lunes, 4 de marzo de 2019

Reforma del Decreto-Ley: valor y al toro

Democracia es votar. Con tan simple máxima, en impecable aplicación del tercer principio de la propaganda de Goebbels (principio de la “vulgarización”[1]) los independentistas catalanes pusieron un pilar más en esa pirámide torcida y vulgar, esa pira en que todo y todos se queman -y la verdad la primera-, ese pozo sin fondo que adoptó el nombre de “procés”. 

Democracia es votar. La frase es tan sencilla, tan perfectamente lógica y diáfana como falsa. Por supuesto que Democracia no es equivalente a votar; afortunadamente, me permito añadir, Democracia es mucho más que votar. Democracia es separación de poderes, es sometimiento de los poderes públicos al Derecho, es la existencia de derechos fundamentales como límite inalienable del ciudadano frente al ejercicio del poder. Es, por supuesto, respeto al pluralismo y a las minorías, es, ante todo, el estricto y escrupuloso sometimiento de los poderes constituidos al poder constituyente (o, lo que es lo mismo, al pueblo Soberano) cuyo mandato se contiene en un pacto de supremacía incuestionable: la Constitución; acuerdo que -y la puntualización no es baladí- puede modificarse y adaptarse conforme al devenir de los tiempos para mantener el derecho del Soberano, del pueblo, a gobernarse a sí mismo. 

Es a todo lo anterior a lo que hemos de añadir las elecciones periódicas mediante sufragio universal, libre, directo y secreto, para la elección de los dos poderes políticos (legislativo y ejecutivo). No existen atajos, ni cortapisas, en Democracia. De lo contrario, tendríamos a lo sumo una dictadura electiva (Lord Hailsham) o, lo que por desgracia ocurre en países sin instituciones fuertes y asentadas, la “Tiranía de la mayoría”. Esa que tanto ocupara las mentes y corazones de los padres de la Constitución norteamericana, conduciéndolos al diseño de un sistema de checks and balances (pesos y contrapesos) a través del cual el poder controlara al poder. 

Democracia es, entre otras cosas, votar. He ahí una máxima cierta, cuya indefinición no proviene de la ocultación deliberada, de la ambigüedad calculada, sino de una simple verdad: en esta vida, pocas cosas que merezcan la pena son sencillas. La Democracia tampoco. 

Entre aquellas “otras cosas” que implica el concepto moderno de Democracia se encuentra, entre otras cosas, el principio de separación de poderes, ese que ya concebiera el Barón de Montesquieu en el siglo XVIII y que implica, en definitiva, que el Parlamento hace las leyes, el Gobierno las ejecuta y el Poder judicial las hace cumplir. Este principio tiene algunas excepciones, entre las cuales destaca el tan conocido “decreto-ley”, fórmula mediante la cual el monopolio legislativo del Parlamento se quiebra para permitir al Gobierno, excepcionalmente, elaborar leyes ante una “extraordinaria y urgente necesidad” (artículo 86.1 CE) que impide adoptar la medida legislativa por los lentos, farragosos e ineficientes cauces parlamentarios. 

El ejemplo perfecto para el que el decreto-ley fue concebido es el de cualquier tipo de catástrofe (inundaciones, terremotos, sequía...), que exige una partida presupuestaria inmediata que no puede demorarse en debates, enmiendas, mociones y el resto de escenas, cuadros y actos que conforman la obra parlamentaria. Nunca fue creada para el uso ordinario, casi cotidiano, al que nos tienen acostumbrados los políticos. 


La fórmula, que -por motivos obvios- fue concebida de modo flexible por la Constitución, se asegura la intervención parlamentaria otorgando al Congreso el control a posteriori de la concurrencia de la “extraordinaria y urgente necesidad”. Lo anterior, como fruto de una férrea disciplina parlamentaria, conduce con frecuencia a que mayorías parlamentarias favorables al Gobierno desnaturalicen la figura del decreto-ley, avalando la “extraordinaria y urgente necesidad” de decretos-leyes que, a todas luces, carecen de toda urgencia. Frente a esto el Tribunal Constitucional, que ha afirmado que “el concepto de extraordinaria y urgente necesidad no es una cláusula o expresión vacía, sino la constatación de un límite jurídico” (STC 61/2018) tiene competencias para controlar el adecuado uso del instrumento, pero llega siempre tarde, lo que de poco o nada sirve. 

El último de una larga lista de abusos de la fórmula excepcional del artículo 86.1 de la Constitución lo hemos presenciado, lamentablemente, el pasado viernes, en que el Gobierno de Sánchez ha innovado la técnica abusiva para abrir el período electoral con una serie de decretos-leyes[2] dotados de urgencia, sí, pero para un Presidente y un partido político, y no para el interés general. Urgencia, sí, como digo, para un Presidente Sánchez y un Partido Socialista que no han reunido los apoyos suficientes para los presupuestos electoralistas con los que pretendían llevarnos a las urnas, y que ahora pretenden aprobar en el minuto de descuento aunque sea a costa de falsear nuevamente el espíritu de la Constitución. 

Asimismo, no es necesario entrar a conocer el fondo del recién inventado “decreto-ley electoral” para apreciar la inexistencia de urgencia, si acudimos a un sencillo pero poderoso razonamiento: si verdaderamente existe la situación de urgencia que la Constitución exige, hasta el punto de obligar al Gobierno a legislar excepcionalmente, ¿por qué se convocan elecciones previamente a la “normalización” de esa situación de excepción? 

Por su parte, el argumento del Gobierno frente a la denuncia del Partido Popular es fácil y barato: qué duda cabe de que Rajoy abusó también de la figura (76 en su primera legislatura), como lo han venido haciendo también los demás gobiernos. Cualquiera de nuestros padres o abuelos tumbaría el mismo con el archiconocido “¿si tu amigo se tira de un puente, tú también?”. 

Pablo Casado se ha comprometido este fin de semana (estamos oficialmente en precampaña) a regular por ley el uso de este instrumento. Acojo el impulso, que va en línea de lo que llevo defendiendo ya unos años, y al que me permito añadir una propuesta de concreción: la creación de un procedimiento de urgencia en el Tribunal Constitucional que, con carácter preferente, permita depurar de modo célere y eficaz los más flagrantes casos de abuso del decreto-ley, pero permitiendo, en términos del Tribunal Constitucional, un “razonable margen de discrecionalidad” (STC 29/1982). Tan sólo la amenaza puede servir para contener lo que excede ya de un abuso para convertirse en un atropello para los españoles que todos los días cumplimos con la ley mientras asistimos atónitos al incumplimiento flagrante de la Ley suprema por el Gobierno, para descrédito del sistema democrático. 

Queda no obstante pendiente hacer una advertencia al señor Casado, para el caso de que las elecciones le sitúen en una posición en que poder impulsar la reforma propuesta: cualquier medida legislativa que limite el uso del decreto-ley puede asimismo ser derogada, lo que no deja de ser paradójico, por decreto-Ley. Una medida más eficaz puede ser, por tanto, la de promover la reforma constitucional para incluir un blindaje adecuado de la medida, para lo cual habrá de construirse una mayoría suficiente. Como se dice espléndidamente en nuestro florido castellano: valor, y al toro. 


[1] El principio de la vulgarización, acuñado por el Ministro de la Propaganda del nacionalsocialismo alemán, proclama que toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. En este sentido, continúa, cuanto más grande sea la masa a convencer más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar.

[2] El Gobierno de Pedro Sánchez ha aprobado 30 decretos-leyes en 8 meses, lo que le sitúa, en proporción meses/Decretos, a la cabeza del uso del mismo desde la aprobación de la Constitución en 1978.

No hay comentarios:

Publicar un comentario