Hay momentos coyunturales en la historia de los países.
Momentos que definen la trayectoria de las naciones en la Historia. La
revolución en la vieja Francia del antiguo régimen, las marchas de Garibaldi
hacia la final reunificación italiana, la aprobación por los
constitucionalistas americanos de su texto fundamental, la caída del muro entre
las dos Alemanias…
No son sólo estos, sin embargo, los hitos que llevan a una
nación hacia el éxito y el progreso. También está, importante en igual y a
veces en mayor medida, esa lucha silenciosa, constante, ingrata, de personas
cuyos esfuerzos y méritos no aparecerán en los libros de Historia, ni
probablemente en ningún periódico de gran cobertura, pero que conducen a una
comunidad hacia la mejora común. Una lucha desinteresada y siempre impagada,
sin objetivos finales salvo la defensa de los propios principios; y, sin
embargo, fundamental para la sociedad en la que surge. La gran desconocida. La
madre que lucha por reemplazar al mediocre director de un colegio desbordado
por el fracaso escolar, el médico que dedica horas añadidas a ayudar a un
paciente al que podría despachar con un alta, el científico que se deja la piel
para mantener viva una investigación de la que no va a obtener beneficio alguno,
salvo quizá una palmada en la espalda de algún director general que se
atribuirá sus méritos, el ciudadano que defiende sin tregua el patrimonio
histórico o natural que otro pelotazo urbanístico pretende destruir para
siempre…
Son esas pequeñas luchas, esas batallas individuales, las
que en ocasiones marcan el progreso –no necesariamente económico- de las
sociedades. Cada uno la suya, muchas veces solos, muchas veces en vano, pero
otras muchas condicionantes del futuro de otros muchos. Un país dirigido por
los mejores políticos, pero desprovisto de ese impulso individual, de esa lucha
desconocida e ingrata, puede tardar poco en irse al garete.
Lo cierto es que en España venimos siendo testigos del
efecto contrario. Un país cuya sociedad civil se ha movilizado para ayudar a
los más débiles de una crisis brutal –todavía viva-, que ha desvastado la clase
media y nos ha llevado a la cola de la OCDE en términos de igualdad. Un lugar
en que las familias ayudan a sus miembros lejanos, soportando entre todos el peso
de una aterradora cifra de desempleo que haría tambalear los pilares de estados
más prósperos pero menos solidarios.
Una comunidad que ha sabido hacer frente y derrotar a un terrorismo
afincado durante décadas. Un país líder en el mundo en donaciones de órganos. Un
país que, azotado brutalmente por la crisis, es admirado en toda Europa por ser
precisamente aquél en que los extremismos todavía son incapaces de cuajar
¿Tenemos, de verdad, los gobernantes que merecemos? ¿Estamos satisfechos? Y más
aún, ¿Podemos permitirnos seguir en este rumbo?
La deuda soberana ha crecido del 60% al 100% de nuestro PIB
desde comienzos de la crisis, y todavía seguiremos varios años más en déficit. El
fondo de reserva de la seguridad social se ha reducido a la mitad en la última
legislatura, de casi 70.000 millones al inicio a poco más de 30.000 millones de
euros en la actualidad. Tenemos la mayor tasa de desempleo del primer mundo,
tras Grecia, y una deuda privada acumulada de que ronda los 1.600.000 millones
descontando al sector financiero. Crecemos ahora (aunque todas las previsiones
apuntan a que dejaremos de hacerlo en dos años) ayudados por el desplome del
precio del petróleo –al que nuestro país muestra una grave exposición-, la
precarización de la mitad de unos empleados que ahora son pobres trabajando -y
que viajan entre contratos basura en su mayoría en fraude de ley- y un Banco
Central Europeo que lleva cuatro años inyectando dinero al 0.25% (ahora al
0.15%) intentando reanimar la economía europea con el inherente riesgo de que
caigamos en deflación... ¿Qué ocurrirá cuando los tipos vuelvan al 3%? ¿Y
cuando el petróleo vuelva a batir récords? ¿Es que alguien ha pensado en
cambiar el modelo productivo de este país? Los que han gobernado, evidentemente
no.
Pero no todo está en la economía. Nuestro poder judicial
está absolutamente politizado en su cúspide, a la que acceden cuando son
procesados, en puente de oro, los políticos a quien Sus Señorías deben el
puesto. Los Fiscales Generales del Estado se nombran a dedo por el Gobierno, y
dimiten por presiones de los mismos. Nuestros casos de corrupción han asombrado
hasta la estupefacción a nuestros socios europeos. En Francia, Inglaterra o
Alemania alucinan al ver a Mariano Rajoy todavía en el puesto tras aparecer su
nombre en los papeles de Bárcenas, implicación por la cual no ha dado todavía
explicaciones el todavía presidente en funciones, y que señala directamente a
la reforma de la sede del partido del Gobierno. Los indultos a condenados por
corrupción política se han sucedido sin explicación ni rendición de cuentas… El
Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión
Nacional de los Mercados y de la Competencia, son meras ventanillas del
Gobierno de turno, sin atisbo de la imparcialidad necesaria para desarrollar
sus funciones de control del mercado, lastrando la economía y la libre competencia
en igualdad de condiciones para favorecer a aquellos empresarios que más arrimen
su sardina al cálido ascua de las sedes de Génova y Ferraz. ¿Y el Tribunal de
Cuentas? El máximo fiscalizador de las cuentas públicas está infestado de
políticos que han de investigar las cuentas de los partidos que los nombraron.
Sin medios, claro. Las televisiones públicas –pagadas por todos- se doblegan
sin asomo de vergüenza ante los gobiernos autonómicos, y lo mismo sucedía con
unas cajas de ahorros que con cientos de años de historia, como consecuencia de
Ley de Cajas que permitió su control por los partidos, han sido saqueadas hasta
perderse para siempre.
Tenemos un país sin discurso y sin cohesión territorial como
consecuencia del politiqueo de medio pelo entre presidentes de Comunidades
Autónomas, sólo preocupados por el qué hay de lo mío y el rédito electoral, y
el pasteleo entre los viejos partidos y unos nacionalistas que viven muy
acomodados en España, acumulando prebendas y ventajas a cambio de votos
puntuales. Fiscales siendo ordenados no investigar a Pujol, mientras Pujol
investía a presidentes del Gobierno… ¿Nos hemos vuelto locos?
Pero, aunque el bipartido haya estado muy de acuerdo en
mantener los tribunales y las televisiones politizados, y de meterse en los
bolsillos las cajas de ahorros, los
acuerdos en los grandes temas de Estado (pensiones, educación,
financiación autonómica) brillan y brillarán siempre por su ausencia. Los
viejos partidos prefieren usarlos de arma arrojadiza en los debates de campaña,
en lugar de ponerse manos a la obra, para poder seguir pretendiendo que tienen
grandes diferencias y sostener el eterno turnismo que nos ha llevado al
desastre.
He aquí la España que tenemos. La que nos han (¿o les
hemos?) dejado.
Una de las conclusiones a las que llegué, tras largos meses
de reflexión durante mi año en Inglaterra, fue que no existen motivos reales e
insalvables por los que al Reino Unido deba irle mejor que a España en el
mundo. Ni siquiera la excepcional situación de la que gozan en relación con la
Commonwealth, de la que la posición de España respecto de los países iberoamericanos no tiene
nada que envidiar.
No existe motivo alguno, en realidad. Salvo uno. Son la
democracia parlamentaria más antigua de Europa, y se nota. No sólo existe el
derecho al voto, existe a su vez una responsabilidad al ejercerlo. Casi 500
años de parlamentarismo dejan huella, y los británicos son conscientes de que
llevan 130 de ellos escribiendo su propia historia con sus votos. Al final, no
pude evitar descubrir durante mi estancia que los ingleses, pragmáticos como
son, entienden mayoritariamente que la democracia es como todo lo demás en la
vida: una decisión más que tomar. La única diferencia con un cambio de trabajo
o de casa es el carácter colectivo de la ruta a tomar. No existe el infantil “me
enfado y ya no juego” tan típico de nuestro país. Como hacemos los españoles
con todo lo demás en la vida, cuando no hay opciones buenas se toma la menos
mala, pero se elige. Del mismo modo en que cuando no decidimos podemos perder
las riendas de nuestra vida, los británicos parecen comprender mejor que otros
pueblos que no participar en democracia es perder las riendas del destino del país.
No importa que no se esté de acuerdo en todo, sino en lo esencial. No existen,
por supuesto, partidos a medida, pues habría tantos como ciudadanos.
Al final, todo se reduce a una verdad esencial: en democracia, como en la vida, no hay opciones perfectas. Sólo hay opciones mejores y peores.
Una vez dijo Albert Einstein que sólo un loco pretende
obtener, como consecuencia de comportamientos iguales, resultados distintos.
¿Vencerán los locos el próximo 20 de diciembre?