“L’Etat, c’est moi.” – “El Estado soy
yo.”
(Luis XIV)
El día 26 de
junio Mariano Rajoy salió al balcón de la calle Génova (a escasos pasos de donde
los discos duros de Luis Bárcenas fueran reventado a martillazos) a celebrar
una gran victoria del Partido Popular en las elecciones. En su discurso, el
Presidente del Gobierno en funciones afirmó que quería gobernar España durante
los próximos cuatro años.
Creo que ningún
español cuestiona a estas alturas el hecho: Mariano Rajoy quiere gobernar. Lo
que a algunos sí desconcierta, sin embargo, es el particular modo que el líder
de Génova tiene de “intentarlo”.
Y ello por su
particular modo de aceptar el encargo del Rey. El artículo 99 de la
Constitución utiliza el imperativo para referirse a la comparecencia del
candidato a la investidura ante el Parlamento. Pues bien, Rajoy supedita dicha
comparecencia a la obtención de los “apoyos necesarios”.
Algunos se
asombran –otros admiran, en un cinismo democrático satisfecho que me resulta
particularmente infumable- ante la capacidad del líder popular para estirar la
Constitución y, por segunda vez, prepararse para esquivar el único acto en que,
no lo olvidemos, puede nombrarse un Presidente del Gobierno. Particularmente
tras haber ampliado su mayoría –si bien minoritaria- en las urnas, y declarando
a los cuatro vientos –como lo hace- que quiere gobernar.
Personalmente,
me resulta harto difícil identificarme con aquellos a los que sorprende que
Rajoy se esconda de nuevo. Yo admito que me sorprendí inicialmente al observar
que no acudía a las Sesiones de Control parlamentario que se celebran todos los
miércoles en el Congreso. Me sorprendí también cuando constaté que jamás acudía
a las ruedas de prensa de los Consejos de Ministros –los viernes-, a los que entregó
el poder legislativo al legislar por Decreto-Ley sin amago de acreditación de
urgencia que se precie. Me sorprendí también en su día cuando una explicación del
Presidente del Gobierno brilló por su ausencia tras la imputación del tesorero
de su partido –nombrado por él-, y también cuando tampoco compareció al aparecer
su nombre en los papeles de Bárcenas, ni al filtrarse el SMS del “Luis, sé
fuerte”, horas después de conocerse la fortuna oculta en Suiza del ex tesorero.
Me sorprendí
cuando acabó con el sistema de elección por mayoría parlamentaria reforzada del
Presidente de RTVE (que garantizaba su independencia), pasando a nombrarlo
directamente él mismo. Me sorprendí, asimismo, cuando dio su primera de muchas
ruedas de prensa a través de una pantalla de plasma, y cuando alteró el
tradicional acuerdo tácito de comparecencias en las visitas internacionales, que
permitían que los periodistas, de mutuo acuerdo, pactaran las dos preguntas de
mayor interés y eligieran al redactor que las plantearía. Me sorprendí también
cuando decidió rehuir los dos debates a cuatro de la campaña navideña a los que
acudieron el resto de líderes, ausentándose en el primero y enviando a su
vicepresidenta al segundo. Estupefacto asistí a su negativa a que el Gobierno
en funciones –con el que llevaremos pronto un año- fuera objeto de control
parlamentario.
Me sorprendí por
última vez cuando, tras haber ganado las elecciones y declarado su intención de
gobernar, declinó –nunca antes nadie lo había hecho- el mandato del Jefe del
Estado para acudir a la investidura, tiznando frívolamente de “ridículo” el
único ejercicio real de sentido de Estado que ha ejercido un Pedro Sánchez que
sí aceptó acudir a la investidura y que, tras no ser investido presidente, puso
al menos en marcha un calendario constitucional bloqueado.
Hoy, como
decía, Mariano Rajoy pretende convertir el imperativo constitucional en una opción sujeta a su voluntad.
Como bien resumía Enriq González en El Mundo, ni siquiera está dispuesto a que
se vote sin conocer de antemano el resultado de la votación. Algunos lo
atribuyen a su “manejo de los tiempos” –que, en mi opinión, lejos de ser digno
de elogio, consiste sencillamente en llenarlos de un vacío que consuma todo lo
demás-, pero yo lo tengo claro desde hace tiempo. La razón de fondo, el motivo
fundamental, que justifica el comportamiento de Mariano Rajoy –en esta y en las
demás ocasiones que su comportamiento ha sorprendido- es mucho más simple.
Mariano Rajoy no es, a fin de cuentas, un gran demócrata.
En realidad
-estoy convencido- le hubiera
gustado nacer tres siglos atrás, en aquellos felices tiempos del llamado
Antiguo Régimen, previo a las guillotinas, las constituciones y las huelgas. Sí,
Mariano Rajoy habría sido feliz en los tiempos de Luis XIV, cuando Europa era gobernada
por el puño de hierro de los monarcas absolutos.
Como pequeña
reseña histórica, recordemos que el absolutismo es el poder absoluto, ilimitado,
en manos del monarca. La soberanía no reside en el pueblo, sino en el príncipe,
sólo sometido a la Ley Divina. Suele confundirse con el totalitarismo que vería
nacer el siglo XX, pero goza de una diferencia esencial con éste. El
totalitarismo parte de una ideología en la que funda su derecho a gobernar, en
la que identifica su causa y en el seno de la cual encuentra sus propios
límites. Nadie, ni siquiera el líder, está por encima de la causa y el poder se
ejerce –al menos en el plano teórico- en nombre del pueblo; por el pueblo. El
absolutismo, en cambio, no justifica el poder en ideología alguna. El poder
absoluto no es un medio para la construcción de la sociedad, sino un fin en sí
mismo. La única ideología necesaria es la aceptación de la supremacía real, y
la sagrada obediencia al soberano elegido por Dios, en cuya mano se concentran
los poderes. En resumidas cuentas, acudiendo a la célebre cita atribuida al
gran Luis XIV: “L’Etat, c’est moi”.
No es difícil
imaginar a un Rajoy extasiado ante la corona y el cetro, ante la posibilidad de
acabar de un plumazo con esas molestas ruedas de prensa, esos insoportables
debates electorales, esa tediosa oposición, esos engreídos organismos que se
dicen independientes y pretenden controlar y limitar el ejercicio del poder,
esa intratable prensa que publica tus vergüenzas, esos programas electorales
que luego pretenden que cumplas, esas aburridas negociaciones para formar
Gobierno, esas absurdas sesiones de investidura, esa molesta Constitución que,
convenientemente aplicada, obligaría a celebrar primarias en los partidos
políticos y a respetar la imperativa urgencia del Decreto-ley, impidiendo
legislar mediante Consejos de Ministros… Todos fuera, de un plumazo. Sí, un
paraíso terrenal para Mariano XIV de España.
Por eso, cuando
afirmo que Mariano Rajoy no es precisamente un demócrata convencido no lo hago
con base en una opinión personal. Me remito a los principios en los que se basa
la Democracia parlamentaria, y al tratamiento del Presidente en funciones de
los mismos: (i) ¿Rendición de cuentas al Parlamento y la sociedad? Sírvanse
ustedes mismos; (ii) ¿Responsabilidad política? ¿Eso qué es? (iii) ¿Separación
de poderes? Ni hablar del
peluquín. (iv) ¿Negociación para la investidura? ¿Para qué, cuando puedo simplemente
amenazar con ir a unas nuevas elecciones en las que el hastío y una previsible
abstención astronómica probablemente ampliarán mi mayoría minoritaria?
En realidad,
poco puede esperarse en este campo de quien lleva hoy trece años dirigiendo un
partido sin haber sometido su gestión a refrendo alguno de sus compañeros de
filas –cuatro elecciones generales y decenas de casos de corrupción de por medio-. Trece
años al mando, no debe olvidarse, sin haber llegado a dicha posición, en un
primer momento, mediante votación alguna, sino por la mera designación de su
predecesor en el cargo. Trece años tras los cuales no considera que exista
nadie que pueda sucederle en su
propio partido.
¿Algún día
entregará el testigo, o al menos permitirá competir por él, a algún potencial
sucesor? Es ésta una incognita sujeta a la bruma de los tiempos; esos por cuyo
manejo tanto elogio recibe el Presidente en funciones. Y es que de
España, en personal revisión del célebre microrrelato El Dinosaurio, bien puede decirse que “Cuando despertó, Rajoy seguía ahí”.