viernes, 23 de septiembre de 2016

Estar a la altura

Los españoles estamos saturados de política. La eterna campaña electoral no tiene visos de querer llegar a su fin, los telediarios y periódicos nos bombardean todos los días con alusiones al bloqueo político actual, seguidas de las declaraciones de sus sonrientes causantes, condenándolo y lavándose las manos al mismo tiempo como si no fuera con ellos. El otro día un autor lamentaba, con toda la razón, que no defendió con su vida la democracia española en el País Vasco, en los duros años de plomo, para esto.

Nadie pone en duda ya que nos encontramos en un punto de inflexión de nuestra historia democrática. Las discrepancias aparecen, en cambio, al preguntarnos, con todo sentido: ¿nos encontramos ya en esa nueva etapa, en la estación de destino, o cabalgamos todavía los últimos estertores de un sistema que expira y que, cual ave Fénix, renacerá renovado de sus cenizas?

Me cuento entre los que apuestan por el último escenario. Vivimos los últimos días de un modelo que llega a su fin –o, al menos, debe hacerlo-; aquél que asombró al mundo al dar forma a una de las más exitosas transiciones democráticas , reintegrando a España a un constitucionalismo que prácticamente había inaugurado más de un siglo y medio antes, en los albores de un siglo XIX que después dedicaríamos a nuestra triste y principal afición durante largas décadas: desangrarnos en conflictos internos y guerras civiles en defensa del legítimo derecho de gobierno de liberales, carlistas, nacionales y republicanos.

Las cosas de palacio, se dice, van despacio. No todo fueron mariposas y apretones de manos en la Transición política. España pasó de acuchillar al rival a soportarlo, lo cual era un paso decisivo, pero no definitivo. ¿En algún momento del camino aprendimos a aceptar verdaderamente –que no meramente soportar- al rival democrático? ¿Es que en algún momento abandonamos el frentismo, esta vez democrático, en el nuevo sistema político que vio nacer la Transición? Mi generación ha vivido los últimos efluvios de una guerra civil que pertenece a la Historia pero sigue condicionando el presente de nuestro país: la bandera de más de dos siglos que una parte de la población cree inventada por Franco, la identificación del ajeno o contrario al nacionalismo periférico como nacionalista español, el complejo de inferioridad frente a otras naciones europeas con sus propios vicios y virtudes...

En España, como decíamos, y a excepción de un terrorismo vasco que parece haber desaparecido al fin, pasamos de matarnos a soportarnos. Cambiamos el fusil por el micrófono y la letra impresa, pero el frentismo ha continuado su andadura por una sencilla razón: ha sido excepcionalmente rentable en términos políticos.

En efecto, es mucho más fácil construir un relato acudiendo al bueno y al malo, al ellos y el nosotros, que intentando explicar las bondades del ideario o la gestión propia. ¿Por qué tomarse el tiempo de construir una torre más alta, cual familia adinerada de San Gimignano, cuando simplemente puedes derribar la del rival? Es mucho más fácil discutir por posiciones que entrar al debate de las ideas, donde cada uno ha de tomar partido en función de su propia razón y conciencia, y no del “pack ideológico al que ha decidido adherirse o al que permanece afiliado desde niño por tradición familiar. En España, no es ningún secreto, la mayor parte de la población ha sido siempre de un equipo de fútbol y de un partido político.

El frentismo tiene otra ventaja elemental, que conocen muy bien los moradores de sistemas políticos bipartidistas. No es preciso hacer las cosas bien para ganar las elecciones, tan sólo es necesario que tu oponente las haga peor. Y, si los gobiernos se asemejan demasiado, nada como agitar el aborto o la religión en las aulas para espolear esas diferencias irreconciliables que separarán siempre a los depositarios del turnismo.

Así que, acostumbrados a la antigua usanza bipartidista -engrasada con bisagras nacionalistas en aquellas legislaturas sin mayoría absoluta-, llegan las tan esperadas elecciones generales del pasado 20 de diciembre. Dos nuevas fuerzas irrumpen en el panorama político nacional y no sólo ningún partido tiene mayoría absoluta, sino que ningún “bloque ideológico” (izquierda, centro-izquierda o centro derecha) obtiene los suficientes apoyos para llegar a un pacto a dos e investir un gobierno.

A alguien se le ocurre que la solución al atolladero pueden ser unas segundas elecciones, así que acudimos a ellas para descubrir que, escaño arriba o escaño abajo, sorpasso o “tortasso” aparte, el cuatripartidismo ha venido para quedarse y la situación de bloqueo se repite. ¿Y para qué? Pedro Sánchez le da a probar de su propia medicina a Mariano Rajoy en una investidura fallida, y el crono vuelve a contar hacia unas terceras elecciones que supondrán una auténtica vergüenza nacional y provocan ya indisimuladas sonrisas en el mundo independentista: “¿no os habíamos dicho que este país nunca va a funcionar?”.

De nada servirían las dulces promesas de un presidencialismo en el que poder perpetuar el guerracivilismo –poco viables dado el actual estancamiento-, ya que este sistema puede ser aún más dañino en manos de partidos que no saben ceder o hacer una oposición responsable. No. En atenta mirada, es evidente que el verdadero problema no reside en las reglas de juego del sistema político español. Reside en los jugadores, esto es, en los secretarios generales y presidentes de las calles Ferraz y Génova, dispuestos a paralizar el país hasta sentarse -o renovarse, según el caso- en la cabecera del Consejo de Ministros.

Asomados al barranco de unas terceras elecciones, es el momento de aceptar el momento histórico actual. Sólo hay, en realidad, dos opciones.

La primera es seguir en la negativa cerril, en las trincheras ideológicas –más folclóricas que reales- cerrando los ojos a una sociedad que es distinta y más plural. El resultado es el desencanto ciudadano, la desconfianza en la política, el fracaso como democracia y el bloqueo permanente.

La segunda es enterrar definitivamente el frentismo, aceptar, mediante una abstención, el gobierno de quien más apoyos parlamentarios reúna, y cerrar un capítulo exitoso pero agotado de nuestra historia. El resultado es la colocación definitiva de esa primera piedra de la tan esperada Segunda Transición hacia una sociedad más exigente, más respetuosa, más democrática. Todo en un gesto irreversible y sin precedentes: la aceptación final del gobierno del otro. El derecho de una democracia madura, si se quiere, a equivocarse democráticamente en favor del rival.

Será difícil, sí, pero más lo fue sin duda transitar con éxito aquella primera Transición. Muchos apostaron a que no seríamos capaces, pero lo fuimos.


¿Estaremos a la altura esta vez?

domingo, 31 de julio de 2016

Mariano XIV de España

“L’Etat, c’est moi.” – “El Estado soy yo.”

(Luis XIV)

El día 26 de junio Mariano Rajoy salió al balcón de la calle Génova (a escasos pasos de donde los discos duros de Luis Bárcenas fueran reventado a martillazos) a celebrar una gran victoria del Partido Popular en las elecciones. En su discurso, el Presidente del Gobierno en funciones afirmó que quería gobernar España durante los próximos cuatro años.

Creo que ningún español cuestiona a estas alturas el hecho: Mariano Rajoy quiere gobernar. Lo que a algunos sí desconcierta, sin embargo, es el particular modo que el líder de Génova tiene de “intentarlo”.

Y ello por su particular modo de aceptar el encargo del Rey. El artículo 99 de la Constitución utiliza el imperativo para referirse a la comparecencia del candidato a la investidura ante el Parlamento. Pues bien, Rajoy supedita dicha comparecencia a la obtención de los “apoyos necesarios”.

Algunos se asombran –otros admiran, en un cinismo democrático satisfecho que me resulta particularmente infumable- ante la capacidad del líder popular para estirar la Constitución y, por segunda vez, prepararse para esquivar el único acto en que, no lo olvidemos, puede nombrarse un Presidente del Gobierno. Particularmente tras haber ampliado su mayoría –si bien minoritaria- en las urnas, y declarando a los cuatro vientos –como lo hace- que quiere gobernar.

Personalmente, me resulta harto difícil identificarme con aquellos a los que sorprende que Rajoy se esconda de nuevo. Yo admito que me sorprendí inicialmente al observar que no acudía a las Sesiones de Control parlamentario que se celebran todos los miércoles en el Congreso. Me sorprendí también cuando constaté que jamás acudía a las ruedas de prensa de los Consejos de Ministros –los viernes-, a los que entregó el poder legislativo al legislar por Decreto-Ley sin amago de acreditación de urgencia que se precie. Me sorprendí también en su día cuando una explicación del Presidente del Gobierno brilló por su ausencia tras la imputación del tesorero de su partido –nombrado por él-, y también cuando tampoco compareció al aparecer su nombre en los papeles de Bárcenas, ni al filtrarse el SMS del “Luis, sé fuerte”, horas después de conocerse la fortuna oculta en Suiza del ex tesorero.

Me sorprendí cuando acabó con el sistema de elección por mayoría parlamentaria reforzada del Presidente de RTVE (que garantizaba su independencia), pasando a nombrarlo directamente él mismo. Me sorprendí, asimismo, cuando dio su primera de muchas ruedas de prensa a través de una pantalla de plasma, y cuando alteró el tradicional acuerdo tácito de comparecencias en las visitas internacionales, que permitían que los periodistas, de mutuo acuerdo, pactaran las dos preguntas de mayor interés y eligieran al redactor que las plantearía. Me sorprendí también cuando decidió rehuir los dos debates a cuatro de la campaña navideña a los que acudieron el resto de líderes, ausentándose en el primero y enviando a su vicepresidenta al segundo. Estupefacto asistí a su negativa a que el Gobierno en funciones –con el que llevaremos pronto un año- fuera objeto de control parlamentario.

Me sorprendí por última vez cuando, tras haber ganado las elecciones y declarado su intención de gobernar, declinó –nunca antes nadie lo había hecho- el mandato del Jefe del Estado para acudir a la investidura, tiznando frívolamente de “ridículo” el único ejercicio real de sentido de Estado que ha ejercido un Pedro Sánchez que sí aceptó acudir a la investidura y que, tras no ser investido presidente, puso al menos en marcha un calendario constitucional bloqueado.

Hoy, como decía, Mariano Rajoy pretende convertir el imperativo constitucional en una opción sujeta a su voluntad. Como bien resumía Enriq González en El Mundo, ni siquiera está dispuesto a que se vote sin conocer de antemano el resultado de la votación. Algunos lo atribuyen a su “manejo de los tiempos” –que, en mi opinión, lejos de ser digno de elogio, consiste sencillamente en llenarlos de un vacío que consuma todo lo demás-, pero yo lo tengo claro desde hace tiempo. La razón de fondo, el motivo fundamental, que justifica el comportamiento de Mariano Rajoy –en esta y en las demás ocasiones que su comportamiento ha sorprendido- es mucho más simple. Mariano Rajoy no es, a fin de cuentas, un gran demócrata.

En realidad -estoy  convencido- le hubiera gustado nacer tres siglos atrás, en aquellos felices tiempos del llamado Antiguo Régimen, previo a las guillotinas, las constituciones y las huelgas. Sí, Mariano Rajoy habría sido feliz en los tiempos de Luis XIV, cuando Europa era gobernada por el puño de hierro de los monarcas absolutos.

Como pequeña reseña histórica, recordemos que el absolutismo es el poder absoluto, ilimitado, en manos del monarca. La soberanía no reside en el pueblo, sino en el príncipe, sólo sometido a la Ley Divina. Suele confundirse con el totalitarismo que vería nacer el siglo XX, pero goza de una diferencia esencial con éste. El totalitarismo parte de una ideología en la que funda su derecho a gobernar, en la que identifica su causa y en el seno de la cual encuentra sus propios límites. Nadie, ni siquiera el líder, está por encima de la causa y el poder se ejerce –al menos en el plano teórico- en nombre del pueblo; por el pueblo. El absolutismo, en cambio, no justifica el poder en ideología alguna. El poder absoluto no es un medio para la construcción de la sociedad, sino un fin en sí mismo. La única ideología necesaria es la aceptación de la supremacía real, y la sagrada obediencia al soberano elegido por Dios, en cuya mano se concentran los poderes. En resumidas cuentas, acudiendo a la célebre cita atribuida al gran Luis XIV: “L’Etat, c’est moi”.


No es difícil imaginar a un Rajoy extasiado ante la corona y el cetro, ante la posibilidad de acabar de un plumazo con esas molestas ruedas de prensa, esos insoportables debates electorales, esa tediosa oposición, esos engreídos organismos que se dicen independientes y pretenden controlar y limitar el ejercicio del poder, esa intratable prensa que publica tus vergüenzas, esos programas electorales que luego pretenden que cumplas, esas aburridas negociaciones para formar Gobierno, esas absurdas sesiones de investidura, esa molesta Constitución que, convenientemente aplicada, obligaría a celebrar primarias en los partidos políticos y a respetar la imperativa urgencia del Decreto-ley, impidiendo legislar mediante Consejos de Ministros… Todos fuera, de un plumazo. Sí, un paraíso terrenal para Mariano XIV de España.

Por eso, cuando afirmo que Mariano Rajoy no es precisamente un demócrata convencido no lo hago con base en una opinión personal. Me remito a los principios en los que se basa la Democracia parlamentaria, y al tratamiento del Presidente en funciones de los mismos: (i) ¿Rendición de cuentas al Parlamento y la sociedad? Sírvanse ustedes mismos; (ii) ¿Responsabilidad política? ¿Eso qué es? (iii) ¿Separación de poderes?  Ni hablar del peluquín. (iv) ¿Negociación para la investidura? ¿Para qué, cuando puedo simplemente amenazar con ir a unas nuevas elecciones en las que el hastío y una previsible abstención astronómica probablemente ampliarán mi mayoría minoritaria?

En realidad, poco puede esperarse en este campo de quien lleva hoy trece años dirigiendo un partido sin haber sometido su gestión a refrendo alguno de sus compañeros de filas –cuatro elecciones generales y decenas de casos de corrupción de por medio-. Trece años al mando, no debe olvidarse, sin haber llegado a dicha posición, en un primer momento, mediante votación alguna, sino por la mera designación de su predecesor en el cargo. Trece años tras los cuales no considera que exista nadie que pueda sucederle  en su propio partido.

¿Algún día entregará el testigo, o al menos permitirá competir por él, a algún potencial sucesor? Es ésta una incognita sujeta a la bruma de los tiempos; esos por cuyo manejo tanto elogio recibe el Presidente en funciones. Y es que de España, en personal revisión del célebre microrrelato El Dinosaurio, bien puede decirse que “Cuando despertó, Rajoy seguía ahí”.


miércoles, 13 de julio de 2016

Brexit: cabalguemos

Escribo este artículo sobre el mismo archivo que, como una almenara encendida en la noche, destaca en el escritorio vacío de un ordenador reciente; su título: UK. Albergó el borrador del artículo que publiqué hace unas semanas, cuando aún era demasiado pronto para conocer el resultado del referéndum del día 23.
No he llegado aquí por casualidad. Volviendo a casa en autobús una canción ha despertado una profunda melancolía, una decepción sin nombre, en mi antes alegre noche. Se trata de una sensación que latía desde hace poco más de dos semanas en mí, agazapada tras la estupefacción y la incertidumbre.
La canción era “don’t let me down”, de los Beatles, y me ha transportado directamente al Liverpool de hace escasos dos años y medio donde, orgulloso y lleno de vida, embelesado quizá, edulcorado sin duda, por mi intercambio universitario en el corazón de la vieja Inglaterra -West Yorkshire-, intentaba hacer partícipes a mi hermano y mi madre de los sentimientos que me invadían desde que residía bajo la lluvia ligera, el acento elaborado, el pésimo rancho local, de Gran Bretaña.
Recuerdo haber salido mareado de la tan inglesa noria local, haber cenado en un exquisito indio junto al río y haber frecuentado varios lugares hasta dar, entre sucedáneos sin escrúpulos preparados para cazar turistas cual elaboradas telas de araña, con el pub The Cavern. Aún saboreo la pinta de Carling -mi favorita- bajo los cuatro pisos de sótano de ladrillo inglés, donde aguardaba un apretado espacio rectangular rodeado de arcos de punto en cuyo fondo cuatro “Beatles” de peluca tocaban “twist and shout” y me transportaban a los sesenta ingleses que habíamos revivido en el museo de la banda de Liverpool junto al ventoso muelle.


Hoy, extraña sensación, me siento mucho más lejos de aquella ciudad, de aquel país, que viví intensamente durante el transcurso de ese año. Un intercambio en Inglaterra difiere del erasmus por excelencia en Centroeuropa, donde tu experiencia se reparte entre varias naciones aledañas de fronteras difícilmente apreciables. El hecho insular –“espléndido aislamiento” para Lord Salisbury- obliga a plantearse la estrategia de viajes durante el curso. En mi caso, opté por conocer tan a fondo como pudiera el país que me había acogido.
Los imanes en mi nevera son testigos mudos de mi paso por aquellas tierras. Kingston-Upon-Hull, Bath, Liverpool, Manchester, York, Newcastle, Edimburgo, Londres, Scarborough, Bamburgh, Cardiff, Nottingham, Harrogate, etc., son sólo algunos de los lugares que descubrí en mi inmersión británica. Todos con su correspondiente desayuno inglés de por medio.
Aprendí a entender un ordenamiento constitucional sin constitución, a respetar (e incluso admirar) un sistema de leyes desarrollado a golpe de sentencia y ajeno al legislador parlamentario -el famoso Common Law-, a tomar las pintas templadas -de vez en cuando, claro, sigo siendo español-, a dejarme la vida en sujetarle la puerta al siguiente y a asimilar la asombrosa afección de casi todo inglés por la Reina Isabel II, sin la cual difícilmente conciben su país.
Hoy, como decía, me siento más lejos de aquella Inglaterra que conocí. Una parte de mí afronta con dolor el repudio, la separación promovida y ejecutada satisfactoriamente por el nacionalismo más primario, soberbio y estúpido, aplaudida y celebrada por perfectos ignorantes. De poco sirve el ajustado resultado, y la culpa que cargará siempre sobre las espaldas del dimitido David Cameron. El euroescepticismo siempre fue, al menos durante mi estancia en Leeds, hegemónico en Inglaterra; no obstante, muchos esperábamos una información mínima, una ponderación razonada de los intereses en juego, que minimizara el voto pasional e impusiera una apuesta por la continuidad del mejor proyecto -por imperfecto que sea- que hemos construido los europeos.

Ver a Nigel Farage, lider del UK Independence Party, dimitir como cabeza de su partido no es, por otra parte, un consuelo. Aunque la prensa en España -y a lo largo y ancho del continente- haya querido teñir la dimisión del líder del "leave" de derrotismo, justificándola en el pavor ante lo que se avecina para el país isleño, la realidad es ciertamente distinta. Nigel Farage se va, para mi pesar y tal como él mismo sostiene, habiendo conseguido aquello para lo que un día entró en política: sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Contra todo pronóstico y para terror de los mercados y del proyecto europeo. Por otra parte, es poco realista la opinión de quienes exponen que se va por la puerta de atrás para no hacer frente a las consecuencias; ¿es que alguien pretendía que Farage liderara un nuevo gobierno Torie sin tener un sólo parlamentario en la Cámara de los Comunes o de los Lores?
No me consuela tampoco, desde luego, el pesetismo y la incoherencia del señor Farage al mantener su escaño en el Parlamento Europeo -Guy Verghofstadt completaba las frases del dimisionario, con sentido del humor, añadiendo que se retiraba para tener tiempo para su vida privada, para su familia y para gastar su sueldo europeo-. ¿Cómo iba a reconfortarme el comprobar lo que ya sé? El señor Farage es un buen ejemplo de una persona no ejemplar, como se advierte sencilla y rápidamente contemplando su ácido discurso de mal ganador ante un derrotado Parlamento Europeo.
Sin embargo, es una frase de su discurso del otro día la que mejor nos enfrenta con la cruda realidad: “cuando yo llegué aquí a defender la salida del Reino Unido pensaban que estaba loco, se reían, ahora mírense ustedes. ¿Cómo se sienten ahora? Lo he conseguido; el Reino Unido ha salido de la Unión Europea”.
En efecto, lo han conseguido. “Brexit significa Brexit, y lo vamos a convertir en un éxito”, decía ayer Theresa May, la Ministra de Interior pro “remain” que hoy mismo toma las riendas del Reino Unido. Pocas esperanzas quedan de un segundo referéndum, de una marcha atrás. “Don’t let me down” sonaba en mi teléfono mientras la realidad me despertaba como un jarro de agua fría. Lo han conseguido, y la decepción es profunda. She dumped me good.
Atesoro la victoria en Leeds, aunque ajustada, del “remain”, así como las palabras de mi buen amigo Jordan, europeísta y profundamente dolido por el resultado. No todo es negro; en Escocia e Irlanda del Norte los ciudadanos optaron por la permanencia, así como en general en los grandes núcleos urbanos (en Londres se impuso con un 60%). Los jóvenes votaron también mayoritariamente “remain”. Quizá estemos también ante una oportunidad dorada para replantearnos los vicios de la propia Unión que los británicos abandonan.
En cualquier caso, no queda otra opción que asumir el resultado, ponerle al mal tiempo buena cara y quedarme con lo bueno de mi tiempo en el Reino Unido. Grandes personas y grandes amigos, grandes experiencias, grandes lecciones y reflexiones; grandes viajes.

Y en cuanto a lo político... "Ladran, luego cabalgamos", se dice espléndido en mi querido castellano, que tanto añoré durante aquel año. Ladran una vez más desde la Pérfida Albión; cabalguemos pues.

viernes, 17 de junio de 2016

Brexit: un punto de inflexión

El día 26 de junio hay elecciones generales en España. De nuevo, los candidatos hasta en la sopa. Mítines, programas televisivos, debates, discursos, encuestas, recados personales entre candidatos, globos y demás parafernalia al servicio de una nueva temporada de política para el consumo. Decimos que no nos importa, que nos tienen hartos, pero rebuscamos en los periódicos la encuesta del día. Claro es que el hartazgo es palpable, indiscutible, pero no puede decirse lo mismo de la falta de interés. ¡Pues claro que nos importa!

La tertulia en el bar, el vídeo viral del día, los chistes gráficos a través de whatsapp… El estruendo es ensordecedor. El “que no nos representan” ha dado paso, con la entrada de nuevas fuerzas políticas, al “sólo los míos nos representan”. Una sociedad más -y no digo mejor- políticamente movilizada que la de hace unos años se entrega a un nuevo proceso electoral, el quinto, sin saber si será el definitivo de la serie.


Por el otro lado aparece la Eurocopa, cargada de tensión por las medidas de seguridad y una insólita competición de barbarie y estupidez entre los ultras de las diferentes hinchadas nacionales. Definitivamente, nos espera un junio entretenido.

El barullo nos impide ver con perspectiva, sin embargo, la que es la gran cita de este junio de 2016. Nadie recordará dentro de cincuenta años la Eurocopa que -pongamos por caso- Francia levantará en su propio país, coronándose tras quince años sin títulos. Muy pocos recordarán el resultado de unas elecciones que, desde un punto de vista de aritmética práctica parlamentaria, escasas diferencias arrojarán con las anteriores que vinieron a repetir. Sin embargo, el Reino Unido podría decidir este mismo 23 de junio abandonar el proyecto europeo.




Lo que está verdaderamente en juego, no nos engañemos, no es sólo la permanencia de la tercera economía del mercado común. Lo que respira inquieto es el sueño vislumbrado -con sus diferencias-, por hombres como Carlos V, Napoleón Bonaparte, Víctor Hugo y el propio Winston Churchill. La unidad de la Cristiandad, de Europa, los Estados Unidos de Europa.

Con sus matices, los proyectos de los hombres mencionados compartían un elemento central y común: la superación de la vieja europa fragmentada y fraticida y el avance hacia un proyecto de integración europea, capaz de perseguir objetivos comunes buscando los nexos en lugar de las diferencias entre los pueblos del viejo continente. Un proyecto capaz de tender lazos entre pueblos enemigos durante siglos, pero también hermanos, herederos todos de los tres pilares de la civilización occidental: la religión judeocristiana, el Derecho romano y la filosofía griega.


Lo que estos hombres imaginaron cada uno a su manera, Europa, tenía sentido para acabar con las eternas guerras del pasado, y se antojó para Winston Churchill como la única solución posible para evitar éstas tras una Segunda Guerra Mundial que desgarró el continente. Sin embargo, no puede olvidarse que todos ellos vivieron en tiempos en que Europa -u Occidente, al menos, en el caso de Churchill- era el centro del mundo, en que nos bastábamos solos para imponer nuestros designios en los cinco continentes y los siete mares. Lo que entonces prometía -y sigue haciéndolo- paz y armonía de puertas adentro, hoy significa también seguridad, influencia e independencia de puertas afuera, en un mundo en que los europeos somos tan sólo el 10% de la población. ¿Cómo hacer frente al gigante chino, a Estados Unidos, a la India o Rusia, si estamos divididos?


Pues bien. Todo ello, ese sueño en el que algunos hemos nacido y también crecido, al que hemos visto siempre como una roca imbatible ante la tempestad, como una nave con rumbo fijo y sin retorno posible al puerto de partida, está hoy a merced de lo que la sociedad británica decida el día 23. Las consecuencias económicas de la partida pueden ser relevantes, como demuestran las bolsas estos días, pero ciertamente es algo más que la economía lo que nos jugamos en el trance.


La Unión Europea no desaparecería con la salida del Reino Unido, pero es muy difícil sostener que seguirá siendo eso: Europa. El viejo continente y su historia no pueden explicarse sin Gran Bretaña: árbitro de los equilibrios de poder en el continente desde el Renacimiento, cuna de pensadores que sentaron las bases de la Ilustración, campo de germinación del Parlamentarismo…



El abandono de uno de los principales y más tempranos miembros de la UE (particularmente desde presente óptica de la Europa de los 28), supondría un punto de inflexión en la construcción europea, una daga en el corazón de la legitimidad histórica de la Unión, un mensaje a los países miembros y a las generaciones por venir: Europa no es intocable. Europa no es indiscutible. Europa no es, desde luego, eterna. Europa es reversible.



Yo he tenido la fortuna de vivir un intenso año de mi madurez en Inglaterra. Estudié Derecho en la Universidad de Leeds, empapándome de la concepción británica sobre el universo jurídico (el Common Law, la Constitución no escrita…), de su cosmovisión particular sobre el mundo, de su autoconfianza y, también, de su antieuropeísmo. Llegué a la conclusión de que no es un simple movimiento nacionalista lo que empuja al Reino Unido hacia este proceso de separación, sino una compleja mezcla entre autoconfianza, orgullo propio y miedo a perder las riendas de su propio destino como país, por un lado, y la nostalgia casi infantil por un Imperio hace tiempo perdido, la crisis de identidad de una sociedad diluida en tasas ingentes de inmigración y el oportunismo político más elemental.



No todo son sentimientos en la cuestión, sin embargo. El principal argumento del UK Independence Party, abanderado de la salida de la UE y tercer partido en votos en las pasadas elecciones, es que el Reino Unido se unió a un club económico que, como una bola de nieve que todo lo absorbe, ha acabado convirtiéndose en mucho más que eso, arrebatándoles paso a paso su soberanía. También se cuestiona el frenético ritmo de ampliaciones de los estados miembros que, argumentan, pueden acabar por desdibujar la propia esencia de la Unión. El déficit democrático de las Instituciones también está a la orden del día. Todas estas son, qué duda cabe, críticas válidas, que albergan reflexiones que deberíamos hacer los europeos con mayor profundidad. Sin embargo, con frecuencia suelen ir aderezadas de toda suerte de mitos que desdibujan las verdades que los subyacen. ¿Son suficientes para enterrar a Europa como proyecto político? ¿Renunciaremos a ser algo más que un gigante económico y un enano político en un mundo en constante integración?

Nadie sabe con certeza hasta dónde alcanzarían las consecuencias de la salida. Tampoco, en realidad, de una permanencia que no nos devolverá al punto de partida. Lo que sí puede afirmarse es que nos encontramos en una coyuntura histórica, un punto de inflexión. De un modo u otro, Europa abre una nueva etapa en su historia el 24 de junio.

Rusia, China, Estados Unidos y la India esperan. El 23 de junio el Reino Unido, como tantas otra veces a lo largo de la Historia, decide el destino del continente.

http://confilegal.com/20160623-brexit-punto-inflexion/

martes, 9 de febrero de 2016

Inestabilidad u Oportunidad

Mucho se ha hablado esta semana sobre el documento marco para un posible pacto de investidura que ha difundido el Partido Socialista. Los medios reflejaban conclusiones dispares sobre el documento, Podemos afirmaba que se parecía mucho a su programa, Ciudadanos parecía ver con buenos ojos gran parte de la propuesta y desde el PP lo tildaban de “retorno al más puro estilo zapateril”.  Pues bien, ¿es esto último cierto?

Ciertamente no pueden negarse ciertos trazos evidentes de “zapaterismo” en el documento, como la voluntad de incidir en la paridad de género mediante leyes de discriminación positiva, la intención de impulsar la Ley de Memoria histórica o la propuesta relativa a una potencial subida del salario mínimo interprofesional (hablamos de zapaterismo téorico, claro está).

Sin embargo, lo que en ocasiones se vislumbra como un documento de gobierno "por y para" la izquierda tradicional goza, en mi opinión, de considerables luces que es de justicia destacar. Eliminación de aforamientos, primarias obligatorias, impulsar la Iniciativa Legislativa Popular, dos tercios de la cámara para el nombramiento del Presidente de RTVE, regular la celebración de debates electorales, garantizar una mayor independencia de la CNMC y la CNMV, allanar el terreno a un gran pacto nacional por la educación y por la ciencia, eliminar las tasas judiciales para PYMES, establecer 5 años de incompatibilidad tras el ejercicio de altos cargos para evitar las llamadas puertas giratorias, prohibición del indulto en delitos por corrupción política, revisión al alza de las penas por delitos de corrupción…

Sin duda gran parte de las propuestas pueden quedarse finalmente en un sonado brindis al sol, y por otra parte se echan de menos muchas otras reformas importantes (despolitización de la Justicia, el Tribunal Constitucional o el Tribunal de Cuentas, responsabilidad civil subsidiria de los partidos políticos, despolitización de la Fiscalía General del Estado, aumento de los plazos de prescripción de los delitos por corrupción política, regulación estricta de las primarias, entre muchas otras). No obstante, creo que podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que poco hay de zapateril en muchas de las concesiones del documento; José Luis Rodríguez Zapatero gobernó una España bipartidista que, probablemente lo único en lo que parecen coincidir los analistas políticos, podemos dar por enterrada desde el pasado 20 D. Un país donde los dos grandes partidos podían reprocharse en público y repartirse los jueces, las cajas y las televisiones en privado, donde la voz de la ciudadanía era sin duda menos importante, ahogada en un eterno turnismo en el que no hacía falta tener programa o un plan de país, sino sentarse a esperar con paciencia a que el devenir de los acontecimientos determinara el cambio de gobierno...

Supongo que muchas cosas han cambiado en España, aunque aún no terminemos de acostumbrarnos, para que determinadas concesiones a la ciudadanía se acepten por parte del Partido Socialista Obrero Español -otrora bastión del bipartidismo más férreo-.  Algunos idealistas y románticos de la política podrán preguntarse si Pedro Sánchez y su equipo verdaderamente creen en unas propuestas que su partido ha rehuido durante lustros. En palabras de Cicerón, sin duda esto sería así en la República de Platón. Como el antiguo orador,  considero que en el mundo real vivimos lejos de dicha res publica idealizada, instaurados más bien “en los barros de Roma”. Con convencimiento o sin él, lo cierto es que las cosas empiezan a cambiar.

En efecto, a veces las reformas en política no vienen de la mano de un cambio de gobierno, o de sistema de partidos, sino del riesgo -aparente o real- de que dicho cambio se produzca. En otras palabras, la irrupción de los emergentes en el Parlamento puede no haber sido tan arrolladora como algunos esperaban, pero ya está obligando a un en otro tiempo todopoderoso bipartidismo a proponer cambios relevantes, aunque sólo sea en la aplicación más esencial de la teoría de la evolución: adaptarse o morir.

Alguien escribió una vez durante la pasada legislatura, lamentando la decadencia democrática de nuestro país, que PP y PSOE no renunciaban a las desmedidas estructuras de poder en torno al bipartidismo por una sencilla razón: porque podían. Creo que no es descabellado sugerir que quizá ya "no puedan". En este nuevo contexto político ya no es suficiente con que falle el otro para gobernar, ni siquiera es suficiente ganar las elecciones, como estas semanas digiere con dolor el Partido Popular.

Algunos ven con temor la “inestabilidad” surgida del pasado 20 de diciembre. Sin embargo, soy de los que creen que si enterramos el debate por posiciones, sustituyéndolo por el debate de ideas, si los partidos están a la altura y demuestran ser capaces de exhibir sentido de Estado, de buscar los puntos de encuentro y no las diferencias irreconciliables, podemos estar ante una oportunidad única de reformar nuestro marco institucional, de adaptarlo y volver a anudar los lazos que nunca debieron romperse entre representantes y representados. Si todo ello ocurre, sólo entonces, podremos hablar de una verdadera Segunda Transición.