viernes, 20 de noviembre de 2015

El verdadero riesgo

El pasado 13 de noviembre algo cambió repentinamente. Volvía de escuchar algo de blues en unos de mis bares preferidos de Madrid cuando la primicia apareció de pronto en mi teléfono móvil, de la mano del periódico digital al que estoy suscrito: decenas de muertos y una discoteca tomada a golpe de arma automática en París. Cien rehenes. Escribí a mis amigos en la ciudad; se habían marchado a casa por el fin de semana: estaban bien.

El sábado nos enteramos del asesinato de la práctica totalidad de los rehenes. Y desde entonces los medios de comunicación nos han bombardeado día y noche sin piedad con el asunto, ; ¿estamos amenazados?, ¿cómo se perpetraron los atentados?,  ¿son suficientes los bombardeos? ¿qué dice Hollande? ¿qué responden los líderes mundiales? testimonios de supervivientes, suspensiones de conciertos y partidos, la Marsellesa en Wembley…

De pronto, Cataluña y el reto al orden constitucional se evaporaron, las elecciones generales de dentro de un mes se desvanecieron, las demás noticias dejaron de existir. Entiendo la concentración del periodismo en los acontecimientos que más interesan pero… ¿no nos excedemos en ocasiones? La prensa es libre, sí, pero cuando de 200 noticias 180 son relativas a los atentados en París, todos los días, ¿no estamos dejando de mostrar otras cosas? ¿El foco es verdaderamente libre? ¿Podemos reflexionar sobre otras cosas en libertad?

Es un debate complejo, pero a toda mente lúcida termina por asomársele una reflexión profunda: ¿hasta qué punto la paranoia colectiva le pertenece a los terroristas en exclusiva? Su objetivo es sembrar el terror entre la colectividad, y sin duda son los autores indiscutibles del hecho motivador pero… ¿quién es más eficaz a la hora de conseguir su objetivo final de obsesionar a una sociedad con la amenaza? ¿Las metralletas de Bataclán o el regodeo permanente en cada detalle de una masacre cobarde y repugnante? ¿Dónde está el límite a la cobertura del terrorismo? ¿Cumpliría el mismo su función de un modo tan eficaz de dedicársele algo menos de atención absolutamente todos los días?






Es el ciclo habitual. A un atentado sigue un ambiente enrarecido, algo se remueve en las personas hasta que el tiempo devuelve a la normalidad a la sociedad… En este sentido, podríamos decir que el fracaso del terrorismo yihadista es su incapacidad –hasta la fecha- para perpetrar atentados de modo intermitente y habitual; no pudiendo convertir tal efecto temporal en permanente.

No obstante, en este momento particular de las cosas, navegando en una marea de psicosis colectiva reprimida, entre suspensiones de partidos y alarmas continuas por cualquier bolso, mochila o caja de zapatos olvidados en la calle, se escuchan voces disparatadas. Me llamó particularmente la atención la de una periodista (así se hacía llamar) de una de tantas tertulias que inundan la programación televisiva, repletas generalmente de una especie muy endémica de soberbios opinadores de todo; sabios de nada. Pues bien, la dichosa tertuliana opinaba que “lo importante era saber qué era lo que iba a hacer en respuesta DAES como consecuencia de los bombardeos de Francia a sus posiciones en Siria”. Por supuesto nadie le replicó que los franceses llevan meses bombardeando, pero lo que más me sorprendió es que nadie hiciera una reflexión evidente. “Pues lo mismo que llevan haciendo largos años. Intentar hacernos volar a todos por los aires.”

En ocasiones la memoria humana es sencillamente impresionante. ¿Es que alguien cree que el el yihadismo va a atacarnos con más o menos fuerza en función de lo que le ataquemos a él? ¿Es que alguien duda de que las víctimas que se han cobrado los últimos años no son las que han decidido cobrarse, sino las que han podido hacerlo? ¿Es que nadie se acuerda de la terrible venganza que nos auguraron como respuesta a la muerte de Bin Laden?

Al Qaeda y sus escisiones llevan años intentando perpetrar atentados en Occidente, y lo cierto es que sólo han cometido los que han podido. Ni uno más, ni uno menos. No nos equivoquemos; el resto se han desbaratado por las fuerzas de seguridad de las distintas democracias, y la colaboración entre ellas. Quien pretenda esconder la cabeza debajo del suelo y esperar a que el problema se solucione, quien piense que el problema puede arreglarse intentando caer mejor a los terroristas, se equivoca profundamente. Nadie tiene la solución universal, pero a nadie se le escapa que cualquiera de ellas ha de pasar por la necesaria derrota del poder territorial de DAES en Siria e Iraq. 

Otro de los comentarios digno de celebración provino de una conversación cualquiera. Una persona a la que nunca he considerado racista ni xenófoba –y que además estoy seguro de que en modo alguno lo es- declaraba que “si se subía un moro en el tren con un turbante se cambiaría de vagón”. Así, sin más. El problema era que “como iban con turbante no querían integrarse y podían ser potenciales terroristas”.

Dejando de lado la espeluznante equiparación entre Islam y terrorismo, entre una prenda de vestir y la absoluta falta de escrúpulos y de cualquier rastro de moral, hay una idea que subyace y que lleva rondándome desde el viernes. No es nuestra vida lo que está verdaderamente en peligro: un centenar de muertos en un continente de quinientos millones nos deja una muy baja probabilidad de perecer en un atentado. Lo que está en peligro es nuestra capacidad de relegar los más abyectos instintos por el uso de la razón, nuestra manera de entender una sociedad plural y democrática, y de aceptar lo diferente. Nuestros valores, nuestros sueños, nuestras ideas de un mundo mejor y más justo. ¿Seríamos capaces de dilapidarlos en el nombre del miedo?