En los últimos años nos hemos visto rodeados de muchos
mantras periodísticos, repetidos noche y día en tertulias de sobremesa, debates
de prime time o programas de periodismo político en general. Uno de ellos es la
idea de una “crisis institucional” en España, paralela a la crisis
económica que ha azotado a nuestro país desde 2008. Sin embargo, detrás de ese
etéreo nombre, de esa vaga naturaleza ¿en qué consiste dicha “crisis
institucional”? ¿Existe? ¿Podemos palparla?
La respuesta es, tristemente, que sí. El mejor ejemplo de
ella lo hemos vivido la semana pasada, cuando después de la polémica imputación
de Artur Mas por su responsabilidad en relación con la consulta ilegal del día 9 de
noviembre de 2014, un número relevante de políticos, periodistas y opinadores
han “lamentado”, “sido incapaces de entender” o directamente “condenado” las
imputaciones.
Antonio Baños, líder de la CUP, declaraba que “imputar por poner urnas demuestra que este
Estado es demofóbico, no entienden lo que es la democracia”. La recién
estrenada alcaldesa de Barcelona, Ada Colau declaraba que “la imputación demuestra el desprecio por la democracia”. Pocos
esperábamos que políticos del espectro nacionalista catalán (en el que sin duda
la alcaldesa ha demostrado sentirse cómoda) dejaran pasar la oportunidad de utilizar la
imputación como otro elemento de su vital victimismo, pero las declaraciones no se han quedado en Cataluña. En Andalucía, Teresa Rodríguez
–líder de Podemos en la comunidad- declaraba que entienden que lo que en ningún
caso es “judicializable” –bonito verbo-, es poner urnas en la calle.
Es curioso el sencillo proceso de engaño a la población en
cuestiones que escapan a la normalidad doméstica. La imputación de Artur Mas y
dos miembros de su Gobierno no es, en realidad, la consecuencia de poner urnas
o jugar a la Democracia. Es la consecuencia de: (1) ascender al poder dentro de un
marco constitucional y, una vez investido de los poderes del mismo,
utilizar dicha posición pública para saltarse el Estado de Derecho, pasándose
-en castizo- por el arco del triunfo la suspensión del Tribunal Constitucional
a la consulta catalana –prevaricación y desobediencia- y (2) la utilización de
dinero público (de todos los catalanes, no sólo los independentistas) para la
ejecución de dicha ilegalidad -malversación de caudales públicos-. Por qué hablar de la imputación como la
consecuencia lógica de la transgresión de la Ley por una autoridad pública
cuando puedes vender que “se condena la democracia”.
Ése es el mejor reflejo de una crisis institucional, la aceptación sin rubor de la vulneración de la ley democrática. Lo verdaderamente grave no es
que el señor Artur Mas se haya saltado la legalidad democrática y
constitucional de un Estado de Derecho occidental. Lo grave es que la
consecuencia legal de dicha transgresión –la imputación- sea cuestionada por
personas que dicen ser demócratas, que puedas permitirte ir de "progre”
aceptando –o aplaudiendo- la vulneración de la ley democrática y condenando
después la persecución de dicha vulneración. ¿Nos hemos vuelto locos en este
país?
No, no nos hemos vuelto locos. La crisis institucional
consiste precisamente en eso: la desafección de la ciudadanía respecto de un
sistema constitucional y un Estado democrático en que los políticos se han
dedicado durante décadas a defender los intereses de sus partidos y militantes,
brillando por su ausencia la defensa del ciudadano y la nación. Cuando no crees en una democracia representativa y el sistema que la cobija es difícil creer en las normas que emanan de la misma. Cuando un partido puede ganar unas elecciones con un programa, incumplirlo una y otra vez sin sonrojarse -también en sus aspectos no económicos- y seguir en lo alto de la pugna por el poder, la desafección no es comprensible; es sencillamente lógica.
Afortunadamente, como anticipé al elegir el nombre de este
medio, soplan vientos de cambio en España. El hartazgo y la indignación de la
ciudadanía, ajena a los tejemanejes de la dinámica partidaria, avergonzada de
la capitulación de gran parte de la prensa nacional ante el poder político, se
ha traducido al fin en un nuevo desembarco de la sociedad civil en la vida
política, similar al de la Transición. Determinados debates se van instalando en
la opinión pública, nuevos medios de comunicación nacen reclamando la
importancia de la prensa libre y diseñando su modelo de independencia, se
consolidan alternativas políticas que prometen devolver el destino de este país
a una ciudadanía que nunca debió perderlo. Se hace política en bares, plazas y centros
de trabajo, intelectuales y escépticos crónicos se arremangan y descienden a
los barros de Roma. Veremos a dónde nos conduce lo que algunos comienzan a
describir como la Segunda Transición española, pero estoy convencido de que a
algún lugar mejor que donde estábamos hace dos años. Con suerte, a algún lugar donde la vulneración de la legalidad constitucional, garantía última del ciudadano frente a lo que los constitucionalistas americanos llamaron la "Tiranía de la Mayoría", sea condenada sin paliativos. No se puede recuperar la confianza de los ciudadanos en las instituciones sin recuperar las instituciones, primero, para los ciudadanos. En ello estamos muchos españoles. Quedan dos meses para las
elecciones generales y aún no hay nada decidido.
Lo decidiremos los españoles.