Los españoles estamos
saturados de política. La eterna campaña electoral no tiene visos de querer
llegar a su fin, los telediarios y periódicos nos bombardean todos los días con
alusiones al bloqueo político actual, seguidas de las declaraciones de sus sonrientes causantes, condenándolo y lavándose las manos al mismo tiempo como si no fuera con ellos. El otro día un autor
lamentaba, con toda la razón, que no defendió con su vida la democracia
española en el País Vasco, en los duros años de plomo, para esto.
Nadie pone en duda ya que nos encontramos en un punto de inflexión de nuestra historia democrática. Las discrepancias aparecen, en cambio, al
preguntarnos, con todo sentido: ¿nos encontramos ya en esa nueva etapa, en la estación de destino, o cabalgamos todavía los últimos estertores de un
sistema que expira y que, cual ave Fénix, renacerá renovado de sus cenizas?
Me cuento entre los que
apuestan por el último escenario. Vivimos
los últimos días de un modelo que llega a su fin –o, al menos, debe hacerlo-;
aquél que asombró al mundo al dar forma a una de las más exitosas transiciones
democráticas , reintegrando a España a un constitucionalismo que
prácticamente había inaugurado más de un siglo y medio antes, en los
albores de un siglo XIX que después dedicaríamos a nuestra triste y principal afición durante largas décadas: desangrarnos en conflictos internos y
guerras civiles en defensa del legítimo derecho de gobierno de liberales, carlistas, nacionales y republicanos.
Las cosas de palacio, se dice,
van despacio. No todo fueron mariposas y apretones de manos en la Transición
política. España pasó de acuchillar al rival a soportarlo, lo cual era un paso
decisivo, pero no definitivo. ¿En algún momento del camino aprendimos a aceptar
verdaderamente –que no meramente soportar- al rival democrático? ¿Es que en
algún momento abandonamos el frentismo, esta vez democrático, en el nuevo
sistema político que vio nacer la Transición? Mi generación ha vivido los últimos efluvios de una guerra
civil que pertenece a la Historia pero sigue condicionando el presente de
nuestro país: la bandera de más de dos siglos que una parte de la
población cree inventada por Franco, la identificación del ajeno o
contrario al nacionalismo periférico como nacionalista español, el complejo de
inferioridad frente a otras naciones europeas con sus propios vicios y virtudes...
En España, como decíamos,
y a excepción de un terrorismo vasco que parece haber desaparecido al fin,
pasamos de matarnos a soportarnos. Cambiamos el fusil por el micrófono y la
letra impresa, pero el frentismo ha continuado su andadura por una sencilla
razón: ha sido excepcionalmente rentable en términos políticos.
En efecto, es mucho más
fácil construir un relato acudiendo al bueno y al malo, al “ellos” y el “nosotros”, que intentando
explicar las bondades del ideario o la gestión propia. ¿Por qué tomarse el
tiempo de construir una torre más alta, cual familia adinerada de San Gimignano, cuando simplemente puedes derribar la
del rival? Es mucho más fácil discutir por posiciones que entrar al debate de
las ideas, donde cada uno ha de tomar partido en función de su propia razón y conciencia, y
no del “pack” ideológico al que ha
decidido adherirse o al que permanece afiliado desde niño por tradición
familiar. En España, no es ningún secreto, la mayor parte de la población
ha sido siempre de un equipo de fútbol y de un partido político.
El frentismo tiene otra
ventaja elemental, que conocen muy bien los moradores de sistemas políticos
bipartidistas. No es preciso hacer las cosas bien para ganar las elecciones,
tan sólo es necesario que tu oponente las haga peor. Y, si los gobiernos se
asemejan demasiado, nada como agitar el aborto o la religión en las aulas para
espolear esas diferencias irreconciliables que separarán siempre a los depositarios del turnismo.
Así que, acostumbrados a la
antigua usanza bipartidista -engrasada con bisagras nacionalistas en aquellas legislaturas
sin mayoría absoluta-, llegan las tan esperadas elecciones generales del pasado 20 de diciembre.
Dos nuevas fuerzas irrumpen en el panorama político nacional y no sólo ningún
partido tiene mayoría absoluta, sino que ningún “bloque ideológico” (izquierda,
centro-izquierda o centro derecha) obtiene los suficientes apoyos para llegar a
un pacto a dos e investir un gobierno.
A alguien se le ocurre que
la solución al atolladero pueden ser unas segundas elecciones, así que acudimos
a ellas para descubrir que, escaño arriba o escaño abajo, sorpasso o “tortasso” aparte, el cuatripartidismo ha venido para quedarse y la
situación de bloqueo se repite. ¿Y para qué? Pedro Sánchez le da a probar de su propia medicina a Mariano
Rajoy en una investidura fallida, y el crono vuelve a contar hacia unas
terceras elecciones que supondrán una auténtica vergüenza nacional y provocan ya indisimuladas sonrisas en el mundo independentista: “¿no os habíamos dicho que
este país nunca va a funcionar?”.
De nada servirían las
dulces promesas de un presidencialismo en el que poder perpetuar el
guerracivilismo –poco viables dado el actual estancamiento-, ya que este
sistema puede ser aún más dañino en manos de partidos que no saben ceder o
hacer una oposición responsable. No. En atenta mirada, es evidente que el verdadero problema no reside en las reglas de juego del sistema político español. Reside
en los jugadores, esto es, en los secretarios generales y presidentes de las
calles Ferraz y Génova, dispuestos a paralizar el país hasta sentarse -o renovarse, según el caso- en la cabecera del Consejo de Ministros.
Asomados al barranco de
unas terceras elecciones, es el momento de aceptar el momento histórico actual.
Sólo hay, en realidad, dos opciones.
La primera es seguir en la
negativa cerril, en las trincheras ideológicas –más folclóricas que reales-
cerrando los ojos a una sociedad que es distinta y más plural. El resultado es
el desencanto ciudadano, la desconfianza en la política, el fracaso como
democracia y el bloqueo permanente.
La segunda es enterrar
definitivamente el frentismo, aceptar, mediante una abstención, el gobierno de quien más apoyos parlamentarios reúna, y cerrar un capítulo exitoso pero
agotado de nuestra historia. El resultado es la colocación definitiva de esa primera piedra de la tan esperada Segunda
Transición hacia una sociedad más exigente, más respetuosa, más democrática. Todo en un gesto irreversible y sin precedentes: la aceptación final del gobierno del otro. El derecho de una democracia madura, si se quiere, a “equivocarse” democráticamente en favor del rival.
Será difícil, sí, pero más
lo fue sin duda transitar con éxito aquella primera Transición. Muchos
apostaron a que no seríamos capaces, pero lo fuimos.
¿Estaremos a la altura
esta vez?