes independentistas que
hoy duermen en sus casas) y no por su actos libres, conscientes, reiterados y
largamente deliberados. Y con la decisión de un juez independiente, inamovible
y responsable de por medio, claro está.
Hoy saben que la decisión
sobre la prisión provisional no corresponde al Gobierno ni a un Parlamento
autonómico, pero la exigen a gritos en Bruselas -donde nadie les recibe- y la
llevan en su programa electoral.
No, no me verán derramar
lágrimas por la prisión provisional de los ex Consellers, como tampoco, cuando
Bélgica tramite la euroorden, de Carles Puigdemont. Ya saben por qué.
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