Escribo este artículo sobre el mismo archivo que, como una
almenara encendida en la noche, destaca en el escritorio vacío de un ordenador
reciente; su título: UK. Albergó el borrador del artículo que publiqué hace unas semanas, cuando aún era demasiado pronto para conocer el resultado del referéndum del día 23.
No he llegado aquí por casualidad. Volviendo a casa en
autobús una canción ha despertado una profunda melancolía, una decepción sin
nombre, en mi antes alegre noche. Se trata de una sensación que latía desde
hace poco más de dos semanas en mí, agazapada tras la estupefacción y la
incertidumbre.
La canción era “don’t let me down”, de los Beatles, y me ha
transportado directamente al Liverpool de hace escasos dos años y medio donde, orgulloso
y lleno de vida, embelesado quizá, edulcorado sin duda, por mi intercambio
universitario en el corazón de la vieja Inglaterra -West Yorkshire-, intentaba
hacer partícipes a mi hermano y mi madre de los sentimientos que me invadían desde
que residía bajo la lluvia ligera, el acento elaborado, el pésimo rancho local,
de Gran Bretaña.
Recuerdo haber salido mareado de la tan inglesa noria local,
haber cenado en un exquisito indio junto al río y haber frecuentado varios
lugares hasta dar, entre sucedáneos sin escrúpulos preparados para cazar
turistas cual elaboradas telas de araña, con el pub The Cavern. Aún saboreo la
pinta de Carling -mi favorita- bajo los cuatro pisos de sótano de ladrillo
inglés, donde aguardaba un apretado espacio rectangular rodeado de arcos de
punto en cuyo fondo cuatro “Beatles” de peluca tocaban “twist and shout” y me
transportaban a los sesenta ingleses que habíamos revivido en el museo de la
banda de Liverpool junto al ventoso muelle.
Hoy, extraña sensación, me siento mucho más lejos de aquella
ciudad, de aquel país, que viví intensamente durante el transcurso de ese año.
Un intercambio en Inglaterra difiere del erasmus por excelencia en Centroeuropa,
donde tu experiencia se reparte entre varias naciones aledañas de fronteras
difícilmente apreciables. El hecho insular –“espléndido aislamiento” para Lord
Salisbury- obliga a plantearse la estrategia de viajes durante el curso. En mi
caso, opté por conocer tan a fondo como pudiera el país que me había acogido.
Los imanes en mi nevera son testigos mudos de mi paso por
aquellas tierras. Kingston-Upon-Hull, Bath, Liverpool, Manchester, York, Newcastle,
Edimburgo, Londres, Scarborough, Bamburgh, Cardiff, Nottingham, Harrogate, etc., son sólo
algunos de los lugares que descubrí en mi inmersión británica. Todos con su
correspondiente desayuno inglés de por medio.
Aprendí a entender un ordenamiento constitucional sin
constitución, a respetar (e incluso admirar) un sistema de leyes desarrollado a
golpe de sentencia y ajeno al legislador parlamentario -el famoso Common Law-,
a tomar las pintas templadas -de vez en cuando, claro, sigo siendo español-, a
dejarme la vida en sujetarle la puerta al siguiente y a asimilar la asombrosa
afección de casi todo inglés por la Reina Isabel II, sin la cual difícilmente conciben
su país.
Hoy, como decía, me siento más lejos de aquella Inglaterra
que conocí. Una parte de mí afronta con dolor el repudio, la separación
promovida y ejecutada satisfactoriamente por el nacionalismo más primario,
soberbio y estúpido, aplaudida y celebrada por perfectos ignorantes. De poco
sirve el ajustado resultado, y la culpa que cargará siempre sobre las espaldas
del dimitido David Cameron. El euroescepticismo siempre fue, al menos durante
mi estancia en Leeds, hegemónico en Inglaterra; no obstante, muchos esperábamos
una información mínima, una ponderación razonada de los intereses en juego, que
minimizara el voto pasional e impusiera una apuesta por la continuidad del
mejor proyecto -por imperfecto que sea- que hemos construido los europeos.
Ver a Nigel Farage, lider del UK Independence Party, dimitir como cabeza de su partido no es, por otra parte, un consuelo. Aunque la prensa en España -y a lo largo y ancho del continente- haya querido teñir la dimisión del líder del "leave" de derrotismo, justificándola en el pavor ante lo que se avecina para el país isleño, la realidad es ciertamente distinta. Nigel Farage se va, para mi pesar y tal como él mismo sostiene, habiendo conseguido aquello para lo que un día entró en política: sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Contra todo pronóstico y para terror de los mercados y del proyecto europeo. Por otra parte, es poco realista la opinión de quienes exponen que se va por la puerta de atrás para no hacer frente a las consecuencias; ¿es que alguien pretendía que Farage liderara un nuevo gobierno Torie sin tener un sólo parlamentario en la Cámara de los Comunes o de los Lores?
Ver a Nigel Farage, lider del UK Independence Party, dimitir como cabeza de su partido no es, por otra parte, un consuelo. Aunque la prensa en España -y a lo largo y ancho del continente- haya querido teñir la dimisión del líder del "leave" de derrotismo, justificándola en el pavor ante lo que se avecina para el país isleño, la realidad es ciertamente distinta. Nigel Farage se va, para mi pesar y tal como él mismo sostiene, habiendo conseguido aquello para lo que un día entró en política: sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Contra todo pronóstico y para terror de los mercados y del proyecto europeo. Por otra parte, es poco realista la opinión de quienes exponen que se va por la puerta de atrás para no hacer frente a las consecuencias; ¿es que alguien pretendía que Farage liderara un nuevo gobierno Torie sin tener un sólo parlamentario en la Cámara de los Comunes o de los Lores?
No me consuela tampoco, desde luego, el pesetismo y la
incoherencia del señor Farage al mantener su escaño en el Parlamento Europeo
-Guy Verghofstadt completaba las frases del dimisionario, con sentido del
humor, añadiendo que se retiraba para tener tiempo para su vida privada, para su
familia y para gastar su sueldo europeo-. ¿Cómo iba a reconfortarme el
comprobar lo que ya sé? El señor Farage es un buen ejemplo de una persona no
ejemplar, como se advierte sencilla y rápidamente contemplando su ácido discurso de mal
ganador ante un derrotado Parlamento Europeo.
Sin embargo, es una frase de su discurso del otro día la que
mejor nos enfrenta con la cruda realidad: “cuando yo llegué aquí a defender la
salida del Reino Unido pensaban que estaba loco, se reían, ahora mírense ustedes.
¿Cómo se sienten ahora? Lo he conseguido; el Reino Unido ha salido de la Unión
Europea”.
En efecto, lo han conseguido. “Brexit significa Brexit, y lo
vamos a convertir en un éxito”, decía ayer Theresa May, la Ministra de Interior
pro “remain” que hoy mismo toma las riendas del Reino Unido. Pocas esperanzas
quedan de un segundo referéndum, de una marcha atrás. “Don’t let me down”
sonaba en mi teléfono mientras la realidad me despertaba como un jarro de agua
fría. Lo han conseguido, y la decepción es profunda. She dumped me good.
Atesoro la victoria en Leeds, aunque ajustada, del “remain”,
así como las palabras de mi buen amigo Jordan, europeísta y profundamente
dolido por el resultado. No todo es negro; en Escocia e Irlanda del Norte los
ciudadanos optaron por la permanencia, así como en general en los grandes
núcleos urbanos (en Londres se impuso con un 60%). Los jóvenes votaron también
mayoritariamente “remain”. Quizá estemos también ante una oportunidad dorada
para replantearnos los vicios de la propia Unión que los británicos abandonan.
En cualquier caso, no queda otra opción que asumir el
resultado, ponerle al mal tiempo buena cara y quedarme con lo bueno de mi
tiempo en el Reino Unido. Grandes personas y grandes amigos, grandes
experiencias, grandes lecciones y reflexiones; grandes viajes.
Y en cuanto a lo político... "Ladran, luego cabalgamos", se dice espléndido en mi querido castellano, que tanto añoré durante aquel año. Ladran una vez más desde la Pérfida Albión; cabalguemos pues.
Y en cuanto a lo político... "Ladran, luego cabalgamos", se dice espléndido en mi querido castellano, que tanto añoré durante aquel año. Ladran una vez más desde la Pérfida Albión; cabalguemos pues.
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