“La fortuna sonríe a los valientes”, sentó Virgilio en la Eneida. Y Pedro es audaz. Eso hay que reconocérselo. Bien es cierto que la audacia, en sí misma, no es ni buena ni mala. Depende, como tantas cosas en la vida, del fin que mueva al “audaz”.
Lo fue cuando aguantó el pulso (tras las segundas elecciones en 2016) hasta quebrar su partido a la mitad, con ese “no es no” que ahora reprocha al mismo Partido Popular al que se lo aplicaba. Lo fue cuando el fatídico Comité Federal, con toda la vieja guardia del partido en contra suya (y, a mi juicio, a favor del sentido común) forzó su salida para permitir la débil gobernanza de Rajoy como único medio de evitar unas terceras elecciones. Reconozco que yo también reí cuando, tras su destitución y su renuncia al acta de diputado –otra audacia-, decidió “recorrer con su coche España para convencer de la alternativa necesaria”. Varios meses más tarde había recuperado, tras las primarias del Partido Socialista en que se enfrentó, audazmente, al aparato en pleno, las riendas del PSOE frente a la otrora poderosa Susana Díaz. De nuevo en el trono de Ferraz, sufrió el vacío de no tener silla en el escaparate político nacional, el Congreso de los Diputados, sobrellevando con paciencia la soledad del outsider mientras los demás líderes se lucían en la tribuna.
Con coartada en la sentencia que condenaba al Partido Popular, fue audaz en proponerse a sí mismo en la moción de censura que había de acabar –por entonces parecía imposible- con Rajoy. No tenía los apoyos y Rivera sugería una investidura “técnica” para convocar inmediatamente unas elecciones deseadas por los españoles, en un tiempo en que las encuestas eran lideradas por Ciudadanos. Fue audaz en su doble mentira: no llegaría al Gobierno con los votos de ERC y lo haría a fin de convocar elecciones. Ni la una, ni la otra. Audaz, sí, pues la audacia no entiende de moralismos.
Paralizada la legislatura por la mayoría del Partido Popular en el Senado, fracasado el proyecto de Presupuestos Generales del Estado en clara prueba de la debilidad del llamado "bloque de la moción de censura" (también conocido como Frankenstein), y con unas elecciones autonómicas y municipales de pronóstico desastroso a la vuelta de la esquina, convocó elecciones generales un mes antes de la cita prevista. La llegada de Vox había dotado de aire a su relato y, enarbolando el discurso del miedo (como lo hiciera en su día Rajoy con Podemos), se autoerigió en paladín de la izquierda frente a la vuelta del “fascismo”.
“Arrasó” el 28 de abril, lo que abrió las puertas a un resultado francamente bueno el 26 de mayo (a salvo algunas amargas derrotas como las del Ayuntamiento y Comunidad de Madrid) elecciones que dotaron a un PSOE otrora dividido y maltrecho del mayor poder territorial desde hacía décadas. Cuando hay botín que repartir ningún “barón” conspira contra el Rey, y lo que era un partido roto y sin autoestima se convirtió en la primera fuerza política de España, la única socialdemocracia de peso en Europa Occidental. ¿Continúo?
Tras el fracaso, en julio, de las negociaciones del gobierno de coalición con Podemos los sondeos del partido comenzaron a sonreír al PSOE de cara a unas nuevas elecciones generales. La decisión estaba tomada, la suerte echada y Pedro ha llevado a cabo su última audacia: forzar las cuartas elecciones generales en cuatro años. La oferta de coalición que valía en julio, y que ahora Pablo Iglesias aceptaba, se retiró. La sencilla y plenamente asumible oferta de abstención de Rivera encima de la mesa, si bien tarde y mal, se desechó con un forzado “ya se cumplen las condiciones”.
Fortuna Pedro iuvat. Hasta ahora. Pero las elecciones las carga el diablo y a estas puede que con mayor motivo para Sánchez. En primer lugar, porque el tema central a tratar en la campaña será la responsabilidad de la repetición electoral, que es difícilmente atribuible a los demás ante dos ofertas “razonables” por los dos lados que el Sr. Sánchez ha rechazado con manifiesto desprecio.
Por otro lado, porque el cartucho del miedo a Vox ya ha sido disparado, y una izquierda que ha visto a sus líderes fracasar por los sillones pudiendo llegar a un acuerdo tiene todas las papeletas para una desmovilización muy peligrosa para sus intereses.
Tampoco puede desconocerse el calendario. El PSOE ha crecido hasta límites antes impensables tras recuperar una buena porción del voto que antaño se inclinó por Podemos –merced al miedo a Vox- y arañar al tiempo, por el centro, a un Ciudadanos repentinamente empeñado en liderar la derecha española a costa de renunciar a su previo papel de bisagra centrista. Todo lo anterior puede irse al traste con facilidad ante las previsibles consecuencias de la sentencia del Tribunal Supremo en el llamado juicio del Procés, que previsiblemente verá la luz a menos de un mes de las elecciones. Un mes en que, si el brote de irredentismo anticonstitucional prometido por el independentismo se sale del tiesto, Sánchez tiene una difícil disyuntiva. Si aplica el artículo 155 perderá votos en manos de Podemos, provenientes de aquella parte de la izquierda que, absurdamente, considera franquista defender la Constitución y el principio de legalidad frente a un nacionalismo independentista que se considera por encima de las mayorías exigidas para reformar nuestra democracia. Por otro lado, si hace dejación de funciones, es probable que ante la impasividad del Gobierno en la defensa de nuestra Carta Magna un buen puñado de votantes de centro izquierda retornen su voto a Rivera o se marchen a la abstención.
Fortuna audentes iuvat, sí… ¿Pero siempre? Lo descubriremos el 10 de noviembre.