lunes, 10 de diciembre de 2018

Un nuevo capote del Tribunal de Justicia a los europeístas.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea demuestra hoy, de nuevo, ser la institución por excelencia al servicio de la construcción europea, el último y siempre fiable guardián del sueño europeo; un sueño que, desde Carlos V a Winston Churchill, pasando por Napoleón y Víctor Hugo, tantos y tantos europeos cuyas vidas transcurrieron entre guerras fratricidas ansiaron previamente sin éxito.

Siempre el Tribunal de Justicia, ese gran desconocido para el público y tantas veces confundido con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo (que no forma parte de la Unión Europea, sino del Consejo de Europa). Siempre el Tribunal de Luxemburgo, el silencioso y terco arquitecto de los principios de primacía (Asunto Costa-ENEL) y efecto directo (Caso Van Gend & Loos), sin los cuales jamás habríamos alcanzado una Unión Europea tal y como la conocemos


Hoy, mediante su Sentencia en el Caso C-621/18, el Tribunal sale una vez más a la defensa de Europa y su futuro, afirmando el derecho de los Estados Miembros que hayan invocado la retirada de la Unión Europea conforme al artículo 50 del Tratado de la Unión Europea de revocar dicha solicitud dentro del plazo de dos años para la salida "sin acuerdo". 

La Sentencia, emanada en un caso en que tanto la Comisión Europea como el Reino Unido intentaron evitar una decisión sobre el fondo alegando la inadmisión del procedimiento, se inspira en la inconsistencia de cualquier otra interpretación del artículo 50 TUE con la “unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” (artículo 1 del TUE), pero se funda asimismo en un impecable análisis jurídico del concepto de Soberanía Nacional, que acoge, conforme a su visión, tanto el derecho unilateral del Estado Miembro de comunicar la retirada de la Unión (dando inicio al procedimiento del artículo 50) como el derecho de ese mismo Estado a revocar dicha decisión. Todo ello con un único límite: el de que dicha decisión emane de conformidad con los mecanismos y procesos previstos por el ordenamiento constitucional correspondiente (v.e., un golpe militar que desembocara en la dicha revocación sería inválido a tal efecto conforme al Tribunal de Justicia).

Resulta asimismo difícil evitar relacionar la Sentencia, hecha pública este mediodía, con la decisión de la Premier británica, comunicada a primera hora, de aplazar el pleno de mañana en el Parlamento de Westminster en que debía aprobarse por el mismo el Acuerdo alcanzado con Bruselas (la Soberanía Británica reside en su Parlamento conforme a su principio constitucional de Soberanía Parlamentaria). 

La decisión del Tribunal de Justicia puede suponer, así, un nuevo espaldarazo a la causa comunitaria en un Reino Unido cuyas tensiones por el proceso se incrementan por la presión de las dos posturas que rechazan el acuerdo: (a) la entieuropeísta, que rechaza lo que consideran un “mal acuerdo”, y (b) la europeísta, que rechaza el Brexit en sí mismo. Una presión que ha terminado por anticipar una derrota parlamentaria del Acuerdo, sin la cual no es posible su viabilidad política ni jurídica. Una presión notable a la que añadir las crecientes tensiones territoriales en Escocia e Irlanda del Norte, que sin censurar su integración en el Reino Unido rechazaron mayoritariamente, cada uno por sus propios motivos, la escisión del país del ordenamiento comunitario (recordemos que, en el primer caso, el ex Primer Ministro David Cameron prometió un segundo referéndum ante un eventual triunfo del Brexit, promesa que los nacionalistas escoceses no han olvidado).

Sólo el tiempo nos dirá si el Tribunal de Justicia puso la primera piedra hoy, 10 de diciembre de 2018, de un punto de inflexión en el proceso de ruptura, abocando a una nueva consulta que pueda revocar el inerte y contraproducente proceso iniciado hace ya más de dos años. Sería sin duda una medalla más a colgar del pecho de una institución que, desde los inicios, ha cumplido siempre impecablemente su función en defensa del proyecto político más importante del siglo XX: la unión de todos los europeos.

sábado, 6 de octubre de 2018

La virtud de no dar

El pasado martes, el Parlamento catalán abrió sus puertas, tres meses después. La sesión de apertura quedó naturalmente condicionada por el intento de asalto nocturno a éste por grupos de violentos -autodenominados CDR- jaleados por la mañana por el President y rechazados después por los Mossos d’Esquadra bajo sus instrucciones. Grupos de chavales que no llegan a la veintena quemando banderas, arrojando vallas a los agentes, insultándolos y aporreando las puertas con el gesto desencajado. Los “CDR” no fueron rechazados, por supuesto, en la Subdelegación del Gobierno en Gerona, en que los mismos tomaron por la fuerza el edificio para descolgar la bandera nacional y pisotearla en la calle ante las cámaras. 

Se trataba de un aviso a navegantes; el señor que ocupa el Palau de la Generalitat prometió la República catalana y sigue poniendo la mano para pedir –y recibir, claro está- dinero al Gobierno, buscando un equilibrio imposible entre incumplir nuevamente la ley, sostener al Gobierno de Sánchez y asistir a la Conferencia de Presidentes autonómicos. Los radicales se saben con la sartén por el mango: ya empujaron al fugado Puigdemont al precipicio tildándolo de cobarde en sus horas de duda, provocando el salto al vacío con la Declaración Unilateral de Independencia que ha arruinado, entre barrotes o no, su futuro vital. 



La sesión quedó, pues, condicionada desde el inicio, pues los mismos grupos que por la mañana eran jaleados por el Sr. Torra, por la noche pedían su dimisión. Era necesario un gesto, y el President, cediendo a las presiones, les dio dos; ambos igualmente expresivos de su desprecio absoluto por el Estado de Derecho y la Democracia. 

El primero consistió en la votación, por el Parlament, de los efectos del Auto del Magistrado Llarena en que se declaraba -por acción automática del artículo 384 bis LECrim- la suspensión de los diputados procesados en firme por rebelión, para “rechazar” sus efectos. En la lógica de los portavoces independentistas, las resoluciones judiciales no pueden afectar a los Diputados, situados por tanto a su juicio por encima del bien y del mal, y por supuesto del Derecho, independientemente de que cometan delitos. La misma lógica envenenada nos permitiría justificar a cualquier partido en el Gobierno que declarara parlamentariamente el inacatamiento de la condena por corrupción de su líder, escudándose en dicha interpretación totalitaria y torticera de la “separación de poderes”. 

El segundo se concretó en el ultimátum (retirado después, en un ejercicio de elasticidad a la altura de los frecuentes bandazos ministeriales del Gobierno), consistente en la exigencia de que el Gobierno “pactara” un referéndum vinculante en el plazo de un mes, bajo la amenaza de retirar su apoyo a la precaria mayoría parlamentaria del Sr. Sánchez. Una exigencia que Torra conoce perfectamente que, aunque quisiera, el Presidente no puede cumplir, pues el Gobierno está sometido –como cualquier otro poder- a la Constitución (artículo 2), siendo imposible tal referéndum sin que los españoles reformemos antes nuestra Carta Magna mediante el procedimiento agravado, ratificando la decisión mediante referéndum constitucional. 

No es casualidad que nacionalismos y populismos ataquen siempre, en primer lugar, al estado de Derecho. Si los buenos y malos ciudadanos pueden fácilmente desbrozarse, como el grano de la paja, a través de banderas o lazos en la solapa, ¿para qué necesitamos leyes y tribunales? Si la verdad ya no es compleja y discutible, sino que corresponde siempre a los míos, los “buenos”, ¿para qué limitar su poder?

El objetivo es, pues, el Estado de Derecho. Ese elemento esencial e indisociable de un Estado democrático, que somete a todos, particulares y poderes públicos, al Imperio de la Ley, a la igualdad ante las normas. Es la barrera que separa a los regímenes democráticos modernos (con sus derechos fundamentales, su respeto y protección de las minorías y su inseparable separación de poderes) de aquellos donde impera la llamada tiranía de la mayoría, en que el grupo más numeroso se impone sin cortapisas, sin miramientos, sin oposición, a unas minorías desamparadas ante el poder absoluto del vencedor de las elecciones. ¿Resulta familiar? 


Bien sabido es que todos los regímenes totalitarios han aborrecido desde antiguo del Estado de Derecho. El nacionalsocialismo, el comunismo, el fascismo, desde el inicio situaron al Movimiento (destino glorioso del Pueblo, o Volk) por encima de cualquier ley o Constitución. La envenenada propaganda era sencilla, pero efectiva: ¿Qué control necesita  el poder cuando “los buenos” (el Movimiento) se lo han arrebatado por fin a “los malos”? Cualquier límite al ejercicio del poder constituía una barrera ilegítima, un impedimento injustificado y fatal al glorioso fin que el partido único estaba llamado a alcanzar. 

La separación de poderes, los derechos fundamentales de los opositores, la igualdad ante la ley, fueron todos sacrificados en el altar de la Patria. Cualquier posibilidad de reforma del régimen era eliminada, abocando a la lucha armada como única posibilidad de retorno a un régimen democrático. El nuevo orden imponía un poder absoluto y eterno en “beneficio” del Pueblo; claro que ese “beneficio” correspondía interpretarlo exclusivamente a los órganos del Partido único...

Los tres movimientos anteriores fueron vistos en los años 30 como renovadores e ilusionantes, capaces de levantar del polvo y retornar a su antigua gloria a naciones antaño cabizbajas y acomplejadas como Alemania, Rusia e Italia, moldeando nuevas y vitales formas de gobierno frente a las viejas, decadentes y convulsas democracias de Francia, Gran Bretaña y, por poco tiempo ya, España. 

Pese a que la Historia, ese “tesoro de los errores” para Ortega, nos ha inmunizado unas cuantas décadas, el efecto parece comenzar a disiparse en una Europa en que populismos y nacionalismos en auge han recogido el testigo de la lucha sin cuartel frente al Estado de Derecho. Su fórmula mágica, canalizar el descontento y la frustración de la población hacia una idea sencilla y emocional: alguien más tiene la culpa. Irrelevante es la correspondencia con la realidad; todo aquel que ponga en duda la visión revelada es un hereje, un estorbo, el enemigo. 

No resulta, en fin, sorprendente que el independentismo exija a Sánchez que se salte la ley, pues está ya a estas alturas tan empeñado en continuar haciéndolo (después llegan las consecuencias, de la mano del victimismo) como a exigir lo mismo a los demás; la hemeroteca nos recuerda a Puigdemont exigiendo instrucciones del Gobierno a la judicatura para no investigar los hechos del 1 de octubre –autoridad que, por motivos obvios, el ejecutivo no ostenta en ninguna Democracia- , y recientemente Torra ha exigido al Gobierno que ordene a un juez la puesta en libertad de los presos preventivos, así como que ordene al Ministerio Fiscal archivar la causa por el 1-O y la declaración unilateral de independencia. 

Frente al vicio de pedir, dice un magnífico refrán, está la virtud de no dar. Tanto más, puede añadirse, cuando no se está en posesión de aquello exigido. Aquello que pertenece en exclusiva al pueblo español en que reside la soberanía nacional, como proclama el artículo 1 de la Constitución de 1978 que este año cumple, pese al ruido y los vientos, 40 años de paz y convivencia democrática.

lunes, 16 de julio de 2018

Por qué Llarena debe rechazar la extradición


Y, al fin, conocemos los términos en que tres magistrados de una remota y despoblada región alemana, cuya geografía atestigua su carácter de territorio arrebatado al Reino de Dinamarca (Schleswig-Holstein abarca prácticamente un tercio en la península de Jutlandia), acuerdan la entrega de Carles Puigdemont Casamajó. La localización no es baladí, pues la citada región, a caballo entre daneses y prusos, en que el danés es también idioma oficial, no es ajena ni inmune a las pulsiones identitarias, habiendo sostenido su propio referéndum de adhesión a Dinamarca en 1920, tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial.
La Audiencia Territorial de Schleswig-Holstein acuerda, en respuesta a la euroorden emitida por el Magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, extraditar al Sr. Puigdemont por el delito de malversación de caudales, pero rechaza la entrega del Expresident por el delito de rebelión al no considerar “suficientemente acreditados” los indicios de la comisión del mismo, pese a la solicitud de la Fiscalía germana y a las múltiples evidencias remitidas, en encomiable ejercicio de paciencia, por el Tribunal Supremo español.

Así pues, sobre la mesa del Sr. Llarena descansa ahora una trascendental decisión. Por un lado, aceptar los términos de la respuesta a la euroorden y juzgar al Sr. Puigdemont -el enardecido nacionalista que ha dinamitado la convivencia en Cataluña al pasarse por el arco del triunfo la Constitución, el Estatuto de Autonomía de Cataluña y el Estado de Derecho- tan sólo por “utilizar dinero público para un fin no legítimo”, como quien construye un aparcamiento privado con dinero público o, cosas de este país, sufraga con él la boda de campanillas de un hijo o hija o adquiere bolsos de marca.
Por el otro, rechazar la misma, renunciando a la entrega inmediata del Sr. Puigdemont, para interponer, como en su día anunció, una cuestión de prejudicialidad ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en relación con la descabellada interpretación que el Tribunal alemán ha hecho de la Decisión Marco de 13 de junio de 2003. Denunciar, pues, formalmente, la interpretación mediante la cual, contra todo pronóstico y excediendo la comprobación de la equivalencia de delitos, el Tribunal alemán ha decidido autoatribuirse la potestad de entrar a valorar el fondo del asunto, con la gravedad de echar un capotazo a todas aquellas regiones europeas (y no son pocas) que, enardecidas por la ola de populismo y nacionalismo que recorre el Viejo Continente, y que denuncia con acierto Macron, decidan unilateralmente quebrantar el ordenamiento constitucional y comenzar procesos de secesión al margen de la legalidad, dirigidos a retroceder Europa un milenio en el tiempo histórico hacia el antiguo avispero de feudos y taifas, permanentemente en conflicto intestino, cuya debilidad hacía las delicias del invasor externo (almohade, turco, vikingo o mongol).
Al objeto de tomar su decisión, me atrevo a recomendar al Magistrado Llarena imaginar la cara de los Magistrados del Oberste Gerichtshof (Tribunal Supremo alemán) que, emitiendo una euroorden de detención frente al ex Presidente fugado de Baviera que decida promover unilateralmente, en el futuro, el referéndum ilegal que el Tribunal Constitucional alemán denegó a la región germana en enero de 2017 (en una sentencia de cinco líneas), vean denegada su solicitud de extradición por la Audiencia Provincial de Cantabria. Difícilmente podría contenerse un redoblado rubor en el rostro de los Magistrados cuando el tribunal español alegara que “no se consideran acreditados indicios del delito de Alta Traición” negando a los tribunales teutones el derecho a enjuiciar los delitos en su propio suelo y frente a su propia soberanía nacional y ordenamiento constitucional, con base en el rechazable precedente que se sienta hoy en el remoto rincón de Jutlandia.
No me cabe la menor duda de que semejante visión iluminará al Magistrado en su tarea. Sólo queda acudir al silencioso y brillante constructor de la Unión Europea, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que deberá decidir si un Estado Miembro tiene derecho a arrebatar a otro, infringiendo la legalidad europea de aplicación, su derecho a defender su Democracia y ordenamiento constitucional conforme a sus leyes y tribunales. Un derecho inalienable, legítimo, necesario, sin el cual muchos europeístas españoles no concebimos, como tampoco lo harían los alemanes, pertenecer a esta Unión Europea.

martes, 22 de mayo de 2018

Una decisión peligrosa para Europa


https://oglobo.globo.com/mundo/artigo-nas-maos-da-justica-alema-decisao-sobre-puigdemont-traz-risco-ue-22705568

Publicado en O Globo, Río de Janeiro, 22 de mayo de 2018.


Versión en español:

España es, fuera de toda duda, un componente esencial del núcleo duro de la Unión Europea. La única, entre las cinco grandes naciones de Europa occidental, aparentemente impermeable hasta la fecha a dos corrientes subversivas que azotan el viejo continente: el creciente euroescepticismo y el avance del populismo xenófobo que acaban de triunfar en Italia.

Lo anterior no es, naturalmente, irreversible. Muchos europeístas españoles últimamente nos despertamos más euroescépticos que nunca, a la vista de las noticias que nos llegan de un Tribunal alemán en relación con la solicitud de extradición de Carles Puigdemont, ex presidente de Cataluña y prófugo de la Justicia española tras declarar unilateralmente la independencia de Cataluña el pasado 27 de octubre.

Aunque no definitiva, la decisión de la Audiencia de Schlewsig-Holstein, anticipando la denegación de la extradición por el delito más grave imputado al ex presidente es, sin duda, desafortunada. Y ello por tres motivos no exentos de gravedad.

En primer lugar, pues parece vulnerar la llamada “quinta libertad” europea, consistente en la libre circulación de resoluciones judiciales, dentro de la cual una herramienta primordial la constituye la “euroorden de detención”, que sustituye a la clásica “extradición” y fue concebida para impedir que, en una Europa en que cruzar una frontera resulta tan fácil como cambiar de calle, los responsables de delitos eludan la acción de la Justicia cambiando de Estado. En su decisión, la Audiencia puede haberse extralimitado al decidir sobre el fondo del asunto (y no sobre la mera “equivalencia” de los delitos) lo que ha llevado al Tribunal Supremo español a aportar más información y solicitar la reconsideración de dicha decisión, solicitud a la que ahora se adhiere la Fiscalía germana.

En segundo lugar, pues daña gravemente el principio de “confianza recíproca” entre europeos, y puede propiciar que una gran parte de los europeístas españoles, entre los que me cuento, legítimamente revisemos nuestra voluntad de pertenecer a una Unión Europea que permita a prófugos de la Justicia violentar unilateralmente nuestro Estado de Derecho y Constitución, cruzar una frontera inexistente y refugiarse a salvo tras las togas de los jueces de otro Estado miembro de la Unión.

Finalmente, pues fundamenta la denegación de la extradición por el delito de rebelión en la inexistencia de una “violencia suficiente” para doblegar al ordenamiento constitucional. ¿Qué precedente estamos sentando para una Europa, una Alemania misma, con crecientes movimientos de populismo xenófobo y antidemocrático? ¿Resultará “gratuito” intentar un golpe de Estado siempre que el mismo fracase por ser la violencia empleada de menor entidad que la fortaleza de la democracia que se pretende alterar?

Afortunadamente, no coincide la Fiscalía alemana con dicho criterio, pues reitera su solicitud de extradición por “alta traición” a la que ahora añade, a la vista de las múltiples pruebas de violencia frente a la policía, la de perturbación del orden público.

Todo apunta a que, si el Tribunal alemán no revisa su criterio (y todavía está a tiempo) la cuestión recaerá sobre el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el discreto pero brillante arquitecto de la Unión Europea tal y como la conocemos. En sus manos, quedará, pues, proteger al Viejo Continente de los imprevisibles efectos que la decisión de la Audiencia podría acarrear. Confío en que así lo hará.

sábado, 31 de marzo de 2018

Comments on the detention of Carles Puigdemont


It is a widely accepted fact that Spain and, in general, the Spanish society takes highly into account the opinion of our European neighbours, as well as other democratic nations with solid and consolidated democratic systems. It is a natural consequence of the dream, of the far and placid horizon may I add, which democratic systems pictured, throughout the 36 years of Military Dictatorship (1939-1975) under Francisco Franco’s rule, to a nation violently deprived by its own civil conflicts of a liberal democratic regime. A nation that had embarked itself in 1812, with the third Constitution in History -after the US and France respectively-, as a pioneer in Constitutional European History, and would nonetheless be deprived of a stable Democracy for the better part of the following two centuries, due to the endless and always recurrent civil wars that would batter repeatedly its own progress. This is what Otto Von Bismark would describe as the perpetual effort of the Spanish people to destroy its own Nation, stubborn effort concerning which the very survival of Spain throughout the centuries demonstrated the Nation was, indeed, in the Iron Chancellors’ vision, the strongest of all.
Forty years now from the approval of Spanish 1978’s Constitution, there is a natural advantage in such a high consideration of other democracies’ opinions regarding internal affairs: as hesitant as it may show us Spaniards, it is a notorious stronghold against any return to pre-democratic adventures, a strong and durable vaccine against perverse twists in the Nation’s political future which other rather more self-complacent nations do not hold. It is an antibody, may I highlight, that responds to the Spanish people’s sense of responsibility regarding a democratic rule that was for long denied to us by our own History, that we have achieved and we know we must at all cost preserve. It is the very reason why xenophobic populism thrives in Europe’s major and finest democracies and finds no reflection, notwithstanding the strong impact of the economic crisis, in Spanish society. We do not blame the EU (Brexit, Cinque Stelle Movement), the immigrants (Le Pen, Alternative Für Deutschland, Trump), some other part of the country (Flemish, “Padanian”, Bavarian or Catalan nationalism) or the Mighty West (Russia) for our troubles; we do not fall into the warm embrace of nationalism as a shortcut to escape our own problems: we generally rather just blame ourselves first -sometimes unfairly-. A simple reason, thus, behind this fact: we have the memory of worse days a little too close in our past to fall into the temptation of some other political propositions, to forget the real value of Democracy.
Naturally, not everything is remarkable in this attitude towards external opinions. There is always an ugly side in the coin, which can be identified (in a way only comparable, to my own  experience, with the same attitude in an important part of Italian society) with a general lack of self assurance, a permanent “defeatism” as it regards the own capacities of our society, often accompanied by a miss value of our merits or achievements. An unfair approach to our own country which is not only easily perceivable, but also revealed repeatedly in statistics (Real Instituto Elcano’s studies permanently demonstrate the notorious breach between the external opinion upon Spain -quite good, in general- and the internal -very poor, on the contrary-). An unfair approach that, in a sort of Pigmaleon’s “sociological” effect, somewhat burdens our own future as much as it would do with the aims of a child repeatedly discouraged by others in his early years. There are, in conclusion, as we may see, both beneficial and negative aspects of the general Spanish attitude towards external opinions.
Reconciling myself, at last, with the title of this article, I have observed these days, following the detention of Carles Puigdemont in Neümunster, Germany, a wide tendency -probably healthy- to examine ourselves in the eyes of the World regarding the judicial consequences of the Independence process carried out illegally by some Catalan mandataries last Autumn.
It does not surprise me, as the story successfully spread by a part (approximately 48%) of the Catalan population, radicalized by an upgrowing nationalism, has doubtlessly gained the hearts of some persons outside our country. It is the tale of the fictional “oppression” of the totality of a distinctive people, a regional minority, subject to multiple and permanent injustices by an abusive and always mean Spanish nation, still attached to old phantoms’ habits (Franco, the Holy Inquisition, take your pick). It is, I must admit, a well knitted argument, an easy trap to fall into where no other contact with actual reality of the situation is held.
The fact that a majority of Catalan population does not support the independence unilaterally declared by the escapees, the fact that the Spanish Constitution and Catalonia’s superior law (Estatut de Cataluña) have been pulverized by a well organized minority in the Region, the fact that permanent abuses have actually been committed by the Nationalist politics (fining advertising in Spanish -in Spain-, imposing an exclusive monolingual public School system -non-bilingual, like any other European system-, condemning to ostracism any Catalan citizen’s challenge against the identarian convictions and policies) are no rivals to the romantic vision of the small but brave David against the mighty Goliath.

The fact that Catalan nationalist parties are unfairly overrepresented (to the point where the majority of non-independentist votes is now a minority in the regional Parliament), the fact the same parties have for long held a critical power when deciding National Spanish Governments -in exchange, of course, of a non-intervention in identarian policies from the successive Spanish Governments-, the fact that iconic 23 years-in-a-row nationalist President of Catalonia, Jordi Pujol, and the core of the nationalist historical hegemonic party (CiU) has been discovered to have stolen and stored in Tax Heavens various hundreds of millions (discovery that, surprisingly, matched with the exact moment the independentist project is launched), the fact that Barcelona and the big Catalan cities are by far non independentist and every poll or vote concerning independence has denied a victory to the parties in support of the independence, do not generally travel as fast as the “oppression tale”. The phrase “a lie can go around the World while the truth is still lacing its shoes” is, I am afraid, quite accurate.
Nonetheless, the fictional tale of David and Goliath –recognisably, a brilliantly executed campaign of infamous misinformation- has a sure Achilles heel. It does not survive any consistent, however simple, confrontation with the objective truth. The myth of the oppression of a unified people seeking freedom, struggling before an undemocratic State which incarcerates political leaders for their political ideas may persuade well intended persons too distant to appreciate the notorious flaws of a retorted truth, only founded upon the construction of permanent lie; it does not, nevertheless, convince any sufficiently informed interlocutors.
This is, indeed, the very reason why not a single Western Government –let alone European-, nor a single European Union or European Council organ has had the slightest approach to an official declaration on the matter as to criticise the Spanish authorities’ constitutional response regarding the Catalan crisis, as opposed to severe and multiple declarations concerning internal democratic affairs in Poland, Hungary, US or Venezuela, for the matter. Where a misinformed citizen in any country may, indeed, be made to believe the Catalans” are attached to Spain against their will, any minimally informed Institution or Government knows –last December elections official results- more than half the Catalan population rejects independence and pro-independence parties are unfairly overrepresented in the Catalan Parliament -due to the correlative overrepresentation of rural Catalonia as compared to the big urban centres in Barcelona or Tarragona, where pro-independence parties have permanently been defeated in the succesive elections-. Just the same, where a misinformed citizen in any country may be made to believe Carles Puigdemont is a person prosecuted for his ideas, any minimally informed institution or Government also knows he is the actual perpetrator of a coup to the Constitution and rule of law of a European Democracy, a Constitution which a radicalised Catalan nationalist minority has not had the majorities to change but decided to substitute by their own legal alternative order. A crime that, objectively,  Adolf Hitler himself committed twice against Weimar Constitution which finally substituted by the Third Reich. A crime only conceivable in a XXI Century western European country by the perverse, poisoning influence of nationalism and its natural tendency towards radicalisation, a civil religion of which its expansion caused the largest and more painful disasters of modern European History in the last century –mainly, WWI, WWII and Balkan War- but, nonetheless, resists to disappear. Nationalism is, indeed, war, as Manuel Vals recently but firmly declared in his frontal rejection of the Catalan secession process; another Catalan international personality which now is a public enemy for Catalan nationalists as Joan Manuel Serrat before.
Catalan nationalists lately declare the European Union and all European Nations’ public support to Spanish Institutions concerning the Catalan matter is indeed the proof of a democratic reversion in the Continent: a treason to European democratic basic principles, to the core of Democracy itself. As the mad man that refuses to recognise his own madness, but prefers to declare the rest of the World’s madness, Catalan nationalists are utterly wrong. It is precisely the basic democratic principles which Spanish Institutions –Government, Judiciary and Constitutional Court- have upheld in the recent crisis: the Rule of Law, separation of powers and, utmostly, constitutional supremacy. The right to live under a Democratic regime without the abuse of authorities above the law, the right of a people to decide its own fate in accordance to the majorities established in the Constitution. The right of the majority of the Catalans -the bad Catalans, in the view of the nationalist leaders- to live under the Rule of Law and 1978’s Spanish Constitution without being ripped of unilaterally from their fellow countrymen in the rest of Spain by a blindfolded nationalist minority of Catalans.
The high acceptance of the Spanish people concerning external opinions must, thus, not make us forget to discern serious and solid opinions on the matter from misinformed opinions and table talk. It is in the trench of Democracy we now stand, supported by our European colleagues; it is where we must always remain.

viernes, 5 de enero de 2018

Unilateralidad y otros cuentos chinos

Escrutados, discutidos y analizados suficientemente los resultados de las elecciones catalanas, los constitucionalistas no podemos evitar una sensación agridulce. Dulce, sin duda, pues por primera vez un partido constitucionalista y sin reivindicaciones de privilegio se ha impuesto al nacionalismo, superando a la primera fuerza independentista por ciento ochenta mil votos y hasta tres escaños, habiendo por otra parte superado hasta en cinco puntos la suma de los partidos no independentistas al 47% de éstos. Agria por otra parte, o más bien amarga, pues la ley electoral ha dotado a los partidos independentistas de una mayoría parlamentaria que no se corresponde con la mayoría social expresada en las urnas.

Desvelada ya la incógnita electoral, comienza a acecharnos la siguiente ecuación a despejar: ¿habrá investidura? ¿de quién, cómo y cuándo? No pocos afirman que la   cuestión dependerá, tras el órdago de las CUP, de un llamado compromiso con la “unilateralidad”. Han corrido caudalosos ríos de tinta, en estas fiestas navideñas, sobre la investidura, motivo por el cual prefiero centrar estas líneas en denunciar, desde mi modesta parcela de conocimiento, la presunta “unilateralidad”. Se trata sencillamente de una  recientísima expresión -de acuñación interesada por el universo secesionista-, tan dañina como desafortunadamente extendida por la prensa estos días. En último término, un eufemismo que pretende sustituir a la simple y llana “ilegalidad” y respecto del cual, para comprender la trampa que encierra, hemos de retornar a lo elemental, a lo esencial.
En este ámbito puede subrayarse, ya desde el inicio, que el problema en Cataluña no reside en la existencia de una controversia, de un conflicto. No debemos olvidar que la democracia es, sin duda, el sistema político más profuso en conflictos. El régimen de libertades y los innumerables intereses cruzados de los actores de la sociedad moderna son el perfecto abono en el que germinan por millones, en todo lugar y momento, disputas de toda índole y condición.  
Partidos políticos, empresas, colegios profesionales, sindicatos, juntas de vecinos, asociaciones de consumidores, clubes deportivos, fundaciones, Administraciones públicas, medios de comunicación y, por supuesto, los propios ciudadanos. Todos ellos guardan intereses particulares, colectivos y generales… intereses personales, económicos, profesionales, laborales o políticos, todos tratando de vencer, de prevalecer los unos sobre los otros en una eterna guerra sin tregua ni cuartel. ¿Cuál es el secreto, pues, de la pax romana que impera en la sociedad democrática?
Sencillamente, la aceptación del conflicto como natural en la sociedad, y la habilitación de los cauces y las normas para su pacífica resolución. En otras palabras, la seguridad jurídica que otorgan tanto la existencia de normas que regulan la sociedad y su convivencia democrática como los propios mecanismos de aplicación de éstas para la resolución de las disputas de los ciudadanos y el resto de actores de la sociedad. La discrepancia, la controversia y el conflicto se interiorizan y aceptan, pues, en democracia. Y, por supuesto, también entre los poderes públicos, cuya diferenciación competencial y territorial da lugar a discrepancias que se dirimen siempre dentro del Derecho.
Dentro de esa profusa conflictividad pacífica, las elecciones periódicas legitiman el rumbo político del Estado, y la supremacía constitucional previene los abusos del poder mediante la separación de poderes y la constitución de derechos fundamentales insoslayables, alejando la “tiranía de la mayoría” que ya auguraran con preocupación los padres de la Constitución norteamericana, o la “dictadura electiva” a la que hiciera referencia el Lord Canciller Hailsham, británico valiente y meditabundo ante los naturales riesgos de un sistema democrático sin Ley Fundamental, en su célebre ensayo del mismo nombre.
Consciente de que la libertad es la grandeza de la democracia, pero también su mayor debilidad, el Estado de Derecho proscribe todo intento individual o colectivo de imponer un determinado interés o postura fuera de los legítimos cauces establecidos por el pacto social –cauces que, por supuesto, sólo una mayoría suficiente del Soberano puede modificar-. Es nuestra garantía ante la arbitrariedad del poder público, o de los vaivenes políticos, y todo intento de derrumbar esa salvaguarda por carecer de la mayoría precisa, intentando imponer una voluntad minoritaria por otro cauce, no es sino un golpe de Estado que el Estado democrático no sólo puede, sino que debe repeler en defensa de la ciudadanía y sus derechos constitucionales. Lo mismo da que el golpe se perpetre buscando la independencia de Cataluña, el cambio de la forma de gobierno o la abolición de los derechos fundamentales de la ciudadanía.
No existen, pues, unilateralidad o bilateralidad como opciones políticas en la mesa del Presidente de la Generalidad, sino pura, sencilla y únicamente legalidad e ilegalidad: esto es, la voluntad para defender las posiciones políticas en el marco de los cauces democráticos de nuestra Constitución y Estado de Derecho o, por el contrario, el afán de dinamitar los mismos cuando no se acomodan a los designios del ocupante del cargo. No puede ni debe descafeinarse la realidad con eufemismos engañosos, como el de la mal llamada “unilateralidad”. Ninguna transgresión del Estado de Derecho por las autoridades encargadas de velar por el mismo puede maquillarse de ese modo, como tampoco apodaremos de “unilateral” -sí de ilegal- el intento del ladrón de despojarnos de nuestra propiedad, el del corrupto de saquear el erario público a su beneficio o el del asesino de arrebatarnos la vida. No existe, en conclusión, la “unilateralidad”, sino la ilegalidad; lo demás son cuentos chinos.
Por lo demás, la palabra encierra una segunda trampa, cual es la de dibujar un escenario alternativo -denominado bilateralidad- en el marco del cual todo es posible, siempre y cuando el Gobierno central y el de la Generalitat alcancen un acuerdo, aúnen sus voluntades. Nada más lejos de la realidad, pues no miente Mariano Rajoy cuando declara que no tiene el poder de otorgar acuerdo de secesión alguno; en el Estado de Derecho, quien ostenta el poder no lo hace, sin perjuicio del aval democrático de su elección, sin sometimiento a las normas. Antes al contrario, el Presidente del Gobierno se encuentra tan sometido a la Constitución y el Ordenamiento jurídico como el propio President de la Generalitat, y el mismo Tribunal Constitucional se ha encargado de señalar expresamente que no cabe acuerdo ni referéndum de secesión sin reformar antes el artículo 2 de nuestra Carta Magna, que declara y constituye la indisoluble unidad de la nación española.

¿Quién tendrá, pues, la última palabra? Afortunadamente, usted y yo, junto al resto de españoles, pues la reforma del Título preliminar de la Constitución requiere del procedimiento agravado de reforma, que culmina con un preceptivo y vinculante referéndum de ratificación. Negocie, pues, futuro President, con los 45 millones de españoles; nadie más tiene el poder de separarnos.