jueves, 3 de septiembre de 2015

Dime con quién dejas de andar

Dime con quién andas y te diré quién eres. Qué breve frase y qué cierta. Tantas veces. Resume, entre otras, mi opinión de Unió Democrática de Catalunya (la “U” del ahora roto “CiU”) que ahora, tras la ruptura de la formación nacionalista como consecuencia del proceso independentista, me toca revisar.
Dime con quién andas y te diré quién eres. Dime con quién dejas de andar y probablemente tendré que decirte quién dejas de ser. Nunca entendí la pervivencia de la formación tras la deriva independentista de Mas; no compartí la pasividad perpleja de los dirigentes de Unió ante el recrudecimiento de la osadía del todavía President y sus aliados. Sin embargo, al final, acabó sucediendo. Un partido con tres décadas de antigüedad se quebró y con él, para bien y para mal, lo moderado y lo radical de una formación siempre compleja y a veces incomprensible.
Nunca me han gustado las trincheras, los bandos, el blanco y el negro, el conmigo o contra mí. La verdad siempre es compleja y difusa, y suele residir lejos de los extremos que ni se tocan ni quieren convivir. Al final del día cada uno es de su padre y de su madre, y no hay sociedad democrática que resista a una polarización continua entre dos corrientes siempre dispuestas a exigir, pero nunca a ceder.
Decía Winston Churchill que un fanático es aquel que no cambia de opinión ni está dispuesto a cambiar de tema. El objeto de fondo es indiferente; sea con la independencia, con el aborto o con el fútbol, una eterna sobremesa en la que no se cambia de tema pero tampoco se tiene intención de escuchar a la otra parte arruina la mejor de las veladas.
CiU ha dejado de existir. Eso implica que las discrepancias internas han seguido siendo discrepancias, pero ahora son externas. Eso conlleva que las mismas salgan a la luz sin tapujos ni medias tintas, sin aspirina. Pues bien, hoy me he sorprendido –debo admitir que para bien- con el artículo que firma Josep Antoni Durán i Lleida en El País. Dispuesto a reconocer errores en el tratamiento de ciertos catalanes al resto de España, dispuesto a exigir respeto de ciertos españoles a Cataluña.
No entraré en el origen del asunto, ni me interesa. Ahora es el momento de pensar en las soluciones. En efecto, comparto la idea de fondo del artículo al que aquí hago referencia: la solución para la eterna “cuestión catalana” (lo de eterna ya lo dijo Ortega hace un siglo) pasa por la reducción, la marginación, de los polos del espectro. Ésto pasa, como no podía ser de otro modo, por el diálogo.
No seré quien haga de mezquino separador igualitarista, al puro estilo de la “Ponencia de Paz” en el País Vasco de hace pocos años. En la Historia los bandos no siempre se reparten los errores a partes iguales, como un regaliz entre niños. Lo más sencillo pocas veces es lo más cierto. No fue España (ni “Madrid” o “El Estado Español”, en argot independentista) la que decidió poner un ultimátum, ni incumplir las sentencias de los tribunales, ni desterrar a un idioma co-oficial de la enseñanza básica, ni saltarse la ley, ni preparar una candidatura que bajo un nombre unificador persigue la quiebra de la sociedad catalana en dos mitades. De nada vale un “tenemos que volver a tender puentes” y “unir lazos” de la boca de quien ha volado los puentes y desgarrado los lazos. Hay heridas que no se pueden cerrar, y la independencia de Cataluña es una de ellas.
Lo que sí sé es que, aunque la magnitud de los errores sea distinta, la voluntad de dejarlos atrás y de encontrar puntos de encuentro debe ser la misma. El primer paso para una solución al asunto, para evitar que la tierra de mi querida abuela se convierta en un país extranjero en la que la mitad se siente extranjera, pasa precisamente por lo que Durán i Lleida, desde una posición catalanista pero no sectaria -se agradece-, apunta con precisión: hay que reducir a la insignificancia a los que desde España hacen irresponsablemente votos para que los catalanes se vayan de una vez y a quienes desde Cataluña desprecian al resto de España.
Lo demás, ya se andará.

http://elpais.com/elpais/2015/09/01/opinion/1441123763_525687.html