La
Democracia es, en muchos aspectos, una mera proyección colectiva de la vida
individual del ser humano. La vida individual frente a la vida colectiva, en
sociedad, bajo un sistema de derechos y libertades capaz de conjugar los
intereses contrapuestos de sus integrantes. Un sistema político que Winston
Churchill definiera, en la tan conocida como acertada máxima, como “el peor a excepción de todos los demás”.
La
Democracia, como la propia vida, es imperfecta. Conviene aceptarlo de entrada,
pues como creación y hogar de sociedades conformadas por seres humanos, todos
perfectamente imperfectos, sólo un lunático infantil puede esperar de ella que
nos conduzca a un permanente éxtasis de armonía social y plenitud política.
Pocos
rechazaríamos mudarnos gratuitamente a determinado ático con piscina y terraza
en el Paseo del Prado o la Diagonal barcelonesa, pero los límites de la
existencia (que comprendemos plenamente en su escala individual), y la
aceptación de los mismos que es parte esencial de la madurez, nos hacen optar
por ese otro “mal menor” que siempre será mejor que las devastadoras
consecuencias de no decidir en absoluto. En otros términos, todos aceptamos en nuestra
vida personal la permanente necesidad de decidir (¿es que la vida consiste en
otra cosa?), y lo racional de hacerlo, cuando sea necesario, optando por el
menor de varios males.
Sin
embargo, curiosamente, en la cuestión política muchas veces nuestro
razonamiento se transforma hacia una visión un tanto infantil, caracterizada no
por la búsqueda de la perfección (natural y saludable) sino por la exigencia de
dicha perfección. Exigimos que la persona y el partido a quien conferimos
nuestra representación se alineen en presente y pasado, en todos los ámbitos,
cual traje a medida, con nuestra percepción. Algo del todo imposible, en tanto
que individuos únicos e irreplicables.
La
frustración resultante en ocasiones se canaliza en una forma de rabieta más digna del
patio de un colegio que de una persona adulta, consistente en pasar henchidamente
al “ya no juego”. “Todos son iguales”,
es el pegadizo eslogan explicativo, frecuentemente proclamado
condescendientemente por quienes ni conocen a “todos” ni podrían explicar,
siquiera, con mínimo detalle, cuáles son los fundamentos de dicha “igualdad”.
Un tobogán directo al callejón sin salida de la degeneración política, un
salvavidas para los mediocres y un patíbulo para todos aquellos que, con
sincero y honrado esfuerzo, sacrificios personales y muchas veces económicos,
entregan su tiempo y energía al servicio de la cosa pública.
Esta
postura, que explica la mayor parte de la abstención electoral, tiene una
ventaja indiscutible: la ilusión de que “no decidir” es irresponsable en lo
personal, pero no en cambio en política. Nada más lejos de la realidad, pues la
abstención tiene un efecto determinante en la formación de la voluntad del
cuerpo político, con todas las implicaciones que ello conlleva. No en balde en
Grecia se denominaba a aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino
sólo de sus intereses privados, con el término idiotes (del que deriva nuestro actual “idiota”).
La
participación electoral de los ciudadanos es la base de la Democracia representativa,
la única posible, que garantiza nuestra convivencia bajo un régimen de derechos
y libertades, respetuoso de las minorías, en que los poderes públicos -dotados
de legitimidad democrática- se ejercen bajo el principio de separación de
poderes y el sometimiento pleno a la Constitución como norma suprema del
ordenamiento y expresión del pacto social. El peor de los sistemas políticos, a
excepción de todos los demás, bajo el que cuarenta años más tarde tenemos la inmensa
suerte de seguir conviviendo.