martes, 7 de julio de 2020

La Sentencia del Estatut: realidad y mito

Hoy en día es común escuchar, en boca de algunos políticos, opinadores o incluso artistas o famosos, una idea radical y rotundamente falsa: la culpa del procés es imputable, a medias, al Tribunal Constitucional que “anuló” el Estatut de Autonomía de Cataluña y al Partido Popular que “interpuso” el recurso que la hizo posible. 

Es común a los profesos de tan extendida opinión no sólo no haber leído la extensísima resolución -de casi 500 páginas-, sino, en la mayor parte de los casos, no haber leído siquiera sobre la misma o su contexto. De otro modo, como paso a abordar, no se explica esta postura. Convencido de que todo debate político honesto debe partir de la verdad -o cuando menos intentarlo-, recién cumplidos diez años desde aquella Sentencia de 28 de junio de 2010, me propongo recordar algunos puntos esenciales de la misma y su contexto. Puntos comúnmente pasados por alto y que revelan la manipulación que respecto de la Sentencia y su contexto se ha venido ejerciendo desde hace una década por determinados sectores, bien como argumento “legitimista” de la deriva hacia el procés (el independentismo catalán) bien como arma arrojadiza frente al rival político (determinados sectores de la izquierda española).

El Origen.


Bien sabido es que el nacionalismo, como todo movimiento basado en el sentimiento, se alimenta de estímulos sociales colectivos que inciden en la parte emocional, frente a la racional, del ser humano. Con mayor frecuencia se vinculan estos estímulos a agravios que a éxitos, pues, además de ser más abundantes los primeros que los segundos, el agravio tiene dos ventajas comparativas indiscutibles: junto a su convenientemente fácil fabricación, se genera el odio o rencor al adversario o “enemigo” que es tan útil para el político mediocre, populista o sencillamente oportunista.[1]

En pleno año 2005, recién incorporados al grupo de partida del euro y con la economía española en boga en la octava posición global (¿se acuerdan de la “Champions League de la economía”?) el nacionalismo catalán perdía fuelle y relato. La creación de un conflicto donde no lo había se antojaba un cauce esencial para revigorizar el movimiento, y el instrumento perfecto para Esquerra fue un PSC catalanizado estratégicamente para competir por el espectro electoral convergente, hermanado y en sintonía con el PSOE en Moncloa (no en vano Rodríguez-Zapatero prevaleció en las primarias de 2001 por el apoyo del PSC a su candidatura). ¿Cómo generar un conflicto donde no lo había, un agravio en Cataluña frente a una España en auge? Muy sencillo: redactando, aprobando y votando un Estatuto de Autonomía deliberadamente inconstitucional en no pocos artículos, a sabiendas de que el Tribunal Constitucional no podía hacer otra cosa que lo finalmente hizo: declarar tal inconstitucionalidad en defensa de la supremacía de la Constitución, que siempre ha de prevalecer en tanto que marco social básico (o mínimo común múltiplo, si se quiere) de nuestra convivencia en democracia. Una Carta Magna que, conviene recordar, siempre puede reformarse -pudiendo participar las CCAA de la iniciativa de reforma- pero que, como en todo Estado democrático, mientras no se reforme ha de cumplirse. 


Así pues, el “conflicto” de legitimidades entre electorado catalán y Constitución española no se originó en un Tribunal Constitucional catalanófobo o centralista,[2] sino que nació como pecado original del propio Estatuto, cuyos artífices, pese a gozar de un enorme margen de maniobra,[3] decidieron conscientemente someter a votación un texto plagado de inconstitucionalidades como medio para fabricar el conflicto entre electorado catalán y Constitución española. Como ejemplo, la pretensión de crear una Justicia propia catalana, ejerciendo el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de última instancia ordinaria, cuando la Constitución española proclama inequívocamente que “el Tribunal Supremo, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes” (art. 123.1 CE) o la prevalencia del catalán frente al castellano como lengua oficial, contraria a la cooficialidad de lenguas consagrada en el artículo 3 de la Constitución. 

No queda duda, por tanto, de la intención estatutaria de desbordar la Constitución como vía para generar un conflicto político. 

La fórmula, que podría pensarse original, tuvo a mi parecer un claro precedente inspirador en lo ocurrido en Córcega algo más de una década antes, en que la región francesa incorporó a su Estatuto la mención legitimaria del “pueblo corso”, declarada inconstitucional por el Consejo Constitucional francés al reconocer la Constitución francesa un único pueblo a efectos jurídicos (el pueblo francés) decisión que provocó un profundo malestar en la isla mediterránea. Salvadas las distancias -pues ni la pretensión corsa era tan atrevida como la catalana, ni el Tribunal Constitucional tan rígido en su interpretación como su homólogo francés[4]-, la operación fue similar en su cauce y resultado.

¿”Erró” el Tribunal Constitucional en su Sentencia?


Difícilmente puede defenderse que el Tribunal Constitucional “errara” en su Sentencia cuando existe unanimidad entre los Magistrados respecto de la inconstitucionalidad de al menos 14 artículos del Estatuto y, sometidos a interpretación, otros 27. En otros términos, sencillamente es muy difícil, sino imposible, defender que el Estatut no fuera parcialmente inconstitucional cuando la integridad de los miembros del Tribunal Constitucional -que no sólo son juristas sino, dicho sea de paso, juristas de reconocido prestigio en el mundo del Derecho- así lo consideraron de forma unánime. Esto es, claro está, salvo que en lugar de su labor constitucional como guardián de la Constitución frente a los eventuales abusos de los poderes públicos (art. 161 CE) pretenda rebajarse al Tribunal Constitucional a la condición de fiel sabueso del poder político, permitiendo por tanto a los poderes públicos convertir en papel mojado la Constitución a su antojo. 

A efectos prácticos, el Tribunal Constitucional se limitó a hacer lo mismo que hubiera debido hacer, por imperativo constitucional, si la Comunidad de Madrid hubiera reformado su Estatuto declarando el fin de la solidaridad interterritorial de la capital con otras regiones (incluso mediante referéndum consultivo): es decir, declarar la inconstitucionalidad del Estatuto madrileño por contravenir el artículo 2 de la Constitución, que reconoce el principio de solidaridad entre comunidades autónomas. O lo mismo que si Aragón derogara en su Estatuto de Autonomía, referéndum mediante, el derecho de los ciudadanos a la libertad de prensa (art. 20.1.d CE), pues, como reza el artículo 9 de la Carta Magna, en todo Estado de Derecho que se precie, “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. 

En definitiva, tan indiscutible fue la inconstitucionalidad del texto aprobado que, pese al intenso debate periodístico sobre los bloques progresista o conservador en el Tribunal Constitucional y su eventual influencia en la Sentencia, fueron precisamente los votos progresistas los que declararon la inconstitucionalidad el 28 de junio de 2010,[5] basándose la discrepancia de los votos conservadores contrarios a la sentencia[6] en la convicción de que, además de los declarados inconstitucionales, existían aún más artículos del Estatuto que debían ser anulados. En otras palabras, todos y cada uno de los magistrados del Tribunal Constitucional -progresistas y conservadores- coincidieron en la inconstitucionalidad de los 14 artículos anulados del Estatuto, existiendo discrepancia exclusivamente sobre la inconstitucionalidad de otros artículos. 

Así las cosas, tan sólo existen dos posibilidades: la primera es coincidir con aquellos que, sin mayor análisis jurídico que se precie, afirman con tanta vehemencia como ignorancia -ya decía Aristóteles que cuando el necio afirma el sabio duda- que el Tribunal Constitucional “se equivocó” radicalmente en su sentencia, y por tanto asumir que los 10 magistrados en cuestión[7] sufrieron un episodio de enajenación centralista aguda que les llevó a declarar inconstitucional lo que no era. La segunda posibilidad es concluir que quienes se erigen con arrogancia en intérpretes autorizados de la Carta Magna y del Estatut, calificando de incomprensible “error” la decisión de la unanimidad de los miembros del Tribunal Constitucional, se equivocan profundamente; bien sea porque desconocen la extensísima sentencia -o, cabe decir, incluso la Constitución misma- o, también es posible, porque opinan partiendo de criterios de oportunismo político que jamás deben guiar la acción del “supremo intérprete de la Constitución”, cuya labor es controlar la adecuación a la Norma Fundamental de los actos de los poderes públicos. Me decanto, no me cabe duda, por la segunda opción.

¿Se “anuló” verdaderamente el Estatut?


Una de las indiscutibles victorias de la campaña del nacionalismo catalán frente al Tribunal Constitucional tras la Sentencia del Estatut es, sin duda, la de extender la convicción generalizada de que el Tribunal Constitucional anuló, barrió, eliminó o pulverizó la integridad el texto estatutario. Es a través del lenguaje que, repitiéndose una y otra vez la falaz afirmación de que el Tribunal Constitucional “anuló” el Estatuto, se ha creado el mito de que, en efecto, fue así. Pues bien, frente a ello, conviene recordar que la Sentencia del Tribunal Constitucional anula 14 artículos (sometiendo a interpretación otros 27) de un total de 223 artículos y 23 disposiciones complementarias que integraban el texto en cuestión. Si se quiere hacer la sencilla regla de tres, se concluye que resultó anulado un 5,6% del texto estatutario, sometiéndose a interpretación otro 10,97%,[8] de lo que resulta que, frente a la extendida falacia de la “anulación” estatutaria, casi un 95% de texto mantuvo su tenor y, por su parte, hasta un 85% quedó confirmado por el Tribunal. Esto no quiere decir, naturalmente, que debamos medir nuestra opinión sobre el acierto -o no- del Tribunal Constitucional desde un punto de vista cuantitativo. Lo que sí evidencia, sin embargo, es la radical y rotunda falsedad de quienes denuncian la “anulación” por el Tribunal Constitucional del Estatuto de Autonomía catalán.

¿Quién recurrió el Estatut?


Entre quienes con reproche condenan el “error” del Tribunal Constitucional, con frecuencia se denuncia asimismo el papel del Partido Popular como un agitador crispado y cómplice último sine qua non en la “anulación” del Estatuto. 

Pues bien, en cuanto a lo primero, difícilmente puede tildarse de agitador a quien manifestó una sospecha de inconstitucionalidad después confirmada por la unanimidad del Tribunal Constitucional -por cierto, mediante los votos de los magistrados considerados más cercanos al polo ideológico opuesto-; y ello, en honor a la verdad, independientemente de que otros muchos artículos recurridos por la fuerza política en cuestión fueran en cambio confirmados por la mayoría no reforzada del Tribunal que apoyó la sentencia. 

Sin embargo, es quizá aún más injusta, por radicalmente falsa, la segunda denuncia aludida, consistente en elevar al partido de centro derecha a la posición de cómplice sine qua non de la sentencia por haber interpuesto, legítimamente por cierto, el recurso de inconstitucionalidad frente al Estatut ante el Tribunal Constitucional (recuérdese que, en nuestro Derecho, el Tribunal Constitucional no puede pronunciarse directamente o “de oficio”, sino sólo cuando un sujeto legitimado para ello pone en marcha el recurso). En definitiva, en el argumentario que aquí pongo en duda, el Partido Popular desempeñó el papel de cómplice indispensable en el asunto, sin cuya “rabieta” centralista la Sentencia del Estatut jamás hubiera tomado lugar. 

Nada más lejos de la realidad, pues, incluso si los populares se hubieran abstenido de interponer el recurso, lo hicieron igualmente cinco Comunidades Autónomas (entre ellas la de Aragón, gobernada por una coalición de PSOE y Partido Aragonesista) y hasta el propio Defensor del Pueblo designado al efecto por el Parlamento de mayoría socialista (Don Enrique Múgica Herzog, miembro del partido socialista, ha sido diputado del grupo socialista inmediatamente antes y en su día Ministro socialista).

¿Cuántos catalanes refrendaron el Estatut con su voto?

Finalmente, no podemos dejar de examinar el porcentaje de catalanes que refrendaron el Estatut con su voto. Y ello por cuanto los habituales detractores de la Sentencia del Tribunal Constitucional con frecuencia afirman que dicho órgano carecía de legitimidad para alterar lo decidido por "Cataluña y los catalanes" en el referéndum de aprobación del Estatut. Sin perjuicio de que quienes defienden esta tesis se encuentran más cerca de los modelos de dictadura electiva que de una democracia moderna y pluralista, donde la regla de la mayoría simple pocas veces es suficiente para determinar el futuro colectivo de la sociedad y todos los que componen la misma, el referido argumento se topa, nuevamente, con la realidad de la baja participación del referéndum de aprobación del Estatut. 

Así, si en la aprobación del referido Estatuto no se superó el 48,85% de participación, de los cuales el 73,90% de los votos fueron favorables (lo que determina que un escaso 36,10% de los catalanes aprobaron afirmativamente el mismo), la Constitución española, que configura el poder y el deber del Tribunal Constitucional de garantizar el respeto a la Constitución -al menos hasta su reforma-, fue refrendada por un 67% de los catalanes, de los cuales un 90,50% -por cierto, superior a la media nacional- votó a favor de la aprobación de la Carta Magna, de lo que deriva que al menos un 61,44 % de los catalanes aprobaron afirmativamente la Constitución española con su voto. 

Por lo tanto, si es jurídicamente injustificable que pretenda sobrepasarse la Constitución -es decir, el pacto social básico de nuestra convivencia democrática- mediante una votación sin antes reformar la misma, menos aún lo es, por sencilla lógica matemática, que un 36% pretenda convertir en papel mojado lo que un 61% ha aprobado como Norma Fundamental. En otras palabras, ni siquiera si despojáramos a la democracia de todos sus principios  elementales salvo el de la mayoría electoral (lo que difícilmente se compatibiliza con una democracia pluralista) podría justificarse la derogación, por una minoría, de lo que la mayoría ha sentado como nuestras normas elementales de convivencia. 

El Mito.


Como se revela de lo expuesto, una década más tarde, alrededor de la Sentencia del Estatut de Cataluña orbitan todo género de mentiras y medias verdades, tejidas con tanto esmero y maestría como deshonestidad hasta adquirir la forma de una realidad paralela que, pese a nunca haber acontecido, se le hace visible y palpable a un nada desdeñable número de opinadores y personalidades públicas. Una realidad paralela cuyo principal objetivo es “legitimar” la injustificable deriva de los autores del procés, desviando la atención de otros orígenes menos respetables y públicos, hasta convencernos a todos de que el independentismo catalán es culpa del conjunto de los españoles, pero no de quienes, pudiendo haber propuesto la reforma constitucional, deliberadamente aprobaron un Estatuto parcialmente inconstitucional para provocar la ruptura con la Constitución y resetear el proyecto nacionalista con un nuevo y autogenerado “agravio”. 

Decía Ortega que la Historia es “el tesoro de los errores” para cualquier sociedad, pero para ello es preciso hacer honor a la misma, desenmascarando los intentos de tergiversarla y retorcerla como el que aquí denuncio respecto de la Sentencia del Tribunal Constitucional de hace una década; sentencia que frente a lo que algunos afirman con la boca grande, como hemos visto, ni “erró” al declarar unánimemente la inconstitucionalidad de lo que se redactó con intención de serlo, ni “anuló” la integridad del Estatuto (más bien un escaso 5%), ni se aprobó por una abrumadora mayoría de catalanes ni, por lo demás, se debe exclusivamente a un recurso del Partido Popular, pues al mismo acompañaban los de 5 comunidades autónomas y el defensor del pueblo de distinto signo político. Poco más se puede añadir. 

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[1] En este sentido escribí en mi artículo ¿Destituimos al capitán del frentismo?: http://carlosspazos.blogspot.com/2020/05/destituimos-al-capitan-del-frentismo.html

[2] Ante cualquier atisbo de sospecha a este respecto, recuérdese la Sentencia 76/1983, de 5 de agosto, relativa a la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA). 

[3] Pues el régimen territorial español consagrado en el Título VIII de la Constitución es de carácter abierto y, por tanto, por definición, escasamente acotado. 

[4] Recuérdese que se admite en la Sentencia incluso la mención a la “nación catalana” como expresión de índole social e histórica, con la única salvedad de no reconocérsele virtualidad jurídica por contravenirse en tal caso el artículo 1.2 de la Constitución española. 

[5] Esto es, los 5 votos, incluyendo el de la Presidenta Doña María Emilia Casas Baamonde. 

[6] Es decir, los integrados en el voto particular principal. 

[7] Recuérdese que, debido a la recusación del Magistrado Pérez Tremps y el fallecimiento del Magistrado García Calvo, el Tribunal decidió en el caso con dos integrantes menos. 

[8] Esto es, sin anular el texto, se desbrozaron los límites a la interpretación del mismo compatibles con la Carta Magna.

viernes, 29 de mayo de 2020

¿Destituimos al capitán del frentismo?

Siempre ha existido un mecanismo para allanar el terreno a todo gobernante mediocre, ruin o despótico: la fabricación de un enemigo. Aunque inmoral y destructivo, el mecanismo no es complejo ni retorcido, sino más bien sencillo, pues apela a uno de los instintos básicos que componen la naturaleza humana, tan primitivo como poderoso: el miedo. 

La Historia es el silente testigo del poder del miedo al enemigo. Sólo los persas unían bajo una misma bandera a las siempre enfrentadas polis griegas. Sólo la amenaza almohade reunió en las Navas de Tolosa a los comúnmente enfrentados reyes de Castilla, Navarra y Aragón. Sólo el poderío alemán de comienzos del siglo XX situó a dos generaciones de ingleses y franceses, rivales eternos desde la Guerra de los Cien Años, en el mismo lado de la trinchera. Sólo el temor al dominio espacial soviético llevó a los Estados Unidos, billones de dólares mediante, a enviar un hombre a la luna. 

Como vemos, el temor al enemigo común siempre sirvió de argamasa para unir bajo un mismo bando a los otrora enfrentados, pero su utilidad para el gobernante no acaba ahí. También apuntala y consolida todo tipo de liderazgos, por el incuestionable peso del instinto de supervivencia en cualquier relación de prioridades de los humanos. En otras palabras, cuando la solitaria galera tiene en su popa a la flota enemiga, lo habitual es que los remeros prefieran remar a embarcarse en debates sobre el liderazgo del capitán, por errante o injusto que éste sea. Sólo salvado el peligro puede atenderse a otras prioridades, entre las cuales puede estar la destitución del capitán por los graves defectos de su capitanía. Y sin embargo, ¿qué ocurriría si el capitán consiguiera mantener siempre en su popa a la flota enemiga? Casi podría identificarse al enemigo con el mejor aliado del capitán, ¿no es así?



Sólo era cuestión de tiempo que uno de esos "capitanes" de la Historia descubriera el inmenso poder que otorga la existencia de un enemigo perpetuo. O, mejor aún, del mucho más manejable “enemigo fabricado”. En los albores del siglo XX, con el creciente poder de la ciudadanía por el avance de la democracia y la eclosión de los movimientos obreros, el mecanismo se convierte en la excusa perfecta para todo tipo de regímenes represivos o totalitarios, siempre opuestos a las incipientes democracias con sus derechos de la minoría y su separación de poderes. ¿Cómo retirar felizmente al pueblo sus derechos democráticos? ¿Cómo eliminar los límites al poder en beneficio de todos? Los nacionalsocialistas, fascistas y comunistas lo tuvieron claro desde el comienzo: miedo, miedo y más miedo al enemigo a derrotar. ¿Y si no existe ese enemigo? Conviene crearlo cuanto antes.

El poder del recurso al enemigo como auto-justificación es sin duda inmenso. No en vano, en su novela “1984” Orwell esbozaba como uno de los elementos centrales del poder totalitario de “Oceanía” el permanente estado de guerra con “Eurasia” y “Asia Oriental”. Uno de los pilares del edificio totalitario sin el cual el mismo se desmoronaría inevitablemente. 

En Democracia, el mecanismo es también extremadamente útil, pues reduce tanto el  volumen como la intensidad del cuestionamiento del gobernante, cuya popularidad es esencial para revalidar el poder tras las elecciones. La sana tendencia a la crítica “racional” de la acción de gobierno se ve mitigada por el impulso “emocional” de apoyar al mismo, de "cerrar filas", ante la presencia del enemigo. Un chaleco salvavidas de incalculable valor para aquellos gobernantes cuya mediocridad, falsedad o despotismo les llevaría de otro modo a ser engullidos por las aguas de la responsabilidad política en futuros procesos electorales. 

Estos días se denuncia por muchos españoles de todas las ideologías una creciente y preocupante polarización de la sociedad española. ¿Se han preguntado alguna vez cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Creen que es casualidad? 

La emergencia de Vox en las elecciones andaluzas de 2018 proporcionó la excusa perfecta para un nuevo relato a un Pedro Sánchez sin discurso, atornillado por meses al poder tras incumplir su palabra, empeñada en la moción de censura, de convocar a las urnas a los españoles. La manifestación de Colón en febrero de 2019, que mostraba la indignación ciudadana con la apertura, por un Gobierno sin legitimidad en las urnas, de un proceso de blanqueamiento de los instigadores del recientísimo intento de golpe a la Constitución en Cataluña se recondujo sin escrúpulos, por Sánchez y sus esbirros mediáticos, a una “conspiración” por parte de una “derecha antidemocrática” y con anhelos franquistas. El enemigo recién fabricado ya estaba ahí.



Por si el carácter forzado de dicho relato levantaba suspicacias, para avivar la lumbre del relato la prioridad del Gobierno socialista se convirtió, en un momento tan delicado para España, en exhumar al dictador Franco del Valle de los Caídos por la inconstitucional vía del Decreto-ley. La guinda de un proceso de fabricación del enemigo tristemente exitoso, en el cual tres elementos terminaron de apuntalar el relato. 

El primero fue la reticencia de los grupos de la oposición a apoyar con aplausos el tratamiento unilateral por el Gobierno con menor apoyo parlamentario de la democracia de una cuestión tan sensible (contrario, por cierto, a las exigencias que el Congreso, con apoyo del grupo socialista, había aprobado al respecto en 2017[1]). Para mayor gravedad,  a través de una vía inconstitucional como el uso del decreto-ley sin extraordinaria y urgente necesidad[2]. Una reticencia a la que la Vicepresidenta Calvo, en lo que es ciertamente imperdonable para una “doctora” en Derecho constitucional, contestó con un argumento tan envenenado como falso: “quien no está de acuerdo con las formas no está de acuerdo con el fondo”.

El segundo fue la esperable oposición de la familia del dictador al espectáculo de bombo y platillo organizado por el Gobierno en torno a la exhumación del cuerpo de su pariente, plato principal del relato en construcción... ¡Los franquistas existían! 

El tercero fue la previsible elevación de tono y apoyos que tal actuación unilateral por parte el gobierno generaría en torno a Vox, segundo gran beneficiado por la polarización y ahora tercer partido político del Congreso. Un partido respecto del cual, sin despertarme simpatía su discurso populista, patriotero (que no patriótico), oportunista y en muchas ocasiones altisonante, es justo reconocer que cualquier observador mínimamente objetivo no detectaría programa anti-democrático alguno, mucho menos en comparativa con su homólogo a la izquierda del Gobierno, liderado por reconocidos admiradores (e incluso asesores) de dictaduras izquierdistas con regresiones democráticas severas y centenares de muertos en su haber. 

Creado el enemigo, todo le era ya perdonable, por su electorado, a Sánchez, reconvertido en capitán de una galera llamada España perseguida por la flota franquista. Todo. Incluyendo su objetiva e incuestionable condición de mentiroso patológico (ahí está le hemeroteca), sus pactos con partidos liderados por señores fugados o encarcelados por su golpe contra la Constitución hace tan solo unos meses, su abandono de la Cataluña constitucional, la entronización de Pablo Iglesias en el Gobierno de España, la mediocridad de sus ministros o los escándalos protagonizados por los mismos (qué lejos queda la dimisión forzada de Maxim Huerta), su nefasta gestión de la crisis del COVID-19 -los datos son objetivos y están a la vista- y, muy especialmente, su permanente, continuado y antidemocrático asedio a la independencia de las instituciones y la separación de poderes sin la cual no puede existir democracia.

Como ejemplos de lo último (podría citar muchos más) un CIS dirigido y permanentemente manipulado por un hombre de su confianza (José Félix Tezanos); una RTVE que, debiendo ser plural y regirse a través de un Consejo de Administración de elección parlamentaria -no sólo por ética sino por mandato de la ley que Sánchez promovió desde la oposición-[3], lleva casi dos años en manos de una administradora única provisional (Rosa María Mateo) nombrada a dedo y que purga sin descanso a los elementos incómodos para el relato del Gobierno; una Abogacía del Estado que cesó fulminantemente al Abogado del Estado -Edmundo Bal- que se negó a suprimir del relato de los hechos del juicio del procés una violencia que finalmente quedaría como hecho probado en la Sentencia firme del Tribunal Supremo; una Fiscalía General del Estado dirigida por su inmediatamente ex Ministra de Justicia; el cese del Coronel Pérez de los Cobos de la Guardia Civil por no exigir a la policía judicial que revelara, prevaricando, el contenido de investigaciones judiciales en curso que comprometían al Gobierno[4]; el ilimitado y permanente abuso del excepcional decreto-ley (hurtando su función legislativa al Parlamento), revolucionando los abusos inconstitucionales ya conocidos para utilizarlo como medio de campaña partidista (infringiendo la Ley electoral), para incluir a Iglesias en la comisión delegada del CNI con excusa en un decreto económico relativo al COVID-19[5] o, incluso, para reformar el funcionamiento del Poder Judicial, contraviniendo de forma aún más categórica la Constitución[6] 

Todo ello, pretenden, será “perdonable” por un electorado manipulado hasta ser convencido, a través de una perversa campaña perfectamente orquestada por su gurú (Iván Redondo), de que no existe alternativa a un Presidente despótico, mentiroso y que todos los días erosione la separación de poderes. Y no existe alternativa pues, conforme a su relato, del otro lado espera, sediento de revancha, un bloque “franquista” retrógrado y antidemocrático que, en palabras vertidas ayer por el Vicepresidente Iglesias -dirigidas a implosionar la llamada Comisión para la Reconstrucción- “quiere dar un golpe de Estado pero no se atreve” (qué convenientemente elige siempre Iglesias el momento de proferir este tipo de acusaciones en sede parlamentaria, para escudarse en la inmunidad parlamentaria -¿se acuerdan de la “cal viva”?-).



Por tanto, una “conveniente” flota franquista a la popa de la galera del capitán Sánchez, que nos invita a remar a todos con él con la vista puesta en el peligroso enemigo, pero no en los latigazos que desde el castillo de popa dirige contra cualquiera que se entrometa en su deseo de aplastar toda resistencia institucional y enterrar la separación de poderes en España. A cualquier coste.

Naturalmente el otro beneficiado del proceso de polarización es Vox, partido al que, sin poder achacársele los abusos que desde el poder acomete todos los días el “capitán” Sánchez, sin duda beneficia la nada desdeñable y crecientemente indignada porción del electorado conservador que está dispuesta a entregar la solución al que más grite. 

Así pues, inaugurada la década caminamos todos progresivamente, siguiendo el nada alentador sendero que acabo de describir, hacia una vieja España compuesta por dos Españas azuzadas la una frente a la otra para tapar la incompetencia de sus gobernantes. La convivencia de la ciudadanía, la responsabilidad política de nuestros gobernantes por sus fracasos, el progreso de nuestra sociedad, sacrificados todos en el altar de un guerracivilismo que, como una oscura tormenta que creíamos haber dejado atrás, vuelve  con truenos y relámpagos con la promesa de abocarnos nuevamente al fracaso colectivo. 

¿Es este nuestro destino? ¿No existe una tercera España? Como ciudadano y demócrata, como español nacido en el más afortunado momento de nuestra historia, me niego a seguir la senda que nos proponen. ¿Y si otra España es posible? Claro que lo es. Más difícil fue tejer el gran acuerdo de la Transición, el más brillante momento de nuestra historia política, que no tirarla ahora por la borda. 

Tan sólo es preciso que nos sacudamos el yugo político que han pretendido colocarnos aquellos gobernantes mediocres que buscan enterrar sus flaquezas exacerbando la división de la ciudadanía, que rechacemos el frentismo artificialmente impuesto, juzgando a todos nuestros políticos por sus actos y no por los bloques imaginarios en que pretenden colocarnos, reduciéndonos a "tribus" domesticadas y acríticas que, azuzadas artificialmente contra los de enfrente, respaldan a su líder bajo cualquier circunstancia.

España está repleta de personas honestas, preparadas y justas a lo largo del espectro político, personas pertenecientes a un gran centro político en que convergemos la abrumadora mayoría de españoles. ¿Y si apostamos por alguno de ellos, rechazando a los mediocres que nos mienten, que pretenden manipularnos y volvernos a los unos contra los otros? ¿Y si derribamos el muro artificial que, como en Berlín, se ha venido construyendo en los últimos años entre nosotros? ¿Y si descubrimos que no hay flota enemiga, que somos todos compatriotas, y destituimos al capitán? Estamos a tiempo, y el futuro está en nuestras manos. 

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[2] Art. 86 CE. 
[3] Ley 5/2017, de 29 de septiembre, por la que se modifica la Ley 17/2006, de 5 de junio, de la radio y la televisión de titularidad estatal, para recuperar la independencia de la Corporación RTVE y el pluralismo en la elección parlamentaria de sus órganos.
[5] Disposición Final Segunda del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19.
[6] Real Decreto-ley 16/2020, de 28 de abril, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia.

martes, 21 de abril de 2020

Reflexiones sobre el estado de alarma

Espera lo mejor, prepárate para lo peor”. La máxima anglosajona nos recuerda a nuestra latina “si vis pacem para bellum” (si quieres paz prepárate para la guerra), y es un buen consejo para cualquier prudente dirigente, representante, empresario, profesional, o, en definitiva, ciudadano. 


La Democracia, como régimen político, debe ser prudente por definición. A la normalidad puede sobrevenir la anormalidad -la excepción- y un funcionamiento institucional complejo como el democrático, que obedece ante todo a la garantía de derechos fundamentales (que a veces damos demasiado por descontados), puede ser incompatible con la supervivencia del Estado sin la capacidad de adoptar, para hacer frente a “grandes males”, “grandes remedios”. Ya en Roma el Dictator asumía poderes excepcionales en situaciones anormales -como la invasión de Aníbal o las revueltas de esclavos- en que las instituciones ordinarias (las magistraturas colegiadas, las asambleas y el Senado) se mostraban incapaces de hacer frente a la crisis de forma eficaz. 

Sin embargo, la noción de Estado de Derecho -sin el cual no existe verdadera Democracia- impide una excepcionalidad arbitraria, inventada o administrada “a la carta” por el poder, debiendo someterse a normas previamente establecidas. Es lógica la búsqueda de ese necesario equilibrio, pues si la capacidad de alterar el normal funcionamiento de la sociedad democrática puede ser necesaria para garantizar su supervivencia, no es menos cierto que esa misma supervivencia se vería seriamente amenazada si la anormalidad otorgara al gobernante un poder absoluto e ilimitado. Y ello pues, si siguiendo a Lord Acton concluimos que “si el poder corrompe el poder absoluto corrompe absolutamente”, la Historia nos demuestra que el poder absoluto excepcional ha sido comúnmente un puente para transitar desde la Democracia hacia otro tipo de regímenes (como ejemplo, el incendio del Parlamento alemán en 1933 como piedra fundacional del Tercer Reich). 

En otras palabras, la excepcionalidad tiene por tanto también, en Democracia, sus normas. En concreto, la Constitución, cuyo artículo 116 CE define y sienta las normas esenciales de los tres estados excepcionales y provisionales (alarma, excepción y sitio), y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que los desarrolla. 

Mucho se ha escrito en estas semanas respecto de la declaración del estado de alarma y su sujeción -o no- a las anteriores normas. Entre otros debates, destaca el de si la fórmula adecuada debió de ser el estado de excepción, a la vista de que, si bien la justificación (la epidemia) parece encajar en los motivos del estado de alarma,[1] la generalidad y la intensidad de la restricción de derechos fundamentales parece acercarse más a la “suspensión” de derechos del estado de excepción[2] que a las medidas disponibles para el estado de alarma.[3] La línea divisoria entre “restricción” y “suspensión” es ciertamente muy fina cuando, en la práctica, el efecto es la imposibilidad de dar un paseo cuándo y dónde le plazca a uno -art. 17.1 CE-, acudir a una reunión o una manifestación -art. 21 CE- o incluso un acto de culto como un funeral -art. 16.1 CE-, ejercer las funciones ordinarias en el marco de una asociación -art. 22 CE-, elegir a nuestros representantes mediante elecciones -art. 23.1 CE- o solicitar la tutela ordinaria de los tribunales -art. 24.1 CE-. Se comparte generalmente por los críticos el fin (el confinamiento como medio de combate de la epidemia), pero no los medios (el estado de alarma, caracterizado por la iniciativa gubernamental, frente al estado de excepción, de mayor protagonismo parlamentario).


Por otro lado, se cuestiona asimismo la “indeterminación” del Real Decreto que declara el estado de alarma,[4] en la medida en que, exigiendo la Ley Orgánica que el decreto determine “los efectos” de dicho estado,[5] junto a una serie de medidas específicas, la norma aprobada por el gobierno establece una delegación indeterminada en una serie de cargos, que han ampliado las medidas estableciendo “efectos” no previstos -siquiera de modo general- en el Decreto. Como ejemplo, la paralización de las obras en edificios habitados, “efecto” operada por una Orden ministerial.[6]

Adicionalmente, han llamado la atención algunas acciones aparentemente excesivas como la paralización de la actividad parlamentaria acordada por la Mesa del Congreso[7] -contraria a la prohibición de la interrupción del funcionamiento del Congreso y del resto de poderes constitucionales del Estado durante los estados excepcionales-,[8] las restricciones al control parlamentario del gobierno, el filtro a las preguntas de los periodistas en las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros o las crecientemente desafortunadas alusiones a medidas restrictivas para el control de la desinformación (en palabras del palabras del general José Manuel Santiago, con el objetivo de “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”). 

Junto a todo lo anterior, mi reflexión se proyecta hoy sobre uno de los límites esenciales inherente al estado de alarma en tanto que estado excepcional: su duración limitada en el tiempo. Un límite absolutamente indispensable, no cabe duda, por muchos motivos entre los cuales me permito destacar dos. 

El primero es la trascendental afección de elementos esenciales del estado democrático; desde la “suspensión”, en la práctica, de derechos fundamentales pertenecientes al núcleo más sensible de nuestras libertades, hasta el funcionamiento ordinario de las instituciones, gravemente trastocado a la vista de la paralización de la actividad del grueso de la Administración, del poder judicial e incluso de los órganos parlamentarios, la suspensión de procesos electorales, etcétera. Es evidente, en este sentido, que de admitirse la duración indefinida en el tiempo de semejante alteración de la “normalidad democrática”, podría arribarse a una situación en que, en la práctica, pilares esenciales de nuestro régimen constitucional se derogaran de facto, por la vía de los hechos, por el poder político. 

En segundo lugar, no puedo dejar de compartir la reflexión que Eric Blair (más conocido por su pseudónimo George Orwell) vertiera en su prólogo a la célebre novela Rebelión en la Granja, en que, en relación con la limitación de libertades por el Gobierno británico durante el estado de guerra a lo largo de Segunda Guerra Mundial -que entendía en su mayor parte-, el autor meditaba sobre el peligro de la extensión en el tiempo de la limitación de libertades, que conducía a una “normalización”, y en último término a una mayor aceptación del cercenamiento de los derechos y libertades fundamentales propios del régimen democrático, un aceptación susceptible de sobrevivir al contexto extraordinario que originó dicha limitación. Tan necesario como pueda ser el confinamiento, no me resulta halagüeña la perspectiva de que mis conciudadanos puedan habituarse a una vida en que una gran parte de sus derechos conforme al Título I de nuestra Constitución se encuentran, de facto, derogados. 

Descendiendo a la regulación en España, la limitación temporal del estado de alarma se encuentra entre las normas vigentes que regulan nuestra actual anormalidad. En concreto, el artículo 116.2 CE dispone que dicho estado tan sólo podrá extenderse el plazo máximo de quince días, que podrá ser prorrogado por el Congreso. No existe un límite máximo, en buena lógica, debido a la imprevisibilidad de la duración de la situación excepcional que da lugar al mismo (no sería aceptable una limitación máxima tasada que impidiera jurídicamente extender la duración hasta la superación de la específica crisis). 

Sin embargo, ¿no es dicho régimen en exceso flexible? Como puede fácilmente apreciarse, una mera mayoría simple en el Congreso permitiría la prórroga ad infinitum de una anormalidad constitucional como la descrita -en perjuicio de la normalidad constitucional-; esto es, en una situación con derechos fundamentales vacíos de contenido, tribunales paralizados, elecciones desconvocadas, manifestaciones prohibidas, la oposición maniatada en el confinamiento… Una prórroga que jurídicamente sería posible incluso, cabe pensar, más allá del propio cese en el tiempo de la crisis que dio lugar a la declaración, siempre y cuando una mayoría parlamentaria accediera “por la mínima” a sucesivas -e inmorales- prórrogas. Ya sé lo que están pensando. Es imposible. Y sin embargo, recordando el creciente abuso que del concepto de “extraordinaria y urgente necesidad” de los decretos-leyes se ha llevado a cabo las últimas décadas, cuyo corolario ha sido su utilización como método de blindaje del Vicepresidente Iglesias en la Comisión de Inteligencia en pleno Decreto-ley de medidas económicas frente al COVID-19… ¿lo es? No hace falta un exceso de celo para concluir que si algún futuro gobernante pretendiera sustituir nuestro régimen de libertades por algo diferente -lo que no es precisamente, desde una perspectiva histórica, una situación sin precedentes-, tendría en la prórroga indefinida del estado de alarma una de las apuestas con mayor probabilidad de éxito. Si bien debería enfrentarse, en último término, a un Tribunal Constitucional cuya actividad constitucional no se interrumpe durante los estados excepcionales, conforme al artículo 116.5 CE, ¿cuánto daño se podría generar a nuestras instituciones en el interim? 

Propongo como alternativa una propuesta de lege ferenda, que convendría blindar adecuadamente en nuestra Carta Magna, capaz de mantener la necesaria flexibilidad apreciativa pero de impedir, por otro lado, la situación antes descrita. Consistiría en imponer, a partir de un número por determinar de prórrogas, la necesidad de una mayoría parlamentaria reforzada para el mantenimiento de los estados excepcionales. La permanencia en el tiempo de una excepcionalidad de efectos tan trascendentales como los que vivimos requeriría así de un elevado grado de consenso parlamentario inconciliable con el abuso de poder al que me acabo de referir. 

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[1] Artículo 4.b de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[2] Artículo 13.2.a de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[3] Artículo 11 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[4] Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. 
[5] Art. 6.2 de la LO 4/1981, de 1 de junio: “En el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma…”. 
[6] Orden del Ministerio de Sanidad 340/2020, de 12 de abril, por la que se suspenden determinadas actividades relacionadas con obras de intervención en edificios existentes en las que exista riesgo de contagio por el COVID-19 para personas no relacionadas con dicha actividad 
[7] Acuerdo de la Mesa de la Cámara de 19/03/2020. 
[8] Art. 116.5 CE.

martes, 21 de enero de 2020

Un perdón imperdonable

Hace ya tiempo que Pedro Sánchez perdió todo ápice de respeto por los españoles. Confiado en su dominio de los tiempos mediáticos y los mensajes, no sólo es capaz de traicionar una y otra vez su palabra, sino de hacerlo con vehemencia, permitiéndose el lujo de tildar de reaccionario, crispador y por supuesto fascista a todo el que legítimamente le recuerde el “donde dije digo, digo Diego”. “El objeto de la moción de censura es convocar elecciones”, y ahí le tuvieron afirmando que la legislatura duraría hasta el final, si no fuera por los presupuestos que ERC no le aprobó. “Jamás pactaremos con el populismo”, hasta que pactó. “Jamás tendré a Iglesias en mi gobierno, pues ni yo ni el 95% de los españoles dormiríamos por la noche”, y ahí tienen a Iglesias de vicepresidente. “Jamás hemos pactado, ni pactaremos, con Bildu en Navarra”, y ahí tienen tanto la investidura como el acuerdo de presupuestos anunciado esta semana. Podría seguir sin terminar, y ello sin hablar del burdo ejercicio de absolutismo del Presidente en su obsesión de desmontar las instituciones para doblegarlas a su voluntad, empezando por el CIS, siguiendo por Televisión Española y después la Abogacía del Estado, en un lamentable proceso cuyo corolario es el nombramiento de su Ministra de Justicia como Fiscal General del Estado (no necesito recordar el "¿y quién manda en la Fiscalía?, ¿el Gobierno?, "pues eso"). ¿Es que no existe en su ser el más mínimo atisbo de rubor?






Durante la pasada campaña electoral, con Cataluña colapsada por los cortes de trenes y carreteras y Barcelona azotada por una ola de violencia callejera sin precedentes en este siglo -azuzada, por cierto, por el propio President-, el candidato Sánchez prometió tipificar de nuevo el delito de convocatoria de referéndum ilegal, como gesto duro dirigido a convencer a sus votantes de su compromiso con la defensa del orden cívico y la Constitución. Por supuesto, volvió a afirmar que “nunca había pactado con el independentismo” la moción de censura que le llevó a la Moncloa, así como que “nunca pactaría con ellos su futura investidura”. Ahí le tienen, sentado de nuevo en el Gobierno tras firmar un acuerdo con un partido (ERC) cuyo líder está en la cárcel por dar un golpe a la Democracia hace poco más de dos años. Un Acuerdo cuyo contenido proclama que si una minoría de los catalanes se salta la ley democrática, empezando por el Estatut de Cataluña, para imponer al resto de sus conciudadanos sus apetencias identitarias supremacistas, estamos ante un “conflicto político”, y que si los jueces actúan ante la comisión de delitos por los políticos estamos ante una “judicialización” de la política que debe ser corregida. 



El acuerdo, naturalmente, no vino gratis. A la humillación de ver al Presidente del Gobierno plegar el Estado de Derecho -frente a lo que prometió en campaña- ante los golpistas, le ha seguido ahora el acto principal de la desvergüenza, en forma de anuncio de “revisión” de los delitos de rebelión y sedición para “adaptarlos a los tiempos que corren”. El objetivo, anuncia el ejecutivo, es rebajar la pena del segundo delito, por el que fueron condenados los miembros del Govern junto al de  malversación de fondos. Se trata, no puede decirse de otro modo, de un indulto expreso a Junqueras y el resto de políticos condenados por su intento de ruptura de la Constitución. Y ello en la medida en que, como perfectamente conoce Sánchez, el artículo 2.2 del Código Penal garantistamente afirma que “tendrán efecto retroactivo aquellas leyes penales que favorezcan al reo, aunque al entrar en vigor hubiera recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena”. El disfraz jurídico de una ley ad hoc no esconde la verdad: tan sencilla como que se indulta a quienes pretendieron derogar la Constitución en Cataluña sin tener la mayoría para reformar siquiera el Estatuto, representando a menos de la mitad de los votantes de Cataluña (no digamos ya de los catalanes en total).



No es preciso que nos duela España para condenar lo que se propone, pues sólo hace falta ser demócrata para estar en contra: estamos ante un torpedo a la línea de flotación del Estado de Derecho y la Democracia, garantizando que quien ha intentado sustituir nuestro régimen de libertades por su antojo personal, en lugar de ser castigado y obligado a perseguir su proyecto político, en el futuro, dentro de las normas del juego democrático (cualquier reforma de nuestra Carta Magna es posible), salga impune de su intento totalitario de decidir mediante la minoría el destino de la mayoría. ¿O es que debería indultarse también a quien pretendiera sustraer a los ciudadanos de su comunidad de las normas que nos hemos dado entre todos, por ejemplo, para instaurar un régimen militar de nuevo o suprimir nuestros derechos fundamentales?

La técnica utilizada para este indulto es, si cabe, todavía más nefasta que el ejercicio del derecho de gracia (regulado por cierto mediante una anacrónica Ley de 1870) pues no sólo se indulta a quienes han cometido los graves delitos contra la Constitución por los que han sido juzgados y condenados, sino que se abre la puerta a la futura impunidad de los que, con bríos renovados, vendrán después. A aquellos que, dinamitando la convivencia democrática, hoy se mofan de nuestra Democracia y nuestras leyes, viéndolas lideradas por un hombre sin palabra, ni escrúpulos ni voluntad de defenderlas. De quienes celebran ya un perdón que es, pues no puede ser de otro modo en Democracia, imperdonable.