martes, 21 de abril de 2020

Reflexiones sobre el estado de alarma

Espera lo mejor, prepárate para lo peor”. La máxima anglosajona nos recuerda a nuestra latina “si vis pacem para bellum” (si quieres paz prepárate para la guerra), y es un buen consejo para cualquier prudente dirigente, representante, empresario, profesional, o, en definitiva, ciudadano. 


La Democracia, como régimen político, debe ser prudente por definición. A la normalidad puede sobrevenir la anormalidad -la excepción- y un funcionamiento institucional complejo como el democrático, que obedece ante todo a la garantía de derechos fundamentales (que a veces damos demasiado por descontados), puede ser incompatible con la supervivencia del Estado sin la capacidad de adoptar, para hacer frente a “grandes males”, “grandes remedios”. Ya en Roma el Dictator asumía poderes excepcionales en situaciones anormales -como la invasión de Aníbal o las revueltas de esclavos- en que las instituciones ordinarias (las magistraturas colegiadas, las asambleas y el Senado) se mostraban incapaces de hacer frente a la crisis de forma eficaz. 

Sin embargo, la noción de Estado de Derecho -sin el cual no existe verdadera Democracia- impide una excepcionalidad arbitraria, inventada o administrada “a la carta” por el poder, debiendo someterse a normas previamente establecidas. Es lógica la búsqueda de ese necesario equilibrio, pues si la capacidad de alterar el normal funcionamiento de la sociedad democrática puede ser necesaria para garantizar su supervivencia, no es menos cierto que esa misma supervivencia se vería seriamente amenazada si la anormalidad otorgara al gobernante un poder absoluto e ilimitado. Y ello pues, si siguiendo a Lord Acton concluimos que “si el poder corrompe el poder absoluto corrompe absolutamente”, la Historia nos demuestra que el poder absoluto excepcional ha sido comúnmente un puente para transitar desde la Democracia hacia otro tipo de regímenes (como ejemplo, el incendio del Parlamento alemán en 1933 como piedra fundacional del Tercer Reich). 

En otras palabras, la excepcionalidad tiene por tanto también, en Democracia, sus normas. En concreto, la Constitución, cuyo artículo 116 CE define y sienta las normas esenciales de los tres estados excepcionales y provisionales (alarma, excepción y sitio), y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que los desarrolla. 

Mucho se ha escrito en estas semanas respecto de la declaración del estado de alarma y su sujeción -o no- a las anteriores normas. Entre otros debates, destaca el de si la fórmula adecuada debió de ser el estado de excepción, a la vista de que, si bien la justificación (la epidemia) parece encajar en los motivos del estado de alarma,[1] la generalidad y la intensidad de la restricción de derechos fundamentales parece acercarse más a la “suspensión” de derechos del estado de excepción[2] que a las medidas disponibles para el estado de alarma.[3] La línea divisoria entre “restricción” y “suspensión” es ciertamente muy fina cuando, en la práctica, el efecto es la imposibilidad de dar un paseo cuándo y dónde le plazca a uno -art. 17.1 CE-, acudir a una reunión o una manifestación -art. 21 CE- o incluso un acto de culto como un funeral -art. 16.1 CE-, ejercer las funciones ordinarias en el marco de una asociación -art. 22 CE-, elegir a nuestros representantes mediante elecciones -art. 23.1 CE- o solicitar la tutela ordinaria de los tribunales -art. 24.1 CE-. Se comparte generalmente por los críticos el fin (el confinamiento como medio de combate de la epidemia), pero no los medios (el estado de alarma, caracterizado por la iniciativa gubernamental, frente al estado de excepción, de mayor protagonismo parlamentario).


Por otro lado, se cuestiona asimismo la “indeterminación” del Real Decreto que declara el estado de alarma,[4] en la medida en que, exigiendo la Ley Orgánica que el decreto determine “los efectos” de dicho estado,[5] junto a una serie de medidas específicas, la norma aprobada por el gobierno establece una delegación indeterminada en una serie de cargos, que han ampliado las medidas estableciendo “efectos” no previstos -siquiera de modo general- en el Decreto. Como ejemplo, la paralización de las obras en edificios habitados, “efecto” operada por una Orden ministerial.[6]

Adicionalmente, han llamado la atención algunas acciones aparentemente excesivas como la paralización de la actividad parlamentaria acordada por la Mesa del Congreso[7] -contraria a la prohibición de la interrupción del funcionamiento del Congreso y del resto de poderes constitucionales del Estado durante los estados excepcionales-,[8] las restricciones al control parlamentario del gobierno, el filtro a las preguntas de los periodistas en las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros o las crecientemente desafortunadas alusiones a medidas restrictivas para el control de la desinformación (en palabras del palabras del general José Manuel Santiago, con el objetivo de “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno”). 

Junto a todo lo anterior, mi reflexión se proyecta hoy sobre uno de los límites esenciales inherente al estado de alarma en tanto que estado excepcional: su duración limitada en el tiempo. Un límite absolutamente indispensable, no cabe duda, por muchos motivos entre los cuales me permito destacar dos. 

El primero es la trascendental afección de elementos esenciales del estado democrático; desde la “suspensión”, en la práctica, de derechos fundamentales pertenecientes al núcleo más sensible de nuestras libertades, hasta el funcionamiento ordinario de las instituciones, gravemente trastocado a la vista de la paralización de la actividad del grueso de la Administración, del poder judicial e incluso de los órganos parlamentarios, la suspensión de procesos electorales, etcétera. Es evidente, en este sentido, que de admitirse la duración indefinida en el tiempo de semejante alteración de la “normalidad democrática”, podría arribarse a una situación en que, en la práctica, pilares esenciales de nuestro régimen constitucional se derogaran de facto, por la vía de los hechos, por el poder político. 

En segundo lugar, no puedo dejar de compartir la reflexión que Eric Blair (más conocido por su pseudónimo George Orwell) vertiera en su prólogo a la célebre novela Rebelión en la Granja, en que, en relación con la limitación de libertades por el Gobierno británico durante el estado de guerra a lo largo de Segunda Guerra Mundial -que entendía en su mayor parte-, el autor meditaba sobre el peligro de la extensión en el tiempo de la limitación de libertades, que conducía a una “normalización”, y en último término a una mayor aceptación del cercenamiento de los derechos y libertades fundamentales propios del régimen democrático, un aceptación susceptible de sobrevivir al contexto extraordinario que originó dicha limitación. Tan necesario como pueda ser el confinamiento, no me resulta halagüeña la perspectiva de que mis conciudadanos puedan habituarse a una vida en que una gran parte de sus derechos conforme al Título I de nuestra Constitución se encuentran, de facto, derogados. 

Descendiendo a la regulación en España, la limitación temporal del estado de alarma se encuentra entre las normas vigentes que regulan nuestra actual anormalidad. En concreto, el artículo 116.2 CE dispone que dicho estado tan sólo podrá extenderse el plazo máximo de quince días, que podrá ser prorrogado por el Congreso. No existe un límite máximo, en buena lógica, debido a la imprevisibilidad de la duración de la situación excepcional que da lugar al mismo (no sería aceptable una limitación máxima tasada que impidiera jurídicamente extender la duración hasta la superación de la específica crisis). 

Sin embargo, ¿no es dicho régimen en exceso flexible? Como puede fácilmente apreciarse, una mera mayoría simple en el Congreso permitiría la prórroga ad infinitum de una anormalidad constitucional como la descrita -en perjuicio de la normalidad constitucional-; esto es, en una situación con derechos fundamentales vacíos de contenido, tribunales paralizados, elecciones desconvocadas, manifestaciones prohibidas, la oposición maniatada en el confinamiento… Una prórroga que jurídicamente sería posible incluso, cabe pensar, más allá del propio cese en el tiempo de la crisis que dio lugar a la declaración, siempre y cuando una mayoría parlamentaria accediera “por la mínima” a sucesivas -e inmorales- prórrogas. Ya sé lo que están pensando. Es imposible. Y sin embargo, recordando el creciente abuso que del concepto de “extraordinaria y urgente necesidad” de los decretos-leyes se ha llevado a cabo las últimas décadas, cuyo corolario ha sido su utilización como método de blindaje del Vicepresidente Iglesias en la Comisión de Inteligencia en pleno Decreto-ley de medidas económicas frente al COVID-19… ¿lo es? No hace falta un exceso de celo para concluir que si algún futuro gobernante pretendiera sustituir nuestro régimen de libertades por algo diferente -lo que no es precisamente, desde una perspectiva histórica, una situación sin precedentes-, tendría en la prórroga indefinida del estado de alarma una de las apuestas con mayor probabilidad de éxito. Si bien debería enfrentarse, en último término, a un Tribunal Constitucional cuya actividad constitucional no se interrumpe durante los estados excepcionales, conforme al artículo 116.5 CE, ¿cuánto daño se podría generar a nuestras instituciones en el interim? 

Propongo como alternativa una propuesta de lege ferenda, que convendría blindar adecuadamente en nuestra Carta Magna, capaz de mantener la necesaria flexibilidad apreciativa pero de impedir, por otro lado, la situación antes descrita. Consistiría en imponer, a partir de un número por determinar de prórrogas, la necesidad de una mayoría parlamentaria reforzada para el mantenimiento de los estados excepcionales. La permanencia en el tiempo de una excepcionalidad de efectos tan trascendentales como los que vivimos requeriría así de un elevado grado de consenso parlamentario inconciliable con el abuso de poder al que me acabo de referir. 

______________________
[1] Artículo 4.b de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[2] Artículo 13.2.a de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[3] Artículo 11 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. 
[4] Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. 
[5] Art. 6.2 de la LO 4/1981, de 1 de junio: “En el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma…”. 
[6] Orden del Ministerio de Sanidad 340/2020, de 12 de abril, por la que se suspenden determinadas actividades relacionadas con obras de intervención en edificios existentes en las que exista riesgo de contagio por el COVID-19 para personas no relacionadas con dicha actividad 
[7] Acuerdo de la Mesa de la Cámara de 19/03/2020. 
[8] Art. 116.5 CE.

3 comentarios:

  1. Me parece una gran propuesta, necesaria y urgente para que todos durmamos tranquilos...como quiere nuestro actual mandatario

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  2. Llevo décadas definiendo reglamentos para competiciones en las que se mezclan participantes honrados y tramposos, intentando que prevalezca el espíritu deportivo. Así que antes de llegar al tu último párrafo ya estaba dando vueltas a una posible regla:
    - Cada día que transcurre en un periodo excepcional hace falta un voto más para renovarlo.
    - Cada día que transcurre fuera ya de dicho periodo, desciende en un voto el mínimo necesario (hasta el mínimo del 50%, claro)

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    1. Leo hoy tu propuesta, José Luis! Me parece interesante. Sobretodo en cuanto de retardar el retorno a la mayoría mínima de forma progresiva... ¡No me lo había planteado!

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