Escrutados, discutidos y
analizados suficientemente los resultados de las elecciones catalanas, los
constitucionalistas no podemos evitar una sensación agridulce. Dulce, sin duda,
pues por primera vez un partido constitucionalista y sin reivindicaciones de
privilegio se ha impuesto al nacionalismo, superando a la primera fuerza independentista
por ciento ochenta mil votos y hasta tres escaños, habiendo por otra parte
superado hasta en cinco puntos la suma de los partidos no independentistas al 47%
de éstos. Agria por otra parte, o más bien amarga, pues la ley electoral ha
dotado a los partidos independentistas de una mayoría parlamentaria que no se
corresponde con la mayoría social expresada en las urnas.
Desvelada ya la incógnita
electoral, comienza a acecharnos la siguiente ecuación a despejar: ¿habrá
investidura? ¿de quién, cómo y cuándo? No pocos afirman que la cuestión dependerá, tras el órdago de las CUP, de un llamado
compromiso con la “unilateralidad”. Han corrido caudalosos ríos de tinta, en
estas fiestas navideñas, sobre la investidura, motivo por el cual prefiero centrar
estas líneas en denunciar, desde mi modesta parcela de conocimiento, la presunta “unilateralidad”. Se trata sencillamente de una recientísima expresión -de acuñación interesada por el universo secesionista-, tan dañina como desafortunadamente
extendida por la prensa estos días. En último término, un eufemismo que pretende
sustituir a la simple y llana “ilegalidad” y respecto del cual, para
comprender la trampa que encierra, hemos de retornar a lo elemental, a lo
esencial.
En este ámbito puede subrayarse, ya desde el inicio, que el problema en Cataluña no reside en la existencia de una controversia, de un conflicto. No debemos olvidar que la democracia es, sin duda, el sistema
político más profuso en conflictos. El régimen de libertades y los innumerables
intereses cruzados de los actores de la sociedad moderna son el perfecto abono
en el que germinan por millones, en todo lugar y momento, disputas de toda
índole y condición.
Partidos políticos,
empresas, colegios profesionales, sindicatos, juntas de vecinos, asociaciones
de consumidores, clubes deportivos, fundaciones, Administraciones públicas,
medios de comunicación y, por supuesto, los propios ciudadanos. Todos ellos
guardan intereses particulares, colectivos y generales… intereses personales,
económicos, profesionales, laborales o políticos, todos tratando de vencer, de
prevalecer los unos sobre los otros en una eterna guerra sin tregua ni cuartel.
¿Cuál es el secreto, pues, de la pax
romana que impera en la sociedad democrática?
Sencillamente, la
aceptación del conflicto como natural en la sociedad, y la habilitación de los
cauces y las normas para su pacífica resolución. En otras palabras, la
seguridad jurídica que otorgan tanto la existencia de normas que regulan la
sociedad y su convivencia democrática como los propios mecanismos de aplicación
de éstas para la resolución de las disputas de los ciudadanos y el resto de
actores de la sociedad. La discrepancia, la controversia y el conflicto se
interiorizan y aceptan, pues, en democracia. Y, por supuesto, también entre los
poderes públicos, cuya diferenciación competencial y territorial da lugar a
discrepancias que se dirimen siempre dentro del Derecho.
Dentro de esa profusa
conflictividad pacífica, las elecciones periódicas legitiman el rumbo político
del Estado, y la supremacía constitucional previene los abusos del poder
mediante la separación de poderes y la constitución de derechos fundamentales
insoslayables, alejando la “tiranía de la mayoría” que ya auguraran con
preocupación los padres de la Constitución norteamericana, o la “dictadura
electiva” a la que hiciera referencia el Lord Canciller Hailsham, británico
valiente y meditabundo ante los naturales riesgos de un sistema democrático sin
Ley Fundamental, en su célebre ensayo del mismo nombre.
Consciente de que la
libertad es la grandeza de la democracia, pero también su mayor debilidad, el
Estado de Derecho proscribe todo intento individual o colectivo de imponer un
determinado interés o postura fuera de los legítimos cauces establecidos por el
pacto social –cauces que, por supuesto, sólo una mayoría suficiente del
Soberano puede modificar-. Es nuestra garantía ante la arbitrariedad del poder
público, o de los vaivenes políticos, y todo intento de derrumbar esa
salvaguarda por carecer de la mayoría precisa, intentando imponer una voluntad
minoritaria por otro cauce, no es sino un golpe de Estado que el Estado democrático
no sólo puede, sino que debe repeler en defensa de la ciudadanía y sus derechos
constitucionales. Lo mismo da que el golpe se perpetre buscando la
independencia de Cataluña, el cambio de la forma de gobierno o la abolición de
los derechos fundamentales de la ciudadanía.
No existen, pues,
unilateralidad o bilateralidad como opciones políticas en la mesa del Presidente
de la Generalidad, sino pura, sencilla y únicamente legalidad e ilegalidad: esto
es, la voluntad para defender las posiciones políticas en el marco de los
cauces democráticos de nuestra Constitución y Estado de Derecho o, por el
contrario, el afán de dinamitar los mismos cuando no se acomodan a los
designios del ocupante del cargo. No puede ni debe descafeinarse la realidad con
eufemismos engañosos, como el de la mal llamada “unilateralidad”. Ninguna
transgresión del Estado de Derecho por las autoridades encargadas de velar por
el mismo puede maquillarse de ese modo, como tampoco apodaremos de “unilateral”
-sí de ilegal- el intento del ladrón de despojarnos de
nuestra propiedad, el del corrupto de saquear el erario público a su beneficio o
el del asesino de arrebatarnos la vida. No existe, en conclusión, la “unilateralidad”,
sino la ilegalidad; lo demás son cuentos chinos.
Por lo demás, la palabra
encierra una segunda trampa, cual es la de dibujar un escenario alternativo
-denominado bilateralidad- en el marco del cual todo es posible, siempre y
cuando el Gobierno central y el de la Generalitat alcancen un acuerdo, aúnen
sus voluntades. Nada más lejos de la realidad, pues no miente Mariano Rajoy
cuando declara que no tiene el poder de otorgar acuerdo de secesión alguno; en
el Estado de Derecho, quien ostenta el poder no lo hace, sin perjuicio del aval
democrático de su elección, sin sometimiento a las normas. Antes al contrario,
el Presidente del Gobierno se encuentra tan sometido a la Constitución y el
Ordenamiento jurídico como el propio President de la Generalitat, y el mismo
Tribunal Constitucional se ha encargado de señalar expresamente que no cabe
acuerdo ni referéndum de secesión sin reformar antes el artículo 2 de nuestra
Carta Magna, que declara y constituye la indisoluble unidad de la nación
española.
¿Quién tendrá, pues, la
última palabra? Afortunadamente, usted y yo, junto al resto de españoles, pues
la reforma del Título preliminar de la Constitución requiere del procedimiento
agravado de reforma, que culmina con un preceptivo y vinculante referéndum de
ratificación. Negocie, pues, futuro President, con los 45 millones de
españoles; nadie más tiene el poder de separarnos.
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