domingo, 31 de julio de 2016

Mariano XIV de España

“L’Etat, c’est moi.” – “El Estado soy yo.”

(Luis XIV)

El día 26 de junio Mariano Rajoy salió al balcón de la calle Génova (a escasos pasos de donde los discos duros de Luis Bárcenas fueran reventado a martillazos) a celebrar una gran victoria del Partido Popular en las elecciones. En su discurso, el Presidente del Gobierno en funciones afirmó que quería gobernar España durante los próximos cuatro años.

Creo que ningún español cuestiona a estas alturas el hecho: Mariano Rajoy quiere gobernar. Lo que a algunos sí desconcierta, sin embargo, es el particular modo que el líder de Génova tiene de “intentarlo”.

Y ello por su particular modo de aceptar el encargo del Rey. El artículo 99 de la Constitución utiliza el imperativo para referirse a la comparecencia del candidato a la investidura ante el Parlamento. Pues bien, Rajoy supedita dicha comparecencia a la obtención de los “apoyos necesarios”.

Algunos se asombran –otros admiran, en un cinismo democrático satisfecho que me resulta particularmente infumable- ante la capacidad del líder popular para estirar la Constitución y, por segunda vez, prepararse para esquivar el único acto en que, no lo olvidemos, puede nombrarse un Presidente del Gobierno. Particularmente tras haber ampliado su mayoría –si bien minoritaria- en las urnas, y declarando a los cuatro vientos –como lo hace- que quiere gobernar.

Personalmente, me resulta harto difícil identificarme con aquellos a los que sorprende que Rajoy se esconda de nuevo. Yo admito que me sorprendí inicialmente al observar que no acudía a las Sesiones de Control parlamentario que se celebran todos los miércoles en el Congreso. Me sorprendí también cuando constaté que jamás acudía a las ruedas de prensa de los Consejos de Ministros –los viernes-, a los que entregó el poder legislativo al legislar por Decreto-Ley sin amago de acreditación de urgencia que se precie. Me sorprendí también en su día cuando una explicación del Presidente del Gobierno brilló por su ausencia tras la imputación del tesorero de su partido –nombrado por él-, y también cuando tampoco compareció al aparecer su nombre en los papeles de Bárcenas, ni al filtrarse el SMS del “Luis, sé fuerte”, horas después de conocerse la fortuna oculta en Suiza del ex tesorero.

Me sorprendí cuando acabó con el sistema de elección por mayoría parlamentaria reforzada del Presidente de RTVE (que garantizaba su independencia), pasando a nombrarlo directamente él mismo. Me sorprendí, asimismo, cuando dio su primera de muchas ruedas de prensa a través de una pantalla de plasma, y cuando alteró el tradicional acuerdo tácito de comparecencias en las visitas internacionales, que permitían que los periodistas, de mutuo acuerdo, pactaran las dos preguntas de mayor interés y eligieran al redactor que las plantearía. Me sorprendí también cuando decidió rehuir los dos debates a cuatro de la campaña navideña a los que acudieron el resto de líderes, ausentándose en el primero y enviando a su vicepresidenta al segundo. Estupefacto asistí a su negativa a que el Gobierno en funciones –con el que llevaremos pronto un año- fuera objeto de control parlamentario.

Me sorprendí por última vez cuando, tras haber ganado las elecciones y declarado su intención de gobernar, declinó –nunca antes nadie lo había hecho- el mandato del Jefe del Estado para acudir a la investidura, tiznando frívolamente de “ridículo” el único ejercicio real de sentido de Estado que ha ejercido un Pedro Sánchez que sí aceptó acudir a la investidura y que, tras no ser investido presidente, puso al menos en marcha un calendario constitucional bloqueado.

Hoy, como decía, Mariano Rajoy pretende convertir el imperativo constitucional en una opción sujeta a su voluntad. Como bien resumía Enriq González en El Mundo, ni siquiera está dispuesto a que se vote sin conocer de antemano el resultado de la votación. Algunos lo atribuyen a su “manejo de los tiempos” –que, en mi opinión, lejos de ser digno de elogio, consiste sencillamente en llenarlos de un vacío que consuma todo lo demás-, pero yo lo tengo claro desde hace tiempo. La razón de fondo, el motivo fundamental, que justifica el comportamiento de Mariano Rajoy –en esta y en las demás ocasiones que su comportamiento ha sorprendido- es mucho más simple. Mariano Rajoy no es, a fin de cuentas, un gran demócrata.

En realidad -estoy  convencido- le hubiera gustado nacer tres siglos atrás, en aquellos felices tiempos del llamado Antiguo Régimen, previo a las guillotinas, las constituciones y las huelgas. Sí, Mariano Rajoy habría sido feliz en los tiempos de Luis XIV, cuando Europa era gobernada por el puño de hierro de los monarcas absolutos.

Como pequeña reseña histórica, recordemos que el absolutismo es el poder absoluto, ilimitado, en manos del monarca. La soberanía no reside en el pueblo, sino en el príncipe, sólo sometido a la Ley Divina. Suele confundirse con el totalitarismo que vería nacer el siglo XX, pero goza de una diferencia esencial con éste. El totalitarismo parte de una ideología en la que funda su derecho a gobernar, en la que identifica su causa y en el seno de la cual encuentra sus propios límites. Nadie, ni siquiera el líder, está por encima de la causa y el poder se ejerce –al menos en el plano teórico- en nombre del pueblo; por el pueblo. El absolutismo, en cambio, no justifica el poder en ideología alguna. El poder absoluto no es un medio para la construcción de la sociedad, sino un fin en sí mismo. La única ideología necesaria es la aceptación de la supremacía real, y la sagrada obediencia al soberano elegido por Dios, en cuya mano se concentran los poderes. En resumidas cuentas, acudiendo a la célebre cita atribuida al gran Luis XIV: “L’Etat, c’est moi”.


No es difícil imaginar a un Rajoy extasiado ante la corona y el cetro, ante la posibilidad de acabar de un plumazo con esas molestas ruedas de prensa, esos insoportables debates electorales, esa tediosa oposición, esos engreídos organismos que se dicen independientes y pretenden controlar y limitar el ejercicio del poder, esa intratable prensa que publica tus vergüenzas, esos programas electorales que luego pretenden que cumplas, esas aburridas negociaciones para formar Gobierno, esas absurdas sesiones de investidura, esa molesta Constitución que, convenientemente aplicada, obligaría a celebrar primarias en los partidos políticos y a respetar la imperativa urgencia del Decreto-ley, impidiendo legislar mediante Consejos de Ministros… Todos fuera, de un plumazo. Sí, un paraíso terrenal para Mariano XIV de España.

Por eso, cuando afirmo que Mariano Rajoy no es precisamente un demócrata convencido no lo hago con base en una opinión personal. Me remito a los principios en los que se basa la Democracia parlamentaria, y al tratamiento del Presidente en funciones de los mismos: (i) ¿Rendición de cuentas al Parlamento y la sociedad? Sírvanse ustedes mismos; (ii) ¿Responsabilidad política? ¿Eso qué es? (iii) ¿Separación de poderes?  Ni hablar del peluquín. (iv) ¿Negociación para la investidura? ¿Para qué, cuando puedo simplemente amenazar con ir a unas nuevas elecciones en las que el hastío y una previsible abstención astronómica probablemente ampliarán mi mayoría minoritaria?

En realidad, poco puede esperarse en este campo de quien lleva hoy trece años dirigiendo un partido sin haber sometido su gestión a refrendo alguno de sus compañeros de filas –cuatro elecciones generales y decenas de casos de corrupción de por medio-. Trece años al mando, no debe olvidarse, sin haber llegado a dicha posición, en un primer momento, mediante votación alguna, sino por la mera designación de su predecesor en el cargo. Trece años tras los cuales no considera que exista nadie que pueda sucederle  en su propio partido.

¿Algún día entregará el testigo, o al menos permitirá competir por él, a algún potencial sucesor? Es ésta una incognita sujeta a la bruma de los tiempos; esos por cuyo manejo tanto elogio recibe el Presidente en funciones. Y es que de España, en personal revisión del célebre microrrelato El Dinosaurio, bien puede decirse que “Cuando despertó, Rajoy seguía ahí”.


miércoles, 13 de julio de 2016

Brexit: cabalguemos

Escribo este artículo sobre el mismo archivo que, como una almenara encendida en la noche, destaca en el escritorio vacío de un ordenador reciente; su título: UK. Albergó el borrador del artículo que publiqué hace unas semanas, cuando aún era demasiado pronto para conocer el resultado del referéndum del día 23.
No he llegado aquí por casualidad. Volviendo a casa en autobús una canción ha despertado una profunda melancolía, una decepción sin nombre, en mi antes alegre noche. Se trata de una sensación que latía desde hace poco más de dos semanas en mí, agazapada tras la estupefacción y la incertidumbre.
La canción era “don’t let me down”, de los Beatles, y me ha transportado directamente al Liverpool de hace escasos dos años y medio donde, orgulloso y lleno de vida, embelesado quizá, edulcorado sin duda, por mi intercambio universitario en el corazón de la vieja Inglaterra -West Yorkshire-, intentaba hacer partícipes a mi hermano y mi madre de los sentimientos que me invadían desde que residía bajo la lluvia ligera, el acento elaborado, el pésimo rancho local, de Gran Bretaña.
Recuerdo haber salido mareado de la tan inglesa noria local, haber cenado en un exquisito indio junto al río y haber frecuentado varios lugares hasta dar, entre sucedáneos sin escrúpulos preparados para cazar turistas cual elaboradas telas de araña, con el pub The Cavern. Aún saboreo la pinta de Carling -mi favorita- bajo los cuatro pisos de sótano de ladrillo inglés, donde aguardaba un apretado espacio rectangular rodeado de arcos de punto en cuyo fondo cuatro “Beatles” de peluca tocaban “twist and shout” y me transportaban a los sesenta ingleses que habíamos revivido en el museo de la banda de Liverpool junto al ventoso muelle.


Hoy, extraña sensación, me siento mucho más lejos de aquella ciudad, de aquel país, que viví intensamente durante el transcurso de ese año. Un intercambio en Inglaterra difiere del erasmus por excelencia en Centroeuropa, donde tu experiencia se reparte entre varias naciones aledañas de fronteras difícilmente apreciables. El hecho insular –“espléndido aislamiento” para Lord Salisbury- obliga a plantearse la estrategia de viajes durante el curso. En mi caso, opté por conocer tan a fondo como pudiera el país que me había acogido.
Los imanes en mi nevera son testigos mudos de mi paso por aquellas tierras. Kingston-Upon-Hull, Bath, Liverpool, Manchester, York, Newcastle, Edimburgo, Londres, Scarborough, Bamburgh, Cardiff, Nottingham, Harrogate, etc., son sólo algunos de los lugares que descubrí en mi inmersión británica. Todos con su correspondiente desayuno inglés de por medio.
Aprendí a entender un ordenamiento constitucional sin constitución, a respetar (e incluso admirar) un sistema de leyes desarrollado a golpe de sentencia y ajeno al legislador parlamentario -el famoso Common Law-, a tomar las pintas templadas -de vez en cuando, claro, sigo siendo español-, a dejarme la vida en sujetarle la puerta al siguiente y a asimilar la asombrosa afección de casi todo inglés por la Reina Isabel II, sin la cual difícilmente conciben su país.
Hoy, como decía, me siento más lejos de aquella Inglaterra que conocí. Una parte de mí afronta con dolor el repudio, la separación promovida y ejecutada satisfactoriamente por el nacionalismo más primario, soberbio y estúpido, aplaudida y celebrada por perfectos ignorantes. De poco sirve el ajustado resultado, y la culpa que cargará siempre sobre las espaldas del dimitido David Cameron. El euroescepticismo siempre fue, al menos durante mi estancia en Leeds, hegemónico en Inglaterra; no obstante, muchos esperábamos una información mínima, una ponderación razonada de los intereses en juego, que minimizara el voto pasional e impusiera una apuesta por la continuidad del mejor proyecto -por imperfecto que sea- que hemos construido los europeos.

Ver a Nigel Farage, lider del UK Independence Party, dimitir como cabeza de su partido no es, por otra parte, un consuelo. Aunque la prensa en España -y a lo largo y ancho del continente- haya querido teñir la dimisión del líder del "leave" de derrotismo, justificándola en el pavor ante lo que se avecina para el país isleño, la realidad es ciertamente distinta. Nigel Farage se va, para mi pesar y tal como él mismo sostiene, habiendo conseguido aquello para lo que un día entró en política: sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Contra todo pronóstico y para terror de los mercados y del proyecto europeo. Por otra parte, es poco realista la opinión de quienes exponen que se va por la puerta de atrás para no hacer frente a las consecuencias; ¿es que alguien pretendía que Farage liderara un nuevo gobierno Torie sin tener un sólo parlamentario en la Cámara de los Comunes o de los Lores?
No me consuela tampoco, desde luego, el pesetismo y la incoherencia del señor Farage al mantener su escaño en el Parlamento Europeo -Guy Verghofstadt completaba las frases del dimisionario, con sentido del humor, añadiendo que se retiraba para tener tiempo para su vida privada, para su familia y para gastar su sueldo europeo-. ¿Cómo iba a reconfortarme el comprobar lo que ya sé? El señor Farage es un buen ejemplo de una persona no ejemplar, como se advierte sencilla y rápidamente contemplando su ácido discurso de mal ganador ante un derrotado Parlamento Europeo.
Sin embargo, es una frase de su discurso del otro día la que mejor nos enfrenta con la cruda realidad: “cuando yo llegué aquí a defender la salida del Reino Unido pensaban que estaba loco, se reían, ahora mírense ustedes. ¿Cómo se sienten ahora? Lo he conseguido; el Reino Unido ha salido de la Unión Europea”.
En efecto, lo han conseguido. “Brexit significa Brexit, y lo vamos a convertir en un éxito”, decía ayer Theresa May, la Ministra de Interior pro “remain” que hoy mismo toma las riendas del Reino Unido. Pocas esperanzas quedan de un segundo referéndum, de una marcha atrás. “Don’t let me down” sonaba en mi teléfono mientras la realidad me despertaba como un jarro de agua fría. Lo han conseguido, y la decepción es profunda. She dumped me good.
Atesoro la victoria en Leeds, aunque ajustada, del “remain”, así como las palabras de mi buen amigo Jordan, europeísta y profundamente dolido por el resultado. No todo es negro; en Escocia e Irlanda del Norte los ciudadanos optaron por la permanencia, así como en general en los grandes núcleos urbanos (en Londres se impuso con un 60%). Los jóvenes votaron también mayoritariamente “remain”. Quizá estemos también ante una oportunidad dorada para replantearnos los vicios de la propia Unión que los británicos abandonan.
En cualquier caso, no queda otra opción que asumir el resultado, ponerle al mal tiempo buena cara y quedarme con lo bueno de mi tiempo en el Reino Unido. Grandes personas y grandes amigos, grandes experiencias, grandes lecciones y reflexiones; grandes viajes.

Y en cuanto a lo político... "Ladran, luego cabalgamos", se dice espléndido en mi querido castellano, que tanto añoré durante aquel año. Ladran una vez más desde la Pérfida Albión; cabalguemos pues.