martes, 8 de agosto de 2017

Franco no ha muerto

Curioso resulta el efecto que un ya lejano Franquismo –este año se cumplen 40 de las primeras elecciones de la Transición- sigue desplegando, cual negras alas, sobre una parte relevante de la sociedad española. Un efecto perverso, absurdo y no desprovisto de un considerable grado de paranoia, consistente en que las posiciones políticas o históricas se calculan en virtud de su distancia con el difunto “Generalísimo”. Franco ha muerto, sí, pero sigue condicionando la actualidad y el posicionamiento político cual vértice geodésico (mudo e invisible, pero siempre presente) desde el cual se calibran las propias ideas, las convicciones políticas e incluso históricas, en la España del siglo XXI.



Sólo así pueden explicarse –y mucho me costó entenderlo, desde la claridad de la distancia con que una ciudad de West Yorkshire me obsequió hace unos años- fenómenos paranormales endémicos de España y que desde el exterior causan en el mejor de los casos curiosidad, en el común de ellos sencilla incomprensión y, en los extremos más graves, abierta incredulidad. Hablo, por supuesto, de fantasmas como aquél que planea sobre una bandera con más de doscientos años de historia (cuya invención, sorprendentemente, se atribuye por algunos -aún hoy- a una dictadura que comenzó su andadura hace 78 años), o sobre el descubrimiento y colonización española de Latinoamérica, hecho histórico sin el cual es sencillamente incomprensible el mundo actual y tantas veces reducido (por iluminados que, en absoluta falta de perspectiva histórica -por no decir lisa y llana ignorancia- pretenden juzgar el pasado con los ojos del presente) a un despiadado, brutal y sistematizado genocidio de indígenas americanos. La operación mental es sencilla: Franco exaltó la gloria del pasado Imperio, ergo, en lógico y matemático silogismo hipotético, un imperio fundado 400 años antes del nacimiento del Dictador era en realidad una gran operación franquista. 

No obstante, las más graves y patentes manifestaciones de este vértice político invisible –Franco- y sus efectos en la actualidad política española se aprecian en todo lo relacionado con nacionalismos y regionalismos. La diferencia con nuestros socios europeos no se refiere a la existencia de dichos movimientos –y ahí están flamencos, alsacianos, bretones, bávaros, silesios, frisos, escoceses, galeses, norirlandeses, mirandeses y “padanos” como pruebas vivientes- sino en cuanto a la actitud de los partidos de gobierno ante los mismos. Franco configuró un Estado centralista, motivo por el cual el centralismo, en aplicación del mismo silogismo anterior, es también abiertamente fascista y franquista y, en la misma lógica, cuanto menos se aprecia el centralismo más progresista y demócrata se es (por supuesto, desde esta perspectiva, la República Francesa es un perfecto ejemplo de fascismo en la Unión Europea). 

Es por este motivo que en España, curiosa patología, una parte relevante de la sociedad (y, en particular, de la izquierda política) acepta sin sonrojarse -cuando no defiende con ahínco- una vergonzosa desigualdad de derechos y obligaciones entre ciudadanos del mismo país (véase los privilegios fiscales de País Vasco y Navarra), pero consideraría intolerable y retrógrada la devolución de competencias que garantizan la igualdad de oportunidades -como Sanidad o Educación- a la Administración General del Estado. Sólo en España sería posible concebir que, en una conferencia en la que el primer ponente fuera un flamante y convencido nacionalista que reclamara el otorgamiento de privilegios y prebendas a su región por encima del resto de ciudadanos del país, y el segundo ponente otra persona que abogara por la recuperación por el Estado de determinadas competencias en garantía de la igualdad de los ciudadanos o la eficacia de la actuación pública, el segundo de ellos corriera con mayor riesgo de ser reprobado por fascista o reaccionario que el primero. Esto es, en España es más políticamente correcto exigir el privilegio y la discriminación para una parte que defender la igualdad de derechos para el todo. 


En similares términos, habiendo sido ya advertidos internacionalmente -por tan reconocidos nacionalistas españoles como los historiadores británicos- de que la Generalitat de Cataluña adoctrina en Historia falsa en sus libros de texto (describiendo, por ejemplo, la guerra de sucesión de 1714 como una “conquista” por “España” de Cataluña), no se reacciona en defensa de la verdad histórica. ¿El motivo? Una intervención de la Alta Inspección del Estado que combatiera la propagación a los más débiles de abiertas y burdas mentiras sería a buen seguro abiertamente tildada de “fascista”. En cambio, como efecto de la descrita patología sociológica, la manipulación  de la Historia por el nacionalismo catalán -al más puro estilo de “1984”- será, por supuesto, considerada mucho más compatible con la Democracia que la recuperación a nivel nacional de unas competencias arbitrariamente ejercidas. 

En la misma línea, con la Generalitat de Cataluña en abierta rebeldía desde hace más de dos años -salvo en lo que se refiere a poner la mano al FLA por miles de millones de euros financiados por el resto de españoles-, resulta evidente que una hipotética aplicación del artículo 155 de la Constitución, en salvaguarda de una legalidad constitucional que costó casi 200 años de guerras civiles conseguir, será considerada por gran parte del pueblo español como “reaccionaria” o “fascista” frente al desafío al Estado de Derecho por una institución constitucional –El Govern- cuyo poder nace precisamente del Estatut y la Constitución que ahora se pretenden dilapidar. La defensa de una democracia con base en los propios mecanismos constitucionales de la misma es, exclusivamente en España, más democráticamente reprochable que el propio desafío a la misma. ¿El mundo al revés? No, sencillamente el efecto de ese vértice invisible que todo lo condiciona, todo lo distorsiona, en la política española. 

Se equivocaba Arias Navarro: Franco sigue vivo en cada trinchera ideológica, en cada una de las posiciones políticas asumidas por la ciudadanía sin sentido crítico, sin criterio propio y racional. Sigue vivo en cada una de las verdades políticamente incorrectas que no pueden defenderse por acción del efecto descrito, y en cada uno de los mitos y mantras que asumimos las sucesivas generaciones sin contrastar, sin siquiera cuestionar, en un relato de buenos y malos siempre utilizado a conveniencia por los líderes de turno.

No, Franco no ha muerto. No lo hará mientras no nos atrevamos a sacudirnos su larga sombra de la espalda y comencemos a caminar, a pensar, en libertad, por nosotros mismos. ¿Seremos capaces?