El pasado 13 de noviembre algo cambió
repentinamente. Volvía de escuchar algo de blues en unos de mis bares
preferidos de Madrid cuando la primicia apareció de pronto en mi teléfono móvil,
de la mano del periódico digital al que estoy suscrito: decenas de muertos y
una discoteca tomada a golpe de arma automática en París. Cien rehenes. Escribí
a mis amigos en la ciudad; se habían marchado a casa por el fin de semana:
estaban bien.
El sábado nos enteramos del asesinato de
la práctica totalidad de los rehenes. Y desde entonces los medios de
comunicación nos han bombardeado día y noche sin piedad con el asunto, ;
¿estamos amenazados?, ¿cómo se perpetraron los atentados?, ¿son suficientes los bombardeos? ¿qué dice
Hollande? ¿qué responden los líderes mundiales? testimonios de supervivientes,
suspensiones de conciertos y partidos, la Marsellesa en Wembley…
De pronto, Cataluña y el reto al orden
constitucional se evaporaron, las elecciones generales de dentro de un mes se
desvanecieron, las demás noticias dejaron de existir. Entiendo la concentración
del periodismo en los acontecimientos que más interesan pero… ¿no nos excedemos
en ocasiones? La prensa es libre, sí, pero cuando de 200 noticias 180 son
relativas a los atentados en París, todos los días, ¿no estamos dejando de
mostrar otras cosas? ¿El foco es verdaderamente libre? ¿Podemos reflexionar
sobre otras cosas en libertad?
Es un debate complejo, pero a toda mente
lúcida termina por asomársele una reflexión profunda: ¿hasta qué punto la
paranoia colectiva le pertenece a los terroristas en exclusiva? Su objetivo es
sembrar el terror entre la colectividad, y sin duda son los autores
indiscutibles del hecho motivador pero… ¿quién es más eficaz a la hora de
conseguir su objetivo final de obsesionar a una sociedad con la amenaza? ¿Las
metralletas de Bataclán o el regodeo permanente en cada detalle de una masacre
cobarde y repugnante? ¿Dónde está el límite a la cobertura del terrorismo?
¿Cumpliría el mismo su función de un modo tan eficaz de dedicársele algo menos
de atención absolutamente todos los días?
Es el ciclo habitual. A un atentado sigue un ambiente enrarecido, algo se remueve en las personas hasta que el tiempo devuelve a la normalidad a la sociedad… En este sentido, podríamos decir que el fracaso del terrorismo yihadista es su incapacidad –hasta la fecha- para perpetrar atentados de modo intermitente y habitual; no pudiendo convertir tal efecto temporal en permanente.
No obstante, en este momento particular
de las cosas, navegando en una marea de psicosis colectiva reprimida, entre
suspensiones de partidos y alarmas continuas por cualquier bolso, mochila o
caja de zapatos olvidados en la calle, se escuchan voces disparatadas. Me llamó
particularmente la atención la de una periodista (así se hacía llamar) de una
de tantas tertulias que inundan la programación televisiva, repletas
generalmente de una especie muy endémica de soberbios opinadores de todo; sabios
de nada. Pues bien, la dichosa tertuliana opinaba que “lo importante era saber
qué era lo que iba a hacer en respuesta DAES como consecuencia de los
bombardeos de Francia a sus posiciones en Siria”. Por supuesto nadie le replicó
que los franceses llevan meses bombardeando, pero lo que más me sorprendió es
que nadie hiciera una reflexión evidente. “Pues lo mismo que llevan haciendo
largos años. Intentar hacernos volar a todos por los aires.”
En ocasiones la memoria humana es
sencillamente impresionante. ¿Es que alguien cree que el el yihadismo va a
atacarnos con más o menos fuerza en función de lo que le ataquemos a él? ¿Es
que alguien duda de que las víctimas que se han cobrado los últimos años no son
las que han decidido cobrarse, sino las que han podido hacerlo? ¿Es que nadie
se acuerda de la terrible venganza que nos auguraron como respuesta a la muerte
de Bin Laden?
Al Qaeda y sus escisiones llevan años
intentando perpetrar atentados en Occidente, y lo cierto es que sólo han
cometido los que han podido. Ni uno más, ni uno menos. No nos equivoquemos; el
resto se han desbaratado por las fuerzas de seguridad de las distintas
democracias, y la colaboración entre ellas. Quien pretenda esconder la cabeza
debajo del suelo y esperar a que el problema se solucione, quien piense que el
problema puede arreglarse intentando caer mejor a los terroristas, se equivoca
profundamente. Nadie tiene la solución universal, pero a nadie se le escapa que
cualquiera de ellas ha de pasar por la necesaria derrota del poder territorial
de DAES en Siria e Iraq.
Otro de los comentarios digno de
celebración provino de una conversación cualquiera. Una persona a la que nunca
he considerado racista ni xenófoba –y que además estoy seguro de que en modo
alguno lo es- declaraba que “si se subía un moro en el tren con un turbante se
cambiaría de vagón”. Así, sin más. El problema era que “como iban con turbante
no querían integrarse y podían ser potenciales terroristas”.
Dejando de lado la espeluznante
equiparación entre Islam y terrorismo, entre una prenda de vestir y la absoluta
falta de escrúpulos y de cualquier rastro de moral, hay una idea que subyace y
que lleva rondándome desde el viernes. No es nuestra vida lo que está
verdaderamente en peligro: un centenar de muertos en un continente de
quinientos millones nos deja una muy baja probabilidad de perecer en un
atentado. Lo que está en peligro es nuestra capacidad de relegar los más
abyectos instintos por el uso de la razón, nuestra manera de entender una
sociedad plural y democrática, y de aceptar lo diferente. Nuestros valores,
nuestros sueños, nuestras ideas de un mundo mejor y más justo. ¿Seríamos
capaces de dilapidarlos en el nombre del miedo?