Y llegó el 1 de octubre con el peor de
los escenarios. Un espectáculo ensayado, pre-orquestado perfectamente,
coordinado entre unos Mossos cuyo mando les ordenó ignorar la orden del
Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de precintar centros electorales –que
hubiera evitado la mayor parte de los incidentes- y unas masas que acorralaron
y provocaron a una Policía Nacional y Guardia Civil que sí acató la orden
judicial durante toda la jornada, en el marco del operativo solicitado por la
Fiscalía y coordinado por el Ministerio del Interior. El resultado, la
antiestética imagen del policía retirando urnas entre unas masas embravecidas y
de “votantes” heridos en su intento de votar. A favor o en contra de la
Constitución, a pocos españoles no revolvió el estómago la vergüenza ante el
desastre democrático que la jornada supuso, principalmente, por el espectáculo
embarazoso que transmite al mundo no ya la intervención policial y sus cuatro
imágenes más impactantes, sino el que se haya podido llegar hasta aquí en un
país civilizado de Europa, en pleno siglo XXI, en una región rica y próspera
con un grado de autogobierno que deja a la sombra a la práctica totalidad de
las regiones de Europa.
Varios días después del desastre, en
España comienzan a conocerse las vicisitudes de la jornada. De los 890 “heridos”
(cifra a la ligera dada por válida y que, no debe olvidarse, se publicó por
institución tan poco sospechosa de imparcialidad como el propio Govern catalán que convocó el referéndum a
sabiendas de su ilegalidad, embarcando a la mitad de Cataluña en una coartada colectiva de difícil salida),
trasciende que sólo 4 fueron hospitalizados, dos leves y dos graves, uno de
ellos de un infarto mientras se producía un altercado.[1] Nadie niega lo evidente:
hubo excesos que deben reprocharse y nos
entristecen. Notorios son y no revelo a nadie nada enumerándolos. Pero también
hubo muchas otras cosas, que muchos diarios internacionales obvian y que, si
tenemos algún apego a la verdad, es preciso difundir: innumerables imágenes
falsas (como la del niño sangrando que correspondía a una intervención de los
Mossos en 2012),[2] declaraciones falsas y dirigidas como las de
una mujer que afirmaba que un Policía Nacional “le había roto uno a uno varios dedos” y “le había agredido sexualmente” (ambos incidentes difundidos a la
prensa internacional por Gerard Piqué y Ada Colau respectivamente) para luego
admitir que lo primero en realidad era una capsulitis en un dedo y lo segundo “se lo había inventado por el calor del momento”,[3] acoso, empujones, pedradas y provocaciones
permanentes a los agentes buscando la foto,[4] niños que tenían que estar
en su casa utilizados como escudos humanos,[5] intervención de los mismos
hackers rusos que colaboraron con la victoria de Trump,[6] policías y guardias
civiles hostigados con nocturnidad en sus habitaciones o camarotes,[7] cuando no directamente
expulsados de sus propios hoteles o de poblaciones por turbas violentas y
enloquecidas.[8]
Todo ello por no hablar del bochornoso
adoctrinamiento de menores por parte de los servidores de la enseñanza pública
catalana que, no contentos con explicar desde hace años Historia falsa en las
aulas[9] o desterrar el castellano
en la formación de los niños,[10] han demostrado una absoluta
falta de escrúpulos esta semana al bombardear a los menores con propaganda de
condena de “la policía asesina de ocupación española” (Guardia Civil y Policía
Nacional comparten desde la creación del cuerpo de policía catalana o Mossos
d’Esquadra las funciones policiales con dicho cuerpo, como en el País Vasco o
Navarra). A nadie sorprende ya tampoco, en esta línea, que la manipulación sistemática
de TV3 (cadena pública que, debiendo por ley ser plural y de todos, lleva ya
años ofreciendo el tiempo detallado del sur de Francia y Andorra pero no del
resto de la península),[11] haya emitido en su canal
infantil un virulento alegato frente a esos policías invasores y violentos que
oprimen al indefenso pueblo catalán.[12]
Lo siguiente, la declaración unilateral
de independencia el próximo lunes, con única coartada en el teatro de
referéndum que vimos el domingo: sin censo, sin órganos neutrales, sin
autoridad electoral, sin sobres, sin identificación y cruce de datos para
impedir el voto múltiple, mesas constituidas en casas particulares (como la de
Anna Gabriel), sin quórum o participación mínima, incumpliendo hasta lo
dispuesto por la propia norma ilegal que pretendía darle cobertura, sin campaña
o participación alguna de los defensores del “SÍ” a la convivencia. ¿El
resultado? Si en un achaque de ingenuidad tomáramos por válidos los datos
recabados con estas carencias (lo que no sólo ofende a la inteligencia sino que
ha sido desestimado expresamente por los propios “observadores” internacionales
convocados por la Generalitat), el 30% de los catalanes (el 89.3% de 2.262.424 de
votos, en una comunidad con 5.311.000 votantes en su censo), estaría
independizando al 70% restante.
Frente a esto, podríamos hacer de nuevo
un profuso y denso estudio de cómo la dejación de funciones del Gobierno en
Cataluña durante décadas ha permitido que una minoría intolerante acapare la
hegemonía política de la región, acorralando metro a metro a esa otrora aplastante
mayoría de catalanes (ahora se sitúa, encuesta arriba, encuesta abajo, en la
mitad) que aprobaron con mayor ímpetu que la media nacional –nada menos que un
91%- el proyecto democrático común en 1978. También podríamos proponer otro
análisis, que haría correr ríos de tinta, sobre el porqué di dicha dejación
(sin ir más lejos, lo traté en un reciente artículo este verano titulado
“Franco no ha muerto”).[13]
Asimismo, podríamos abrir un debate
sobre qué ha fallado en la gestión de la crisis por un Gobierno que ha
permanecido impasible mientras se trasladaba la revuelta frente a la
Constitución de los despachos a la calle. Que ha preferido enterrar la cabeza
(muy característico de Mariano Rajoy, especialista en ignorar los problemas
hasta que se pudren) mientras un President en rebeldía contra el orden
democrático se convertía progresivamente en medio Parlament rebelde, en más de
700 alcaldes rebeldes, en 10.000 voluntarios del referéndum rebeldes, en más de
un millón largo de ciudadanos participando en un atentado contra el principio
de legalidad, el Estatuto de Autonomía de Cataluña, la Constitución Española y
los fundamentos de cualquier democracia constitucional.
Posteriormente nos llevaríamos todos las
manos a la cabeza ante las reacciones iniciales de la prensa internacional por
la gestión de la crisis, acompañadas de un llamamiento al “diálogo” que, por definición, consideraba “interlocutor válido” a un Carles Puigdemont que
ha acumulado ya al delito de desobediencia cometido aquel fatídico 6 de
septiembre los de malversación de caudales y sedición, y que va camino del más
grave tipo de rebelión si consuma el golpe mediante la declaración unilateral
de independencia. En el marco de la Constitución, “dialoguen con el
delincuente”, nos recomendaban desde la Comisión Europea, ante la estupefacción
e indignación de buena parte de la ciudadanía española. ¿Y es que a nadie se le
ha ocurrido que si cualquier demócrata de un Estado de Derecho en condiciones
ve a dos políticos lanzarse bravuconadas, cada uno desde su respectiva sala de
prensa, es incapaz de concebir que uno de ellos lleve un mes cometiendo delitos
y anunciando otros a pecho descubierto, debiendo por tanto estar ya
inhabilitado o en la cárcel? ¿Dónde está, entonces, el Estado de Derecho? Cualquier
hijo de vecino a miles de kilómetros de distancia, en una Democracia que se
precie, no puede sino imaginar que ambos
discrepan, dentro de la legalidad, en torno a una cuestión meramente política y los dos, por tanto,
gozan si no de su buena parte de razón, desde luego de legitimidad para hablar
desde su tribuna; ambos deberán, en consecuencia, dialogar para hallar una solución,
como es deber de los políticos; ambos son “interlocutores válidos”. ¿Cómo hemos
podido permitir este escenario?
Sin embargo, de nada sirve lamerse las
heridas a menos de una semana de la declaración unilateral de independencia. Es
preciso tomar las decisiones y habilitar los mecanismos que la Constitución
española prevé para abortar este salto al abismo, antes de que sea demasiado
tarde –quizá no para la recuperación del Estado de Derecho, pero ciertamente sí
para que nos hagamos heridas que tomarán décadas en cerrar-. Actuar en defensa
de la Constitución española, del Estatuto de Cataluña, del Estado de Derecho
sin el cual no hay libertad posible.
En cuanto a Europa, sin perjuicio de la
rectificación progresiva que las instituciones comunitarias y la prensa
internacional han venido acometiendo según fluía la información hacia Bruselas
y el resto del mundo, es preciso que tome nota de algo: “dentro de la
Constitución” implica el respeto del principio de legalidad del artículo 9.3
(esto es, el sometimiento de ciudadanos y autoridades al ordenamiento jurídico
del que surge su legitimidad –dentro del mismo, por supuesto, al Código Penal-),
al principio de igualdad de todos los españoles del artículo 14 (esto es, que
si yo cometo un delito asumiré mi responsabilidad penal y si Carles Puigdemont
ha cometido tres ha de asumir la suya) y al artículo 155, calcado de la
Constitución alemana, que establece claramente que si una Comunidad Autónoma no
cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, el
Gobierno podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al
cumplimiento forzoso de dichas obligaciones.
En este sentido, proteger legítimamente,
con la Constitución en la mano, a los millones de catalanes que quieren seguir
siendo españoles, que no quieren un billete sin retorno fuera de la Unión
Europea y del Estado de Derecho -ni mucho menos para entregarse a una República Catalana fracturada, marginada internacionalmente, quebrada económicamente y en manos de las CUP- no es una opción,
sino un deber inaplazable del Gobierno. Un deber que el propio Rey tuvo que
recordarle ante su inacción el pasado martes. Ya hemos llegado tarde a la
primera vía, permitiendo que el conflicto se extendiera a la sociedad. No
lleguemos tarde también al artículo 155. Cada día que pasa puede hacer
insuficiente el mismo y necesario el estado de excepción.
Me sumo a la demanda de tantos españoles
de toda clase y condición: si Mariano Rajoy no se atreve a cumplir su
juramento, a defender la Constitución y el marco de convivencia que ha
garantizado los mejores 40 años de nuestra historia, que deje paso.