Hace ya tiempo que Pedro Sánchez perdió todo ápice de respeto por los españoles. Confiado en su dominio de los tiempos mediáticos y los mensajes, no sólo es capaz de traicionar una y otra vez su palabra, sino de hacerlo con vehemencia, permitiéndose el lujo de tildar de reaccionario, crispador y por supuesto fascista a todo el que legítimamente le recuerde el “donde dije digo, digo Diego”. “El objeto de la moción de censura es convocar elecciones”, y ahí le tuvieron afirmando que la legislatura duraría hasta el final, si no fuera por los presupuestos que ERC no le aprobó. “Jamás pactaremos con el populismo”, hasta que pactó. “Jamás tendré a Iglesias en mi gobierno, pues ni yo ni el 95% de los españoles dormiríamos por la noche”, y ahí tienen a Iglesias de vicepresidente. “Jamás hemos pactado, ni pactaremos, con Bildu en Navarra”, y ahí tienen tanto la investidura como el acuerdo de presupuestos anunciado esta semana. Podría seguir sin terminar, y ello sin hablar del burdo ejercicio de absolutismo del Presidente en su obsesión de desmontar las instituciones para doblegarlas a su voluntad, empezando por el CIS, siguiendo por Televisión Española y después la Abogacía del Estado, en un lamentable proceso cuyo corolario es el nombramiento de su Ministra de Justicia como Fiscal General del Estado (no necesito recordar el "¿y quién manda en la Fiscalía?, ¿el Gobierno?, "pues eso"). ¿Es que no existe en su ser el más mínimo atisbo de rubor?
Durante la pasada campaña electoral, con Cataluña colapsada por los cortes de trenes y carreteras y Barcelona azotada por una ola de violencia callejera sin precedentes en este siglo -azuzada, por cierto, por el propio President-, el candidato Sánchez prometió tipificar de nuevo el delito de convocatoria de referéndum ilegal, como gesto duro dirigido a convencer a sus votantes de su compromiso con la defensa del orden cívico y la Constitución. Por supuesto, volvió a afirmar que “nunca había pactado con el independentismo” la moción de censura que le llevó a la Moncloa, así como que “nunca pactaría con ellos su futura investidura”. Ahí le tienen, sentado de nuevo en el Gobierno tras firmar un acuerdo con un partido (ERC) cuyo líder está en la cárcel por dar un golpe a la Democracia hace poco más de dos años. Un Acuerdo cuyo contenido proclama que si una minoría de los catalanes se salta la ley democrática, empezando por el Estatut de Cataluña, para imponer al resto de sus conciudadanos sus apetencias identitarias supremacistas, estamos ante un “conflicto político”, y que si los jueces actúan ante la comisión de delitos por los políticos estamos ante una “judicialización” de la política que debe ser corregida.
El acuerdo, naturalmente, no vino gratis. A la humillación de ver al Presidente del Gobierno plegar el Estado de Derecho -frente a lo que prometió en campaña- ante los golpistas, le ha seguido ahora el acto principal de la desvergüenza, en forma de anuncio de “revisión” de los delitos de rebelión y sedición para “adaptarlos a los tiempos que corren”. El objetivo, anuncia el ejecutivo, es rebajar la pena del segundo delito, por el que fueron condenados los miembros del Govern junto al de malversación de fondos. Se trata, no puede decirse de otro modo, de un indulto expreso a Junqueras y el resto de políticos condenados por su intento de ruptura de la Constitución. Y ello en la medida en que, como perfectamente conoce Sánchez, el artículo 2.2 del Código Penal garantistamente afirma que “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena”. El disfraz jurídico de una ley ad hoc no esconde la verdad: tan sencilla como que se indulta a quienes pretendieron derogar la Constitución en Cataluña sin tener la mayoría para reformar siquiera el Estatuto, representando a menos de la mitad de los votantes de Cataluña (no digamos ya de los catalanes en total).
No es preciso que nos duela España para condenar lo que se propone, pues sólo hace falta ser demócrata para estar en contra: estamos ante un torpedo a la línea de flotación del Estado de Derecho y la Democracia, garantizando que quien ha intentado sustituir nuestro régimen de libertades por su antojo personal, en lugar de ser castigado y obligado a perseguir su proyecto político, en el futuro, dentro de las normas del juego democrático (cualquier reforma de nuestra Carta Magna es posible), salga impune de su intento totalitario de decidir mediante la minoría el destino de la mayoría. ¿O es que debería indultarse también a quien pretendiera sustraer a los ciudadanos de su comunidad de las normas que nos hemos dado entre todos, por ejemplo, para instaurar un régimen militar de nuevo o suprimir nuestros derechos fundamentales?
La técnica utilizada para este indulto es, si cabe, todavía más nefasta que el ejercicio del derecho de gracia (regulado por cierto mediante una anacrónica Ley de 1870) pues no sólo se indulta a quienes han cometido los graves delitos contra la Constitución por los que han sido juzgados y condenados, sino que se abre la puerta a la futura impunidad de los que, con bríos renovados, vendrán después. A aquellos que, dinamitando la convivencia democrática, hoy se mofan de nuestra Democracia y nuestras leyes, viéndolas lideradas por un hombre sin palabra, ni escrúpulos ni voluntad de defenderlas. De quienes celebran ya un perdón que es, pues no puede ser de otro modo en Democracia, imperdonable.