domingo, 17 de marzo de 2019

La falacia de los dos bloques


Vaya por delante que no soy politólogo, ni tampoco he estudiado Ciencias Políticas. No puedo ofrecer, al menos en ese campo, un amplio abanico de nombres rimbombantes y teoremas de título extraño, que me otorguen autoridad –en acertados términos de mi querido maestro- mediante la exhibición de los “bíceps de mi tecnicismo”. 

Soy, sencillamente, un jurista con interés en la política y el Derecho constitucional, pero, mucho antes que ello y ante todo, un ciudadano. Un ciudadano indignado con el creciente grado de crispación al que nos vemos sometidos los españoles, de modo paulatino y progresivo, cada vez que se atisba en el horizonte la fecha de una convocatoria electoral. ¿Casualidad? 

No es difícil observar que la crispación que sufrimos obedece a una estrategia perfectamente planificada, perenne en la política española, derivada del “principio de simplificación” de Goebbels –el brillante y terrible Ministro de la Propaganda del nazismo-, cuyos 11 principios de la propaganda, tremendamente efectivos, se utilizan hoy en día en todo género de campos. Consiste en convertir algo tan complejo como la política en una sencilla fórmula asimilable por todos: la de los “buenos” y “malos”. Es, desafortunadamente, una técnica tan sencilla como efectiva: el “crispador” marca una línea en la arena con la espada (somos, en definitiva, herederos de Francisco Pizarro) y declara enemigos a todos los que se encuentren del otro lado. Se abre la veda al insulto, a la descalificación, al abuso. Todos los medios son válidos para combatir a ese demonio que aguarda tras la línea. 

La eficacia de la técnica descrita para el político –y en particular para el político mediocre- es indiscutible, pues ya no es preciso descender a los detalles, pulir los argumentos ni las soluciones; tan sólo basta con colgar el cartel de “malo” al que se sienta delante y a cualquiera que discrepe. 

La “simplificación” tiene otra ventaja incalculable para el político mediocre: es extraordinariamente dúctil, flexible. Siempre existe una línea que trazar en la arena compleja y rica en matices de una sociedad plural. Es precisamente por ello que la “simplificación” se explota recurrentemente por populistas, por nacionalistas, por xenófobos y todos aquellos mediocres incapaces de convencer a través de la razón, y que en consecuencia apuntan al estómago de las personas para captar el voto. Trump, los artífices del Brexit, Bolsonaro, Salvini, Orbán, Putin, Puigdemont, Torra… todos guardan, con sus diferencias, una característica común esencial: todos han obtenido la victoria y detentan el poder utilizando la misma herramienta: la creación de un enemigo y la justificación de cualesquiera medios para alcanzar el fin. Todo está justificado cuando el adversario político no es otro ciudadano de quien razonablemente discrepar, sino un enemigo abyecto y ruin de la patria, un paria de la sociedad que debe ser minimizado, ninguneado, destruido. 

No obstante, las ventajas de la “simplificación” como técnica de propaganda política se agotan en el político que las usa. Para la sociedad que la sufre, las consecuencias son desvastadoras, pues se dirigen siempre a dividir, a fragmentar, a crispar y enfrentar a los miembros de una comunidad entre sí, erosionando hasta destruir –si no se actúa a tiempo- un principio esencial e irrenunciable de la Democracia: el pluralismo político. No existe Democracia sin la voluntad de convivencia con el diferente; su ausencia es un billete directo a la tiranía de la mayoría. La "simplificación" en "buenos" y "malos" es una autopista que nos conduce directamente a esa ruina. 

No es difícil observar estos días de precampaña, en amplios sectores del panorama político y mediático nacional, una tendencia preocupante a la recuperación de una antigua línea gruesa, nítida, entre dos mundos pretendidamente opuestos e irreconciliables: los de la “izquierda” y la “derecha”. El ejemplo perfecto nos lo ha otorgado recientemente la Vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, que, tras instrumentalizar el día de la mujer “botando” con la “segunda dama”, para vergüenza de todos, contra un partido concreto en lugar de a favor de la mujer, afirmaba que “la derecha” no es feminista (en el sentido de buscar la igualdad entre hombre y mujer) para después añadir que sólo el feminista es “demócrata”. En definitiva y por sencillo silogismo lógico, el Partido Popular no es un partido democrático. Se quedó a gusto. Ellos son “los malos”, incompatibles con la democracia, y nosotros “los buenos”. Sectarismo en estado puro; bienvenidos al nuevo guerracivilismo. 

Volviendo a la crispación, la nueva terminología, entusiastamente acogida por los medios de comunicación y empresas demoscópicas, nos habla hoy de dos “bloques” diferenciados: el “bloque” de la izquierda frente al “bloque” de la derecha. No existen individuos, no existen matices, no existe –Dios nos libre- el centro político. Elija usted “bloque”, elija usted trinchera. Los músicos que componen esta renovada sinfonía, a cuyo son pretenden hacernos bailar a todos, reparten con autoridad las etiquetas entre los ciudadanos. Recoja usted su “pack” ideológico y siéntese al fondo entre los suyos, sin hacer ruido. 

Es frente a este ejercicio ruin que hoy levanto mi voz. Como individuo, como ciudadano, como miembro de una sociedad plural cuya Constitución proclama el pluralismo político como valor superior (artículo 1), mi conciencia no puede sino rebelarse contra esta gran falacia mil veces repetida hasta convencernos de su certeza. ¿Es que puede realmente repartirse a una sociedad de casi 50 millones de personas en dos cajas herméticas, la de la “izquierda” y la “derecha”? La respuesta es sencilla: por supuesto que no. 

En primer lugar, por una razón esencial. ¿Sabemos siquiera, realmente, lo que significan esas categorías? ¿Es una cuestión de economía o de conservadurismo? Asumiendo que cualquier generalización es, por naturaleza, delicada en su relación con la verdad, y simplificando tanto como podemos hacerlo sin caer en la lisa y llana mentira, podemos afirmar que, históricamente, se ha tendido a identificar a la izquierda como partidaria de la libertad “moral” del individuo, pero también detractora de la “libertad económica”, que entiende desprotege a los más débiles. Por oposición, la derecha se ha tendido a identificar como partidaria de la libertad económica, pero detractora de la libertad “moral” con motivo de su conservadurismo social. Lo anterior se aprecia con mayor facilidad a la luz de la siguiente gráfica, que no soy el primero ni seré el último en proponer [1]


A mayor libertad económica y menor libertad moral, más a la derecha se está en el espectro. O, lo que es lo mismo, un individuo se encuentra más a la derecha cuanto menor intervención económica desee y cuanto más conservador sea. Por el contrario, más a la izquierda se encontrará el individuo cuanto más rechace la libertad económica y cuanto más defienda la libertad moral; o, lo que es lo mismo, cuanto mayor intervención económica defienda y menor conservadurismo desee. 

La falacia de la línea en la arena entre “derecha” e “izquierda” se encuentra, visiblemente, con su primera prueba de algodón, que por supuesto no supera. En su versión más simplista, tenemos al menos dos líneas en esa arena, que nos arrojan cuatro cajones diferenciados, dos de los cuales escapan a la clásica definición. ¿Es que no puede existir un conservador que defienda posiciones intervencionistas en la economía? ¿Y un liberal económico pero también en lo “moral”? ¿Qué bloque le ofrecemos, y espero se me perdonen los estereotipos, a un clérigo defensor de la economía planificada? ¿Cuál a un férreo defensor de la familia “alternativa” que defiende asimismo el neoliberalismo económico? La estadística es irrelevante: ¿dónde situamos a quién no encaja cómodamente entre los prejuicios de los expendedores de etiquetas ideológicas, a quien no encuentra reflejo en alguno de los packs ideológicos preparados para el consumo de las masas? ¿Estamos creando huérfanos ideológicos o simplemente cerramos los ojos a una sociedad compleja y rica en matices, imposible de encorsetar en categorías desfasadas y de brocha gorda? 

El ejemplo más claro en este aspecto es el partido Ciudadanos, que se define como “liberal” en todos los sentidos, lo que impide encajarlo en el conservadurismo clásico de la derecha, pero también en la intervención económica de la izquierda, lo que no ha impedido a los expendedores de etiquetas colocarlo en un “bloque de la derecha” para poder justificar su particular cosmovisión. La ecuación se complica con su indiscutible defensa del estado del bienestar, en la línea del resto de partidos liberal demócratas europeos, que impide incluirlos entre los llamados neoliberales. Por eso todos quieren enviarlo a alguna de las dos cajas: es un elemento incómodo para la falacia de los dos bloques.

Pero, asimismo, no podemos olvidar que existen tantas variables en la ideología como debates en la sociedad, cada una de las cuales añadiría una línea más de división (ecologismo, europeísmo, proteccionismo exterior, caza, toros…) hasta hacer evidente la imposibilidad de hacinar a los ciudadanos en cajones herméticos esbozados con trazo grueso. ¿Quién protege la libertad ideológica del individuo frente al esfuerzo agotador de etiquetamiento que padecemos? 

En segundo lugar, la falacia de los dos bloques pretende polarizar a la sociedad, ignorando conscientemente la existencia de un elemento indiscutible y esencial para la cohesión de la sociedad democrática: el centro político. Un centro político que, en España, no sólo existe sino que afortunadamente, es ampliamente mayoritario. 

No lo afirmo por deseo, sino por constatación. Los españoles estamos, mal que nos pese, esencialmente de acuerdo en prácticamente todas las cuestiones de gran calado político, entre las cuales puede destacarse el estado del bienestar. Contrariamente a lo que afirman determinados sectores de la izquierda (para justificar su propia existencia) en España no existe un debate sobre la existencia del llamado estado del bienestar -blindado, por su parte, en mismo el artículo 1 de nuestra Constitución que define a España como “estado social”-. Los elementos esenciales del mismo, como lo son el sistema de pensiones público, nuestra sanidad pública (de referencia en el mundo), nuestro sistema de educación pública (siempre mejorable, pero sobresaliente en garantizar el derecho a la educación como elemento esencial de la igualdad de oportunidades) o la misma redistribución de la renta son absolutamente hegemónicos en el espectro político nacional. En otros países, donde las posturas neoliberales son poderosas en el espectro ideológico conservador (pongo por ejemplo al Reino Unido o los Estados Unidos, entre muchos otros), se debate abiertamente la necesidad de acabar con las pensiones públicas al grito de "give pension power to the people” o se cataloga como “comunista” cualquier intento de asegurar colectivamente a la sociedad, a costa del erario público, a través de un sistema de sanidad pública. 

En España, los únicos debates a este respecto lo constituyen aquellos sobre cómo hacer sostenible a largo plazo el sistema de pensiones, cómo reducir el déficit público sin “tocar” la sanidad y la educación, o –muy tímidamente- si resulta apropiada la introducción de fórmulas de gestión privada en determinados servicios públicos; el debate se plantea sobre los medios, pero no sobre los fines: es absolutamente minoritario (y no se defiende por ningún partido con opciones de representación) cualquier movimiento contrario al estado del bienestar como mecanismo compensador de las desigualdades económicas. Lo mismo cabe decir de la sostenibilidad medioambiental, el europeísmo y otros tantos grandes debates sobre los cuales existe un amplio consenso social. 

Por otro lado, también desde el ámbito de la libertad moral, existen amplios consensos elementales sobre determinadas cuestiones que, en otros países, resultan problemáticas (matrimonio de personas del mismo género, adopción por los mismos, política de inmigración o asilo, etcétera), y que son aceptados en la actualidad a ambos lados del espectro ideológico. 

Conscientes de la existencia de ese centro político de amplios consensos que describo, los partidos beneficiados por la guerra de trincheras tienen por costumbre exagerar las críticas e intenciones del contrario alejándose de la realidad, creando la adulterada sensación de que las discrepancias lo son sobre los fines y no, en la mayor parte de los casos, sobre los medios. También está a la orden del día agitar ciertos debates como el relativo al aborto, la religión en la enseñanza pública o el Franquismo como elemento de "diferenciación". Paladas permanentes para mantener esa línea en la arena que el mar termina, de lo contrario, por desdibujar. ¿Les suena? 

Finalmente, en tercer lugar, el cuento de las dos trincheras tiene un último talón de Aquiles: la categorización se basa en muchas ocasiones sobre elementos absolutamente ajenos a las concepciones de “izquierda” y “derecha”. Como abordé en su día en mi artículo “Franco no ha muerto[2] –al que me remito, pidiendo perdón por la autocita, para no extender este texto-, los partidos y los medios de comunicación asumen de modo artificial, como categoría de clasificación izquierda-derecha, elementos absolutamente neutrales como el principio de soberanía nacional, el rechazo o afinidad a los nacionalismos o el modelo territorial. 

Se nos habla del coqueteo con el independentismo por parte del Gobierno de Sánchez, así como del rechazo frontal del mismo por Ciudadanos y el Partido Popular, como de pruebas de una paulatina “derechización” o “izquierdización” del espectro, cuando ni una ni otra postura obedecen racionalmente a ningún patrón coherente con dichas ideologías. No tienen, en román paladino, nada que ver. La defensa de la soberanía nacional frente a los transgresores del Estado de derecho, o el mayor o menor diálogo con el nacionalismo son cuestiones absolutamente desconectadas de la derecha o la izquierda; si no, que se lo digan a la izquierda francesa –absolutamente comprometida con la soberanía nacional y la unión de los franceses- o a la derecha italiana de la Liga Norte, que defiende la independencia de una parte del territorio, la que llaman “Padania”, del resto de la República Italiana. Un sinsentido. 

Me rebelo, en definitiva y por todo lo anterior, frente a los políticos frívolos que explotan el guerracivilismo y la crispación de nuestra sociedad, con el único propósito de esconder su falta de propuestas, su falta de proyecto, su mediocridad; que pretenden suprimirnos como individuos libres y únicos, y endosarnos el cuento de los “buenos” y los “malos” esperando obtener a cambio un cheque en blanco para su gestión. La cohesión social, la convivencia democrática, la búsqueda del consenso, todos sacrificados en el altar de la  más baja contienda política. ¿Nos dejaremos manipular una vez más?


[1] Aprovecho para agradecer a mi querida hermana Cristina su colaboración en la “digitalización” del gráfico.


lunes, 4 de marzo de 2019

Reforma del Decreto-Ley: valor y al toro

Democracia es votar. Con tan simple máxima, en impecable aplicación del tercer principio de la propaganda de Goebbels (principio de la “vulgarización”[1]) los independentistas catalanes pusieron un pilar más en esa pirámide torcida y vulgar, esa pira en que todo y todos se queman -y la verdad la primera-, ese pozo sin fondo que adoptó el nombre de “procés”. 

Democracia es votar. La frase es tan sencilla, tan perfectamente lógica y diáfana como falsa. Por supuesto que Democracia no es equivalente a votar; afortunadamente, me permito añadir, Democracia es mucho más que votar. Democracia es separación de poderes, es sometimiento de los poderes públicos al Derecho, es la existencia de derechos fundamentales como límite inalienable del ciudadano frente al ejercicio del poder. Es, por supuesto, respeto al pluralismo y a las minorías, es, ante todo, el estricto y escrupuloso sometimiento de los poderes constituidos al poder constituyente (o, lo que es lo mismo, al pueblo Soberano) cuyo mandato se contiene en un pacto de supremacía incuestionable: la Constitución; acuerdo que -y la puntualización no es baladí- puede modificarse y adaptarse conforme al devenir de los tiempos para mantener el derecho del Soberano, del pueblo, a gobernarse a sí mismo. 

Es a todo lo anterior a lo que hemos de añadir las elecciones periódicas mediante sufragio universal, libre, directo y secreto, para la elección de los dos poderes políticos (legislativo y ejecutivo). No existen atajos, ni cortapisas, en Democracia. De lo contrario, tendríamos a lo sumo una dictadura electiva (Lord Hailsham) o, lo que por desgracia ocurre en países sin instituciones fuertes y asentadas, la “Tiranía de la mayoría”. Esa que tanto ocupara las mentes y corazones de los padres de la Constitución norteamericana, conduciéndolos al diseño de un sistema de checks and balances (pesos y contrapesos) a través del cual el poder controlara al poder. 

Democracia es, entre otras cosas, votar. He ahí una máxima cierta, cuya indefinición no proviene de la ocultación deliberada, de la ambigüedad calculada, sino de una simple verdad: en esta vida, pocas cosas que merezcan la pena son sencillas. La Democracia tampoco. 

Entre aquellas “otras cosas” que implica el concepto moderno de Democracia se encuentra, entre otras cosas, el principio de separación de poderes, ese que ya concebiera el Barón de Montesquieu en el siglo XVIII y que implica, en definitiva, que el Parlamento hace las leyes, el Gobierno las ejecuta y el Poder judicial las hace cumplir. Este principio tiene algunas excepciones, entre las cuales destaca el tan conocido “decreto-ley”, fórmula mediante la cual el monopolio legislativo del Parlamento se quiebra para permitir al Gobierno, excepcionalmente, elaborar leyes ante una “extraordinaria y urgente necesidad” (artículo 86.1 CE) que impide adoptar la medida legislativa por los lentos, farragosos e ineficientes cauces parlamentarios. 

El ejemplo perfecto para el que el decreto-ley fue concebido es el de cualquier tipo de catástrofe (inundaciones, terremotos, sequía...), que exige una partida presupuestaria inmediata que no puede demorarse en debates, enmiendas, mociones y el resto de escenas, cuadros y actos que conforman la obra parlamentaria. Nunca fue creada para el uso ordinario, casi cotidiano, al que nos tienen acostumbrados los políticos. 


La fórmula, que -por motivos obvios- fue concebida de modo flexible por la Constitución, se asegura la intervención parlamentaria otorgando al Congreso el control a posteriori de la concurrencia de la “extraordinaria y urgente necesidad”. Lo anterior, como fruto de una férrea disciplina parlamentaria, conduce con frecuencia a que mayorías parlamentarias favorables al Gobierno desnaturalicen la figura del decreto-ley, avalando la “extraordinaria y urgente necesidad” de decretos-leyes que, a todas luces, carecen de toda urgencia. Frente a esto el Tribunal Constitucional, que ha afirmado que “el concepto de extraordinaria y urgente necesidad no es una cláusula o expresión vacía, sino la constatación de un límite jurídico” (STC 61/2018) tiene competencias para controlar el adecuado uso del instrumento, pero llega siempre tarde, lo que de poco o nada sirve. 

El último de una larga lista de abusos de la fórmula excepcional del artículo 86.1 de la Constitución lo hemos presenciado, lamentablemente, el pasado viernes, en que el Gobierno de Sánchez ha innovado la técnica abusiva para abrir el período electoral con una serie de decretos-leyes[2] dotados de urgencia, sí, pero para un Presidente y un partido político, y no para el interés general. Urgencia, sí, como digo, para un Presidente Sánchez y un Partido Socialista que no han reunido los apoyos suficientes para los presupuestos electoralistas con los que pretendían llevarnos a las urnas, y que ahora pretenden aprobar en el minuto de descuento aunque sea a costa de falsear nuevamente el espíritu de la Constitución. 

Asimismo, no es necesario entrar a conocer el fondo del recién inventado “decreto-ley electoral” para apreciar la inexistencia de urgencia, si acudimos a un sencillo pero poderoso razonamiento: si verdaderamente existe la situación de urgencia que la Constitución exige, hasta el punto de obligar al Gobierno a legislar excepcionalmente, ¿por qué se convocan elecciones previamente a la “normalización” de esa situación de excepción? 

Por su parte, el argumento del Gobierno frente a la denuncia del Partido Popular es fácil y barato: qué duda cabe de que Rajoy abusó también de la figura (76 en su primera legislatura), como lo han venido haciendo también los demás gobiernos. Cualquiera de nuestros padres o abuelos tumbaría el mismo con el archiconocido “¿si tu amigo se tira de un puente, tú también?”. 

Pablo Casado se ha comprometido este fin de semana (estamos oficialmente en precampaña) a regular por ley el uso de este instrumento. Acojo el impulso, que va en línea de lo que llevo defendiendo ya unos años, y al que me permito añadir una propuesta de concreción: la creación de un procedimiento de urgencia en el Tribunal Constitucional que, con carácter preferente, permita depurar de modo célere y eficaz los más flagrantes casos de abuso del decreto-ley, pero permitiendo, en términos del Tribunal Constitucional, un “razonable margen de discrecionalidad” (STC 29/1982). Tan sólo la amenaza puede servir para contener lo que excede ya de un abuso para convertirse en un atropello para los españoles que todos los días cumplimos con la ley mientras asistimos atónitos al incumplimiento flagrante de la Ley suprema por el Gobierno, para descrédito del sistema democrático. 

Queda no obstante pendiente hacer una advertencia al señor Casado, para el caso de que las elecciones le sitúen en una posición en que poder impulsar la reforma propuesta: cualquier medida legislativa que limite el uso del decreto-ley puede asimismo ser derogada, lo que no deja de ser paradójico, por decreto-Ley. Una medida más eficaz puede ser, por tanto, la de promover la reforma constitucional para incluir un blindaje adecuado de la medida, para lo cual habrá de construirse una mayoría suficiente. Como se dice espléndidamente en nuestro florido castellano: valor, y al toro. 


[1] El principio de la vulgarización, acuñado por el Ministro de la Propaganda del nacionalsocialismo alemán, proclama que toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. En este sentido, continúa, cuanto más grande sea la masa a convencer más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar.

[2] El Gobierno de Pedro Sánchez ha aprobado 30 decretos-leyes en 8 meses, lo que le sitúa, en proporción meses/Decretos, a la cabeza del uso del mismo desde la aprobación de la Constitución en 1978.