sábado, 25 de mayo de 2019

Reflexiones para un día de reflexión



La Democracia es, en muchos aspectos, una mera proyección colectiva de la vida individual del ser humano. La vida individual frente a la vida colectiva, en sociedad, bajo un sistema de derechos y libertades capaz de conjugar los intereses contrapuestos de sus integrantes. Un sistema político que Winston Churchill definiera, en la tan conocida como acertada máxima, como “el peor a excepción de todos los demás”.
La Democracia, como la propia vida, es imperfecta. Conviene aceptarlo de entrada, pues como creación y hogar de sociedades conformadas por seres humanos, todos perfectamente imperfectos, sólo un lunático infantil puede esperar de ella que nos conduzca a un permanente éxtasis de armonía social y plenitud política.
Pocos rechazaríamos mudarnos gratuitamente a determinado ático con piscina y terraza en el Paseo del Prado o la Diagonal barcelonesa, pero los límites de la existencia (que comprendemos plenamente en su escala individual), y la aceptación de los mismos que es parte esencial de la madurez, nos hacen optar por ese otro “mal menor” que siempre será mejor que las devastadoras consecuencias de no decidir en absoluto. En otros términos, todos aceptamos en nuestra vida personal la permanente necesidad de decidir (¿es que la vida consiste en otra cosa?), y lo racional de hacerlo, cuando sea necesario, optando por el menor de varios males.
Sin embargo, curiosamente, en la cuestión política muchas veces nuestro razonamiento se transforma hacia una visión un tanto infantil, caracterizada no por la búsqueda de la perfección (natural y saludable) sino por la exigencia de dicha perfección. Exigimos que la persona y el partido a quien conferimos nuestra representación se alineen en presente y pasado, en todos los ámbitos, cual traje a medida, con nuestra percepción. Algo del todo imposible, en tanto que individuos únicos e irreplicables.
La frustración resultante en ocasiones se canaliza en una forma de rabieta más digna del patio de un colegio que de una persona adulta, consistente en pasar henchidamente al “ya no juego”. “Todos son iguales”, es el pegadizo eslogan explicativo, frecuentemente proclamado condescendientemente por quienes ni conocen a “todos” ni podrían explicar, siquiera, con mínimo detalle, cuáles son los fundamentos de dicha “igualdad”. Un tobogán directo al callejón sin salida de la degeneración política, un salvavidas para los mediocres y un patíbulo para todos aquellos que, con sincero y honrado esfuerzo, sacrificios personales y muchas veces económicos, entregan su tiempo y energía al servicio de la cosa pública.
Esta postura, que explica la mayor parte de la abstención electoral, tiene una ventaja indiscutible: la ilusión de que “no decidir” es irresponsable en lo personal, pero no en cambio en política. Nada más lejos de la realidad, pues la abstención tiene un efecto determinante en la formación de la voluntad del cuerpo político, con todas las implicaciones que ello conlleva. No en balde en Grecia se denominaba a aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino sólo de sus intereses privados, con el término idiotes (del que deriva nuestro actual “idiota”).
La participación electoral de los ciudadanos es la base de la Democracia representativa, la única posible, que garantiza nuestra convivencia bajo un régimen de derechos y libertades, respetuoso de las minorías, en que los poderes públicos -dotados de legitimidad democrática- se ejercen bajo el principio de separación de poderes y el sometimiento pleno a la Constitución como norma suprema del ordenamiento y expresión del pacto social. El peor de los sistemas políticos, a excepción de todos los demás, bajo el que cuarenta años más tarde tenemos la inmensa suerte de seguir conviviendo.