lunes, 22 de mayo de 2017

Los lejanos Pirineos


Resuena todavía el eco de las miles de voces, entre las que se encuentra la mía propia, que celebraron la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas. Dicha victoria lo es, en último término, de la Francia que conocemos y, muy especialmente, de una unión entre europeos que el pasado verano sufriera su más profunda e ineseperada herida: el final y fatal abandono del barco por los británicos.

Soplan, pues, vientos esperanzadores al norte de los Pirineos. El triunfo de la reforma frente a la revancha, de la cooperación sobre el enfrentamiento, supone un espaldarazo para todos aquellos convencidos de que el Estado de Derecho, la Democracia y los valores liberales de nuestra sociedad tan  sólo pueden defenderse eficazmente, ante los retos del siglo XXI, en el contexto de una Unión Europea fuerte, eficaz y, sobretodo, existente. En este último campo en particular, no puede ni debe desdeñarse el insustituible rol de la República Francesa; a nadie escapa que Francia y el pueblo francés suponen la argamasa indiscutible de los pueblos del viejo continente, el término medio –en muchos sentidos- entre los países mediterráneos de tradición católica –herederos del antiguo imperio romano y su lengua latina- y los pueblos anglosajones, bálticos y germanos, de tradición fundamentalmente luterana, donde la presencia romana fue circunstancial o limitada a la protección de los limes –fronteras- del Imperio. Sin la perspectiva que otorga una distancia que puede ser mucha (Europa es, en realidad, un minúsculo rincón geográfico en la superficie habitada del planeta) resulta verdaderamente inconcebible unión alguna entre pueblos occidentales pero sin duda muy distintos como el griego y  el holandés, el finés y el croata, el portugués y el polaco, el irlandés y el español. Francia es, sin duda, el corazón de Europa occidental, y así como aún puede concebirse una Unión Europea “continental” tras la reciente y dolorosa amputación del Reino Unido, resulta del todo imposible imaginar proyecto colectivo europeo alguno sin la pertenencia y liderazgo de la patria de Víctor Hugo.
Resulta envidiable el espíritu de renovación que se respira estos días en el país vecino, que ha ofrecido su mejor cara ante los oscuros nubarrones de su peor amenaza, un Frente Nacional capaz de aglutinar un 33,9 % de los votos, apostando por un proyecto integrador, europeísta y realista, frente a las seductores promesas del más detestable populismo. Un proyecto que respaldaron expresa y públicamente los líderes conservador y socialista, tras descolgarse de una segunda vuelta, en un ejercicio de envidiable realismo, sensatez, generosidad y patriotismo.

Es ese gesto, y el significado que esconde, el que despierta estos días mi más sincera y sana envidia como ciudadano. Al otro lado de los Pirineos, resulta en estos tiempos inimaginable imagen similar. Un Partido Socialista todavía descolocado ante la irrupción de su bestia negra –o más bien morada-, acosado aún por los rubores que todavía le produce una abstención en la investidura de Mariano Rajoy a la que no existía alternativa plausible, ha resultado en estas últimas semanas del todo inútil a los españoles que sufragan sus cargos públicos, encadenándose de nuevo a una negativa incondicionada y ab initio a negociar los presupuestos. De perfil ante el debate presupuestario, acobardado por el qué dirán desde una extrema izquierda incapaz de salir de la trinchera guerracivilista, el Partido Socialista ha preferido ver desfilar victoriosas, nuevamente, las banderas del privilegio y la desigualdad entre españoles a actuar con sentido de estado y negociar “mejoras” sociales en beneficio de la ciudadanía española.
Para los españoles que no queremos ciudadanos –ni comunidades autónomas- de primera y segunda clase, que no aspiramos a ser más que el resto de españoles pero exigimos no serlo menos, estamos sin duda ante una nueva derrota. La igualdad y solidaridad entre ciudadanos de un mismo país –y la Constitución con ellas- se ven de nuevo defenestradas en el altar del chantaje político nacionalista, entre las cínicas sonrisas de unos representantes del egoísmo territorial que, puntuales siempre a la cita, acuden a la casa de todos para interesarse exclusivamente por el  “qué hay de lo mío”. Ocultando su responsabilidad directa en la situación, los portavoces del Partido Socialista capearon estas semanas el elefante en la sala ironizando sobre qué diría el Partido Popular ante un pacto similar entre PSOE y nacionalistas, como si ni fuera con ellos.
Poca esperanza a este respecto ofrecen los resultados de las primarias socialistas del pasado domingo, que han reinstaurado en su trono al candidato del “no es no”, del “ellos o nosotros”, del conmigo o contra mí. La década se agota y corren malos tiempos para el debate constructivo, el diálogo productivo, el consenso mínimo, el acuerdo necesario.

¡Qué lejos quedan los Pirineos en ocasiones!

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