miércoles, 16 de diciembre de 2015

¿Vencerán los locos?

Hay momentos coyunturales en la historia de los países. Momentos que definen la trayectoria de las naciones en la Historia. La revolución en la vieja Francia del antiguo régimen, las marchas de Garibaldi hacia la final reunificación italiana, la aprobación por los constitucionalistas americanos de su texto fundamental, la caída del muro entre las dos Alemanias…

No son sólo estos, sin embargo, los hitos que llevan a una nación hacia el éxito y el progreso. También está, importante en igual y a veces en mayor medida, esa lucha silenciosa, constante, ingrata, de personas cuyos esfuerzos y méritos no aparecerán en los libros de Historia, ni probablemente en ningún periódico de gran cobertura, pero que conducen a una comunidad hacia la mejora común. Una lucha desinteresada y siempre impagada, sin objetivos finales salvo la defensa de los propios principios; y, sin embargo, fundamental para la sociedad en la que surge. La gran desconocida. La madre que lucha por reemplazar al mediocre director de un colegio desbordado por el fracaso escolar, el médico que dedica horas añadidas a ayudar a un paciente al que podría despachar con un alta, el científico que se deja la piel para mantener viva una investigación de la que no va a obtener beneficio alguno, salvo quizá una palmada en la espalda de algún director general que se atribuirá sus méritos, el ciudadano que defiende sin tregua el patrimonio histórico o natural que otro pelotazo urbanístico pretende destruir para siempre…

Son esas pequeñas luchas, esas batallas individuales, las que en ocasiones marcan el progreso –no necesariamente económico- de las sociedades. Cada uno la suya, muchas veces solos, muchas veces en vano, pero otras muchas condicionantes del futuro de otros muchos. Un país dirigido por los mejores políticos, pero desprovisto de ese impulso individual, de esa lucha desconocida e ingrata, puede tardar poco en irse al garete.

Lo cierto es que en España venimos siendo testigos del efecto contrario. Un país cuya sociedad civil se ha movilizado para ayudar a los más débiles de una crisis brutal –todavía viva-, que ha desvastado la clase media y nos ha llevado a la cola de la OCDE en términos de igualdad. Un lugar en que las familias ayudan a sus miembros lejanos, soportando entre todos el peso de una aterradora cifra de desempleo que haría tambalear los pilares de estados más prósperos pero menos solidarios.  Una comunidad que ha sabido hacer frente y derrotar a un terrorismo afincado durante décadas. Un país líder en el mundo en donaciones de órganos. Un país que, azotado brutalmente por la crisis, es admirado en toda Europa por ser precisamente aquél en que los extremismos todavía son incapaces de cuajar ¿Tenemos, de verdad, los gobernantes que merecemos? ¿Estamos satisfechos? Y más aún, ¿Podemos permitirnos seguir en este rumbo?

La deuda soberana ha crecido del 60% al 100% de nuestro PIB desde comienzos de la crisis, y todavía seguiremos varios años más en déficit. El fondo de reserva de la seguridad social se ha reducido a la mitad en la última legislatura, de casi 70.000 millones al inicio a poco más de 30.000 millones de euros en la actualidad. Tenemos la mayor tasa de desempleo del primer mundo, tras Grecia, y una deuda privada acumulada de que ronda los 1.600.000 millones descontando al sector financiero. Crecemos ahora (aunque todas las previsiones apuntan a que dejaremos de hacerlo en dos años) ayudados por el desplome del precio del petróleo –al que nuestro país muestra una grave exposición-, la precarización de la mitad de unos empleados que ahora son pobres trabajando -y que viajan entre contratos basura en su mayoría en fraude de ley- y un Banco Central Europeo que lleva cuatro años inyectando dinero al 0.25% (ahora al 0.15%) intentando reanimar la economía europea con el inherente riesgo de que caigamos en deflación... ¿Qué ocurrirá cuando los tipos vuelvan al 3%? ¿Y cuando el petróleo vuelva a batir récords? ¿Es que alguien ha pensado en cambiar el modelo productivo de este país? Los que han gobernado, evidentemente no.

Pero no todo está en la economía. Nuestro poder judicial está absolutamente politizado en su cúspide, a la que acceden cuando son procesados, en puente de oro, los políticos a quien Sus Señorías deben el puesto. Los Fiscales Generales del Estado se nombran a dedo por el Gobierno, y dimiten por presiones de los mismos. Nuestros casos de corrupción han asombrado hasta la estupefacción a nuestros socios europeos. En Francia, Inglaterra o Alemania alucinan al ver a Mariano Rajoy todavía en el puesto tras aparecer su nombre en los papeles de Bárcenas, implicación por la cual no ha dado todavía explicaciones el todavía presidente en funciones, y que señala directamente a la reforma de la sede del partido del Gobierno. Los indultos a condenados por corrupción política se han sucedido sin explicación ni rendición de cuentas… El Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, son meras ventanillas del Gobierno de turno, sin atisbo de la imparcialidad necesaria para desarrollar sus funciones de control del mercado, lastrando la economía y la libre competencia en igualdad de condiciones para favorecer a aquellos empresarios que más arrimen su sardina al cálido ascua de las sedes de Génova y Ferraz. ¿Y el Tribunal de Cuentas? El máximo fiscalizador de las cuentas públicas está infestado de políticos que han de investigar las cuentas de los partidos que los nombraron. Sin medios, claro. Las televisiones públicas –pagadas por todos- se doblegan sin asomo de vergüenza ante los gobiernos autonómicos, y lo mismo sucedía con unas cajas de ahorros que con cientos de años de historia, como consecuencia de Ley de Cajas que permitió su control por los partidos, han sido saqueadas hasta perderse para siempre.

Tenemos un país sin discurso y sin cohesión territorial como consecuencia del politiqueo de medio pelo entre presidentes de Comunidades Autónomas, sólo preocupados por el qué hay de lo mío y el rédito electoral, y el pasteleo entre los viejos partidos y unos nacionalistas que viven muy acomodados en España, acumulando prebendas y ventajas a cambio de votos puntuales. Fiscales siendo ordenados no investigar a Pujol, mientras Pujol investía a presidentes del Gobierno… ¿Nos hemos vuelto locos?

Pero, aunque el bipartido haya estado muy de acuerdo en mantener los tribunales y las televisiones politizados, y de meterse en los bolsillos las cajas de ahorros, los  acuerdos en los grandes temas de Estado (pensiones, educación, financiación autonómica) brillan y brillarán siempre por su ausencia. Los viejos partidos prefieren usarlos de arma arrojadiza en los debates de campaña, en lugar de ponerse manos a la obra, para poder seguir pretendiendo que tienen grandes diferencias y sostener el eterno turnismo que nos ha llevado al desastre.

He aquí la España que tenemos. La que nos han (¿o les hemos?) dejado.

Una de las conclusiones a las que llegué, tras largos meses de reflexión durante mi año en Inglaterra, fue que no existen motivos reales e insalvables por los que al Reino Unido deba irle mejor que a España en el mundo. Ni siquiera la excepcional situación de la que gozan en relación con la Commonwealth, de la que la posición  de España respecto de los países iberoamericanos no tiene nada que envidiar.

No existe motivo alguno, en realidad. Salvo uno. Son la democracia parlamentaria más antigua de Europa, y se nota. No sólo existe el derecho al voto, existe a su vez una responsabilidad al ejercerlo. Casi 500 años de parlamentarismo dejan huella, y los británicos son conscientes de que llevan 130 de ellos escribiendo su propia historia con sus votos. Al final, no pude evitar descubrir durante mi estancia que los ingleses, pragmáticos como son, entienden mayoritariamente que la democracia es como todo lo demás en la vida: una decisión más que tomar. La única diferencia con un cambio de trabajo o de casa es el carácter colectivo de la ruta a tomar. No existe el infantil “me enfado y ya no juego” tan típico de nuestro país. Como hacemos los españoles con todo lo demás en la vida, cuando no hay opciones buenas se toma la menos mala, pero se elige. Del mismo modo en que cuando no decidimos podemos perder las riendas de nuestra vida, los británicos parecen comprender mejor que otros pueblos que no participar en democracia es perder las riendas del destino del país. No importa que no se esté de acuerdo en todo, sino en lo esencial. No existen, por supuesto, partidos a medida, pues habría tantos como ciudadanos.

Al final, todo se reduce a una verdad esencial: en democracia, como en la vida, no hay opciones perfectas. Sólo hay opciones mejores y peores.


Una vez dijo Albert Einstein que sólo un loco pretende obtener, como consecuencia de comportamientos iguales, resultados distintos. ¿Vencerán los locos el próximo 20 de diciembre?



viernes, 20 de noviembre de 2015

El verdadero riesgo

El pasado 13 de noviembre algo cambió repentinamente. Volvía de escuchar algo de blues en unos de mis bares preferidos de Madrid cuando la primicia apareció de pronto en mi teléfono móvil, de la mano del periódico digital al que estoy suscrito: decenas de muertos y una discoteca tomada a golpe de arma automática en París. Cien rehenes. Escribí a mis amigos en la ciudad; se habían marchado a casa por el fin de semana: estaban bien.

El sábado nos enteramos del asesinato de la práctica totalidad de los rehenes. Y desde entonces los medios de comunicación nos han bombardeado día y noche sin piedad con el asunto, ; ¿estamos amenazados?, ¿cómo se perpetraron los atentados?,  ¿son suficientes los bombardeos? ¿qué dice Hollande? ¿qué responden los líderes mundiales? testimonios de supervivientes, suspensiones de conciertos y partidos, la Marsellesa en Wembley…

De pronto, Cataluña y el reto al orden constitucional se evaporaron, las elecciones generales de dentro de un mes se desvanecieron, las demás noticias dejaron de existir. Entiendo la concentración del periodismo en los acontecimientos que más interesan pero… ¿no nos excedemos en ocasiones? La prensa es libre, sí, pero cuando de 200 noticias 180 son relativas a los atentados en París, todos los días, ¿no estamos dejando de mostrar otras cosas? ¿El foco es verdaderamente libre? ¿Podemos reflexionar sobre otras cosas en libertad?

Es un debate complejo, pero a toda mente lúcida termina por asomársele una reflexión profunda: ¿hasta qué punto la paranoia colectiva le pertenece a los terroristas en exclusiva? Su objetivo es sembrar el terror entre la colectividad, y sin duda son los autores indiscutibles del hecho motivador pero… ¿quién es más eficaz a la hora de conseguir su objetivo final de obsesionar a una sociedad con la amenaza? ¿Las metralletas de Bataclán o el regodeo permanente en cada detalle de una masacre cobarde y repugnante? ¿Dónde está el límite a la cobertura del terrorismo? ¿Cumpliría el mismo su función de un modo tan eficaz de dedicársele algo menos de atención absolutamente todos los días?






Es el ciclo habitual. A un atentado sigue un ambiente enrarecido, algo se remueve en las personas hasta que el tiempo devuelve a la normalidad a la sociedad… En este sentido, podríamos decir que el fracaso del terrorismo yihadista es su incapacidad –hasta la fecha- para perpetrar atentados de modo intermitente y habitual; no pudiendo convertir tal efecto temporal en permanente.

No obstante, en este momento particular de las cosas, navegando en una marea de psicosis colectiva reprimida, entre suspensiones de partidos y alarmas continuas por cualquier bolso, mochila o caja de zapatos olvidados en la calle, se escuchan voces disparatadas. Me llamó particularmente la atención la de una periodista (así se hacía llamar) de una de tantas tertulias que inundan la programación televisiva, repletas generalmente de una especie muy endémica de soberbios opinadores de todo; sabios de nada. Pues bien, la dichosa tertuliana opinaba que “lo importante era saber qué era lo que iba a hacer en respuesta DAES como consecuencia de los bombardeos de Francia a sus posiciones en Siria”. Por supuesto nadie le replicó que los franceses llevan meses bombardeando, pero lo que más me sorprendió es que nadie hiciera una reflexión evidente. “Pues lo mismo que llevan haciendo largos años. Intentar hacernos volar a todos por los aires.”

En ocasiones la memoria humana es sencillamente impresionante. ¿Es que alguien cree que el el yihadismo va a atacarnos con más o menos fuerza en función de lo que le ataquemos a él? ¿Es que alguien duda de que las víctimas que se han cobrado los últimos años no son las que han decidido cobrarse, sino las que han podido hacerlo? ¿Es que nadie se acuerda de la terrible venganza que nos auguraron como respuesta a la muerte de Bin Laden?

Al Qaeda y sus escisiones llevan años intentando perpetrar atentados en Occidente, y lo cierto es que sólo han cometido los que han podido. Ni uno más, ni uno menos. No nos equivoquemos; el resto se han desbaratado por las fuerzas de seguridad de las distintas democracias, y la colaboración entre ellas. Quien pretenda esconder la cabeza debajo del suelo y esperar a que el problema se solucione, quien piense que el problema puede arreglarse intentando caer mejor a los terroristas, se equivoca profundamente. Nadie tiene la solución universal, pero a nadie se le escapa que cualquiera de ellas ha de pasar por la necesaria derrota del poder territorial de DAES en Siria e Iraq. 

Otro de los comentarios digno de celebración provino de una conversación cualquiera. Una persona a la que nunca he considerado racista ni xenófoba –y que además estoy seguro de que en modo alguno lo es- declaraba que “si se subía un moro en el tren con un turbante se cambiaría de vagón”. Así, sin más. El problema era que “como iban con turbante no querían integrarse y podían ser potenciales terroristas”.

Dejando de lado la espeluznante equiparación entre Islam y terrorismo, entre una prenda de vestir y la absoluta falta de escrúpulos y de cualquier rastro de moral, hay una idea que subyace y que lleva rondándome desde el viernes. No es nuestra vida lo que está verdaderamente en peligro: un centenar de muertos en un continente de quinientos millones nos deja una muy baja probabilidad de perecer en un atentado. Lo que está en peligro es nuestra capacidad de relegar los más abyectos instintos por el uso de la razón, nuestra manera de entender una sociedad plural y democrática, y de aceptar lo diferente. Nuestros valores, nuestros sueños, nuestras ideas de un mundo mejor y más justo. ¿Seríamos capaces de dilapidarlos en el nombre del miedo?

sábado, 17 de octubre de 2015

Crisis y Oportunidad

En los últimos años nos hemos visto rodeados de muchos mantras periodísticos, repetidos noche y día en tertulias de sobremesa, debates de prime time o programas de periodismo político en general. Uno de ellos es la idea de una “crisis institucional” en España, paralela a la crisis económica que ha azotado a nuestro país desde 2008. Sin embargo, detrás de ese etéreo nombre, de esa vaga naturaleza ¿en qué consiste dicha “crisis institucional”? ¿Existe? ¿Podemos palparla?

La respuesta es, tristemente, que sí. El mejor ejemplo de ella lo hemos vivido la semana pasada, cuando después de la polémica imputación de Artur Mas por su responsabilidad en relación con la consulta ilegal del día 9 de noviembre de 2014, un número relevante de políticos, periodistas y opinadores han “lamentado”, “sido incapaces de entender” o directamente “condenado” las imputaciones.




Antonio Baños, líder de la CUP, declaraba que “imputar por poner urnas demuestra que este Estado es demofóbico, no entienden lo que es la democracia”. La recién estrenada alcaldesa de Barcelona, Ada Colau declaraba que “la imputación demuestra el desprecio por la democracia”. Pocos esperábamos que políticos del espectro nacionalista catalán (en el que sin duda la alcaldesa ha demostrado sentirse cómoda) dejaran pasar la oportunidad de utilizar la imputación como otro elemento de su vital victimismo, pero las declaraciones no se han quedado en Cataluña. En Andalucía, Teresa Rodríguez –líder de Podemos en la comunidad- declaraba que entienden que lo que en ningún caso es “judicializable” –bonito verbo-, es poner urnas en la calle.

Es curioso el sencillo proceso de engaño a la población en cuestiones que escapan a la normalidad doméstica. La imputación de Artur Mas y dos miembros de su Gobierno no es, en realidad, la consecuencia de poner urnas o jugar a la Democracia. Es la consecuencia de: (1) ascender al poder dentro de un marco constitucional y, una vez investido de los poderes del mismo, utilizar dicha posición pública para saltarse el Estado de Derecho, pasándose -en castizo- por el arco del triunfo la suspensión del Tribunal Constitucional a la consulta catalana –prevaricación y desobediencia- y (2) la utilización de dinero público (de todos los catalanes, no sólo los independentistas) para la ejecución de dicha ilegalidad -malversación de caudales públicos-. Por qué hablar de la imputación como la consecuencia lógica de la transgresión de la Ley por una autoridad pública cuando puedes vender que “se condena la democracia”.

Ése es el mejor reflejo de una crisis institucional, la aceptación sin rubor de la vulneración de la ley democrática. Lo verdaderamente grave no es que el señor Artur Mas se haya saltado la legalidad democrática y constitucional de un Estado de Derecho occidental. Lo grave es que la consecuencia legal de dicha transgresión –la imputación- sea cuestionada por personas que dicen ser demócratas, que puedas permitirte ir de "progre” aceptando –o aplaudiendo- la vulneración de la ley democrática y condenando después la persecución de dicha vulneración. ¿Nos hemos vuelto locos en este país?

No, no nos hemos vuelto locos. La crisis institucional consiste precisamente en eso: la desafección de la ciudadanía respecto de un sistema constitucional y un Estado democrático en que los políticos se han dedicado durante décadas a defender los intereses de sus partidos y militantes, brillando por su ausencia la defensa del ciudadano y la nación. Cuando no crees en una democracia representativa y el sistema que la cobija es difícil creer en las normas que emanan de la misma. Cuando un partido puede ganar unas elecciones con un programa, incumplirlo una y otra vez sin sonrojarse -también en sus aspectos no económicos- y seguir en lo alto de la pugna por el poder, la desafección no es comprensible; es sencillamente lógica.




Afortunadamente, como anticipé al elegir el nombre de este medio, soplan vientos de cambio en España. El hartazgo y la indignación de la ciudadanía, ajena a los tejemanejes de la dinámica partidaria, avergonzada de la capitulación de gran parte de la prensa nacional ante el poder político, se ha traducido al fin en un nuevo desembarco de la sociedad civil en la vida política, similar al de la Transición. Determinados debates se van instalando en la opinión pública, nuevos medios de comunicación nacen reclamando la importancia de la prensa libre y diseñando su modelo de independencia, se consolidan alternativas políticas que prometen devolver el destino de este país a una ciudadanía que nunca debió perderlo. Se hace política en bares, plazas y centros de trabajo, intelectuales y escépticos crónicos se arremangan y descienden a los barros de Roma. Veremos a dónde nos conduce lo que algunos comienzan a describir como la Segunda Transición española, pero estoy convencido de que a algún lugar mejor que donde estábamos hace dos años. Con suerte, a algún lugar donde la vulneración de la legalidad constitucional, garantía última del ciudadano frente a lo que los constitucionalistas americanos llamaron la "Tiranía de la Mayoría", sea condenada sin paliativos. No se puede recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones sin recuperar las instituciones, primero, para los ciudadanos. En ello estamos muchos españoles. Quedan dos meses para las elecciones generales y aún no hay nada decidido.


Lo decidiremos los españoles.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Dime con quién dejas de andar

Dime con quién andas y te diré quién eres. Qué breve frase y qué cierta. Tantas veces. Resume, entre otras, mi opinión de Unió Democrática de Catalunya (la “U” del ahora roto “CiU”) que ahora, tras la ruptura de la formación nacionalista como consecuencia del proceso independentista, me toca revisar.
Dime con quién andas y te diré quién eres. Dime con quién dejas de andar y probablemente tendré que decirte quién dejas de ser. Nunca entendí la pervivencia de la formación tras la deriva independentista de Mas; no compartí la pasividad perpleja de los dirigentes de Unió ante el recrudecimiento de la osadía del todavía President y sus aliados. Sin embargo, al final, acabó sucediendo. Un partido con tres décadas de antigüedad se quebró y con él, para bien y para mal, lo moderado y lo radical de una formación siempre compleja y a veces incomprensible.
Nunca me han gustado las trincheras, los bandos, el blanco y el negro, el conmigo o contra mí. La verdad siempre es compleja y difusa, y suele residir lejos de los extremos que ni se tocan ni quieren convivir. Al final del día cada uno es de su padre y de su madre, y no hay sociedad democrática que resista a una polarización continua entre dos corrientes siempre dispuestas a exigir, pero nunca a ceder.
Decía Winston Churchill que un fanático es aquel que no cambia de opinión ni está dispuesto a cambiar de tema. El objeto de fondo es indiferente; sea con la independencia, con el aborto o con el fútbol, una eterna sobremesa en la que no se cambia de tema pero tampoco se tiene intención de escuchar a la otra parte arruina la mejor de las veladas.
CiU ha dejado de existir. Eso implica que las discrepancias internas han seguido siendo discrepancias, pero ahora son externas. Eso conlleva que las mismas salgan a la luz sin tapujos ni medias tintas, sin aspirina. Pues bien, hoy me he sorprendido –debo admitir que para bien- con el artículo que firma Josep Antoni Durán i Lleida en El País. Dispuesto a reconocer errores en el tratamiento de ciertos catalanes al resto de España, dispuesto a exigir respeto de ciertos españoles a Cataluña.
No entraré en el origen del asunto, ni me interesa. Ahora es el momento de pensar en las soluciones. En efecto, comparto la idea de fondo del artículo al que aquí hago referencia: la solución para la eterna “cuestión catalana” (lo de eterna ya lo dijo Ortega hace un siglo) pasa por la reducción, la marginación, de los polos del espectro. Ésto pasa, como no podía ser de otro modo, por el diálogo.
No seré quien haga de mezquino separador igualitarista, al puro estilo de la “Ponencia de Paz” en el País Vasco de hace pocos años. En la Historia los bandos no siempre se reparten los errores a partes iguales, como un regaliz entre niños. Lo más sencillo pocas veces es lo más cierto. No fue España (ni “Madrid” o “El Estado Español”, en argot independentista) la que decidió poner un ultimátum, ni incumplir las sentencias de los tribunales, ni desterrar a un idioma co-oficial de la enseñanza básica, ni saltarse la ley, ni preparar una candidatura que bajo un nombre unificador persigue la quiebra de la sociedad catalana en dos mitades. De nada vale un “tenemos que volver a tender puentes” y “unir lazos” de la boca de quien ha volado los puentes y desgarrado los lazos. Hay heridas que no se pueden cerrar, y la independencia de Cataluña es una de ellas.
Lo que sí sé es que, aunque la magnitud de los errores sea distinta, la voluntad de dejarlos atrás y de encontrar puntos de encuentro debe ser la misma. El primer paso para una solución al asunto, para evitar que la tierra de mi querida abuela se convierta en un país extranjero en la que la mitad se siente extranjera, pasa precisamente por lo que Durán i Lleida, desde una posición catalanista pero no sectaria -se agradece-, apunta con precisión: hay que reducir a la insignificancia a los que desde España hacen irresponsablemente votos para que los catalanes se vayan de una vez y a quienes desde Cataluña desprecian al resto de España.
Lo demás, ya se andará.

http://elpais.com/elpais/2015/09/01/opinion/1441123763_525687.html

viernes, 22 de mayo de 2015

Seis Reflexiones para un Día de Reflexión

1. Tu voto es tuyo.
Nadie debería decirnos lo que tenemos que votar.  Algunos lo sugerirán –incluido yo-, como es natural, pero al final cada uno tiene que tomar su decisión. Hay que informarse, preguntar, escuchar y decidir en consecuencia. Y sobretodo, hay que tener cuidado con buscar la verdad en titulares de prensa o en el Twitter, que actualmente son el formato perfecto para las verdades a medias.

2. Existen nuevas alternativas.
Desde hace unos cuantos años nos quejamos de que el bipartidismo imperante se ha alejado de la ciudadanía a la que debía representar. De que, cuando toca decidir entre el interés general y el personal o partidario, el primero queda relegado en favor de los últimos. Hoy, por fin, aparecen nuevas opciones de voto. Sin embargo, la gran novedad no es esa, sino el hecho de que las mismas aspiran a poder convertirse en gobiernos y, cuando menos, en llaves de paso para la gobernabilidad por un bipartidismo decadente. 

Es algo insólito. Por primera vez en varios años no hace falta ir a votar tapándose la nariz, hay opciones. Y lo que es más importante: hay opciones con opciones. Personalmente creo que no hay nada de malo en optar por algo distinto cuando lo que ves no funciona. Conceder el beneficio de la duda, en ocasiones, es el único modo de progresar.


3. La memoria de los españoles.
Los españoles, se suele afirmar, somos un pueblo sin memoria. Muy conveniente para el mal político. Todos los errores, contradicciones, fracasos, toda esa condescendencia y el ignorar a la ciudadanía se desvanece como una ilusión ante la campaña electoral. Los candidatos sonríen, posan, bailan, se visten de tradición y hasta montan en bicicleta. Se bajan los impuestos, se suben las partidas, se proponen "medidas estrella" y se prometen ayudas, incentivos, apoyos, rebajas... Es decir, se compran votos con el dinero de todos. No los paga la señora Cifuentes ni el señor Gabilondo, no los paga sin duda el señor Montoro o la Santísima Trinidad, ni muchísimo menos Mariano Rajoy. Los paga la clase media española con unos impuestos escandalosamente elevados, primordialmente invertidos en sostener una marabunta de organismos en los que colocar a amigos y benefactores. ¡Cuatro veces más políticos per cápita que Alemania!

Se inventan eslóganes y se cantan canciones, se prometen obras faraónicas y AVEs hasta la puerta de tu casa. Y todo es maravilloso.


Después viene el primer año de gobierno, y la conocida desilusión y frustración inherentes. "Son todos iguales, y siempre va a ser así. Y sin embargo, cuando aparecieron otros nuevos y prometieron cambiarlo, con medidas concretas y sin declaraciones grandilocuentes, seguí votando a los de siempre. Y sin embargo, cuando dentro de cuatro años vuelvan las trompetas, las maracas, las sonrisas y los carteles… volveré a votar a los de siempre. Y seguirán siendo todos igual, siempre igual. Triste vida."


4. No se puede esperar un resultado diferente de un comportamiento similar.
Decía Albert Einstein que sólo un loco pretende, haciendo siempre lo mismo, obtener resultados diferentes. Si no nos gusta que el PP o el PSOE sean un nido de corrupción donde no se toman medidas serias contra la misma, que elaboren programas que después no llevan a cabo, ¿por qué iban a hacer algo distinto si a pesar de ello siguen ganando elecciones? Si en ambos partidos hay gente válida y con ganas de trabajar por su país, ¿cómo pueden éstos tomar las riendas de los viejos aparatos sin elecciones primarias, listas abiertas, y sin voto de castigo cuando no cumplen? El Partido Popular no sólo ha incumplido el programa económico –lo cual hasta cierto punto podía ser justificable-, sino que también ha incumplido compromisos como reformar la ley electoral, despolitizar el Consejo General del Poder Judicial o acabar con la absoluta falta de medios de la administración de Justicia. Ser de un partido político como de un equipo de fútbol –pase lo que pase- no es cuidar de tu partido. Hay que ser exigente y, cuando se equivoquen, decírselo en las urnas.

5. El voto útil ha dejado de existir.
En el actual escenario “a cuatro”, todo apunta a que nadie va a volver a gobernar con mayoría absoluta en varios años. Ello tiene una consecuencia fundamental: nadie va a aprobar leyes, ni a gobernar, sin pactar en cierto modo. Eso permite que votar a tu opción primordial no implique tirar el voto a la basura, sino darle más fuerza para los pactos a los que será necesario llegar.

6 . No hay que tenerle miedo al nuevo escenario político.
El nuevo escenario arroja cierta incertidumbre en un país que, desde el inicio de la transición, se ha caracterizado por la existencia de gobiernos de grandes mayorías. Aunque ello puede parecer problemático, es de hecho una oportunidad. Se acabó el rodillo de la mayoría absoluta, y las leyes tienen que ser discutidas, mejoradas y enmendadas hasta su aprobación final. En este país, siempre nos ha ido mejor cuando nos hemos puesto de acuerdo buscando lo que nos une en lugar de lo que nos separa, como en la aprobación de la Constitución o en los Pactos de la Moncloa.

Por otra parte, en un modelo con cuatro grandes partidos ya no basta que el partido del Gobierno lo haga mal para ganar unas elecciones. El partido que pretenda gobernar tiene que hacerlo mejor que los demás.

domingo, 18 de enero de 2015

La Universidad que dejó de serlo

La Universidad. Fuente de fuentes del saber, paladín del conocimiento, justo verdugo de paradigmas incuestionables que dejaron de serlo.

La Universidad ha sido durante siglos, para la sociedad occidental, el gran motor del desarrollo y la evolución, el eterno enemigo de la tiranía y la peligrosa razón de Estado, la luz que hace retroceder a la oscuridad de la ignorancia para crear una sociedad mejor y más justa. En fin, el alma mater que engendra y transforma al hombre por obra de la ciencia y el saber.


Para alguien que ha pasado cuatro años entre sus aulas, que a día de hoy continúa frecuentándolas estudiando un máster, hoy es un día triste. Hoy, el Gobierno se pronuncia sobra la última fase del llamado "Plan Bolonia": la reducción de las carreras universitarias (muy contadas excepciones aparte, como en el caso de Medicina) a tres años.

Se trata, argumentan desde Moncloa, de homologar la situación española con la de nuestros pares en Europa; Francia, Italia o el Reino Unido ya aplican la citada reducción, que se verá acompañada de dos años de máster. Compruebo con lástima lo que sabemos todos: que en España, para muchos, imitar al resto de Europa sin cuestionar lo imitado sigue siendo considerado algo inteligente y sensato, algo moderno y siempre positivo.

Es una visión francamente estúpida: ni en España se hace todo peor, ni en el resto de Europa mejor. Tenemos muchas cosas que aprender de nuestros colegas europeos, pero también muchas otras que dejar de aprender. Es una de las grandes lecciones que me llevo de mi año en Inglaterra, una que no olvidaré jamás.

No seré yo quien reniegue del estudio de las prácticas de nuestros compañeros europeos, ni el que proponga dejar de observarles y aprender de sus éxitos cuando se produzcan. De hecho, me considero un férreo defensor de muchas medidas observadas en el Derecho comparado Europeo. Con lo que no puedo comulgar es con la ciega y acrítica aceptación de la legislación de nuestros compañeros de continente, provista también -como los humanos de los que proviene- de manifiestos deslices y errores.

En Inglaterra observé con sorpresa cómo la carrera de Derecho se estudiaba en tres años. Sin embargo, lo que me resultó verdaderamente increíble fue la manera en que se conseguía reducir una carrera tan amplia al corto plazo de tres años; literalmente: cortándola en pedacitos y repartiéndolos entre los distintos estudiantes. Con un primer curso en que se estudian asignaturas básicas como Derecho Constitucional y Obligaciones y Contratos, seguidos de otras como Derecho de la Unión Europea en segundo, el resto de las asignaturas de esos tres años se eligen entre los estudiantes, reduciendo el espectro del conocimiento de la ley para concentrase en el estudio de un área concreta. Esto no se producía, como en la adaptación de Bolonia en España, en el cuarto año de carrera (una vez estudiada en los tres años anteriores -si bien mal distribuida- una gran base de conocimiento, unos cimientos sólidos sobre los que posar un conocimiento concreto posterior) sino desde el inicio de la misma. 

Así, asistí al triste espectáculo de ver a alumnos de Derecho obtener un título de graduado universitario sin conocer las bases del Derecho Internacional Público, el Derecho Penal y su aplicación, o el Derecho Mercantil. Se trata de áreas de gran relevancia para el ordenamiento jurídico, con las que todo jurista debería de haber tenido un contacto previo a una posterior y necesaria especialización. Pues bien, en Inglaterra el estudiante de Derecho debe renunciar a varias de ellas en pos de una especialización prematura, sin saber muchas veces ni en qué consisten.

Se trata, en último término, de la profesionalización de la Universidad. Si la Universidad se entiende exclusivamente como un medio de preparar futuros profesionales a insertar en correspondiente sector del mercado laboral, este es, sin duda alguna, el modelo ideal. Superespecialización para compartimentalizar las tareas, dinamizar la empresa y rebajar costes, pero financiada (en el caso del sistema universitario español) con cargo al Estado. Un chollo.

No obstante, para los que entendemos la Universidad como un oasis del saber en un mundo de ignorancia, como el lugar donde formar a mejores ciudadanos que mediante un amplio saber de sus ramas de conocimiento contribuyan a alcanzar las metas de la sociedad, como, en fin, lo que siempre ha sido y nunca debería dejar de ser, esta reforma promete convertirse en un agigantado paso hacia atrás: un paso hacia una Universidad que dejó de serlo.